Authors: Lewis Carroll & Martin Gardner
Tags: #Clásico, Ensayo, Fantástico
A Alicia le pareció absurdo todo esto, pero estaban tan serios que no se atrevió a reírse; y como no se le ocurría nada que decir, se inclinó simplemente, y cogió el dedal con el gesto más solemne que pudo.
Seguidamente procedieron a comerse los confites: esto produjo cierto alboroto y confusión, ya que las aves grandes se quejaban de que no podían paladear los suyos, y las pequeñas se atragantaban y había que darles palmadas en la espalda. Sin embargo, se los acabaron todos, se sentaron otra vez en círculo, y pidieron al Ratón que les contase algo más.
—Me has prometido contarme tu cuento —dijo Alicia—, y por qué odias a los G y a los P —añadió en un susurro, medio temerosa de que se ofendiera otra vez.
—El mío es un cuento triste y largo como mi cola —dijo el Ratón, volviéndose hacia Alicia y suspirando.
—Desde luego, es bien larga tu cola —dijo Alicia, mirando con asombro la cola del Ratón—; pero ¿por qué dices que es triste? —y siguió haciendo cabalas sobre el particular, mientras hablaba el Ratón; de manera que su idea del cuento fue más o menos así
[4]
:
La Furia dijo a
admito
negativas:
debemos
tener un
juicio:
pues en
verdad
esta
mañana
no tengo
nada
que hacer.
Y dijo el
ratón a
la perra:
«Este pleito,
señora,
sin jurado
ni juez
será una
pérdida
de tiempo.
“Yo seré
el juez
y el jurado”.
Dijo
astuta
la Furia:
«Yo juzgaré
toda la
causa
y te condenaré
a
muerte.»
—¡No estás atendiendo! —le dijo el Ratón a Alicia con severidad—. ¿En qué piensas?
—Te ruego que me perdones —dijo Alicia muy humildemente—: ibas por la quinta curva, creo; ¿no?
—¡No! —exclamó el Ratón secamente y muy irritado.
—¡Un nudo!
—
dijo Alicia, ya dispuesta a mostrarse servicial, y mirando ansiosa a su alrededor—. ¡Ah, deja que te ayude a deshacerlo!
[6]
—Ni lo pienses —dijo el Ratón, levantándose y marchándose—. ¡Me ofendes con esas tonterías!
—¡No era mi intención! —se disculpó la pobre Alicia—. ¡Pero te ofendes con demasiada facilidad!
El Ratón se limitó a replicar con un gruñido.
—¡Por favor, vuelve y termina tu historia! —le gritó Alicia. Y los demás se le unieron a coro: «¡Sí, por favor, vuelve!». Pero el Ratón negó impaciente con la cabeza, y apretó el paso.
—¡Qué pena que no se quede! —suspiró el Lori, tan pronto como hubo desaparecido. Y una vieja Cangreja aprovechó para decirle a su hija: «¿Ves, cariño? ¡Aprende que no debes enfadarte nunca!». «¡Calla, mamá!» —dijo la Cangrejita un poco molesta—. «¡Eres capaz de hacerle perder la paciencia a una ostra!»
—¡Cómo me gustaría que nuestra Dinah estuviese aquí! —dijo Alicia en voz alta, sin dirigirse a nadie en particular—. ¡
Ella
sí que nos lo traería en seguida!
—¿Quién es Dinah, si se me permite la pregunta? —dijo el Lori.
Alicia contestó con calor, pues siempre estaba dispuesta a hablar de su favorita:
—Dinah es nuestra gata. Es única cazando ratones, ¡no os podéis imaginar! ¡Ah, pues me gustaría que la vieseis atrapar pájaros! ¡Se come un pajarillo en un periquete!
Este discurso provocó una tremenda conmoción en la concurrencia. Algunos de los pájaros huyeron precipitadamente; una vieja urraca empezó a arroparse afanosamente, al tiempo que comentaba: «La verdad es que debo marcharme a casa: ¡el aire de la noche no me sienta bien a la garganta!»; y un Canario llamó con voz temblorosa a sus hijos: «¡Vamos, niños! ¡Es hora de estar en la cama!». Y con diversos pretextos, se marcharon todos, y Alicia no tardó en quedarse sola.
—¡Ojalá no hubiera mencionado a Dinah! —se dijo en tono melancólico—. Parece que a nadie le cae simpática, aquí abajo; ¡sin embargo, es la mejor gata del mundo! ¡Ay, mi querida Dinah! ¡No sé si volveré a verte más! —y aquí la pobre Alicia se echó a llorar nuevamente, ya que se sentía muy sola y deprimida. Poco después, no obstante, volvió a oír un leve golpeteo de pisadas a lo lejos, y alzó los ojos ansiosamente, medio esperando que el Ratón hubiese cambiado de parecer, y regresase a terminar su historia.
El Conejo Manda a un tal Pequeño Bill
Era el Conejo Blanco que regresaba al trote, mirando ansiosamente en torno suyo mientras avanzaba como si hubiera perdido algo; y Alicia le oyó murmurar para sí: «¡La duquesa! ¡La duquesa! ¡Ah, mis zarpas queridas! ¡Ah, mi piel y mis bigotes! ¡Me mandará ejecutar, tan cierto como que los hurones son hurones! ¿Dónde
puedo
haberlos perdido?». Alicia adivinó en seguida que buscaba el abanico y los guantes blancos de cabritilla; y con toda amabilidad, se puso a buscarlos ella también; pero no los veía por ninguna parte… Todo parecía haber cambiado desde que cayera en el charco, y el gran vestíbulo, con la mesa de cristal y la puertecita, se habían desvanecido completamente.
No tardó el Conejo en percatarse de la presencia de Alicia, ya que andaba buscando de un lado para otro, y le gritó en tono irritado: «¡Pero bueno, Mary Ann, ¿qué
estás
haciendo aquí? Corre a casa ahora mismo, y tráeme un par de guantes y un abanico! ¡Vamos, date prisa!».
[1]
Y Alicia se asustó tanto que echó a correr inmediatamente en la dirección que le señalaba, sin intentar explicarle que se había equivocado.
«Me ha confundido con su criada», se dijo mientras corría. «¡Qué sorpresa se va a llevar cuando descubra quién soy! Pero será mejor que le lleve su abanico y sus guantes… o sea, si los encuentro.» Mientras se decía esto, se topó con una preciosa casita en cuya puerta había una placa de bronce con el nombre: «W. CONEJO», grabado en ella. Entró sin llamar, y subió corriendo las escaleras, con mucho miedo de tropezarse con la verdadera Mary Ann, y de que la echaran de la casa antes de encontrar los guantes y el abanico.
—¡Qué extraño resulta —se dijo Alicia—, hacerle recados a un Conejo!
[2]
¡Supongo que Dinah me mandará hacer los suyos, después! —y empezó a imaginar lo que pasaría: «¡Alicia! ¡Ven inmediatamente, y arréglate para salir!». «¡Voy en un minuto, señorita! ¡Tengo que vigilar esta ratonera hasta que vuelva Dinah, y cuidar que no salga el ratón!» Pero no creo —prosiguió Alicia—, que dejasen que Dinah siguiera en casa, si se pusiera a mandar de esa manera!
A todo esto, había encontrado el camino de la preciosa habitacioncita, con una mesa en la ventana, y en ella (como había esperado), un abanico y dos o tres pares de minúsculos guantes blancos de cabritilla: cogió el abanico y un par de guantes, y ya iba a salir de la habitación, cuando sus ojos descubrieron un frasquito junto al espejo. No tenía etiqueta esta vez con las palabras «BÉBEME», pero de todas formas lo destapó y se lo llevó a los labios. «Sé que pasa
algo
interesante», se dijo, «cada vez que como o bebo alguna cosa; así que voy a ver lo que ocurre con esta botella. ¡Espero que me haga crecer otra vez, porque la verdad es que estoy harta de ser tan pequeñita!».
Así fue, en efecto; y más de prisa de lo que ella esperaba: antes de haberse bebido la mitad del frasco, se encontró con que tenía la cabeza pegada contra el techo y tuvo que torcerla para no romperse el cuello. Dejó el frasco apresuradamente, diciéndose: «Es suficiente; espero no seguir creciendo; aunque ahora no puedo salir por la puerta… ¡Ojalá no hubiera bebido tanto!».
¡Ay! ¡Era demasiado tarde para ese deseo! Siguió creciendo y creciendo, y muy pronto tuvo que ponerse de rodillas; un minuto después no había espacio ni para eso, y probó a tumbarse con un codo contra la puerta, y el otro brazo enroscado alrededor de la cabeza. Pero seguía creciendo; así que, como último recurso, sacó un brazo por la ventana, metió un pie por la chimenea, y se dijo: «Ahora, pase lo que pase, ya no puedo crecer más. ¿Qué va a ser de mí?».
Afortunadamente para Alicia, el mágico frasquito había hecho todo el efecto que tenía que hacer, y no siguió creciendo. No obstante, estaba incomodísima, y como no parecía haber posibilidad de salir de la habitación, no es extraño que se sintiera desventurada.
«Estaba mucho mejor en casa», pensó la pobre Alicia; «allí no andaba creciendo y menguando constantemente, ni me daban órdenes los ratones y los conejos. Casi hubiera preferido no haber bajado a esta madriguera… sin embargo… sin embargo… ¡qué curiosa, esta clase de vida! ¡No sé que
puede
haberme ocurrido! ¡Cuando leía cuentos de hadas, imaginaba que esas cosas no ocurrían nunca, y ahora estoy aquí, metida en una de ellas! ¡Debería escribirse un libro sobre mí, desde luego! Cuando me haga mayor, lo escribiré yo… Aunque ahora ya soy mayor», —añadió en tono afligido—: «al menos, no queda espacio para crecer más,
aquí
».
«Pero entonces», pensó Alicia, «¿
no
me haré más mayor de lo que soy ahora? Será un consuelo, en cierto modo… no llegar a hacerme vieja… pero entonces… ¡tendré que estudiar constantemente las lecciones! ¡Ah,
eso
sí que no me gustaría!».
—¡Pero mira que eres tonta, Alicia! —se contestó—. ¿Cómo vas a estudiar lecciones aquí? ¡Si apenas hay sitio para ti, y no caben tus libros de estudio!.
Y así siguió, adoptando primero un punto de vista, luego el otro, y desarrollando toda una conversación; pero al cabo de unos minutos oyó una voz en el exterior, y se puso a escuchar.
—¡Mary Ann! ¡Mary Ann! —dijo la voz—. ¡Tráeme los guantes ahora mismo! —a continuación oyó acercarse un leve golpeteo de pies en la escalera. Alicia comprendió que era el Conejo que subía a buscarla, y tembló hasta el punto de hacer estremecerse la casa, olvidando completamente que ahora era unas mil veces mayor que el Conejo, y que no había motivo para tener miedo.
Poco después, llegó el Conejo a la puerta, y trató de abrirla; pero la puerta se abría hacia adentro, y el codo de Alicia presionaba contra ella, de modo que fracasó en su intento. Alicia oyó que se decía a sí mismo: «Tendré que dar la vuelta y entrar por la ventana».
«No podrás», pensó Alicia, y tras esperar hasta que le pareció oír al Conejo justo debajo de la ventana, extendió súbitamente la mano, y dio un manotazo en el aire. No cogió nada, pero oyó un gritito, una caída, y un estrépito de cristales rotos, de lo que infirió que se había caído en una cajonera de calabazas
[3]
o algo parecido.
A continuación sonó una voz irritada —la del Conejo—: «¡Pat! ¡Pat! ¿Dónde estás?». Y luego otra voz que Alicia no había oído anteriormente: «¡Pues aquí! ¡Entrecavando los manzanos, señoría!».
—¿Conque entrecavando los manzanos, eh? —dijo el Conejo irritado—. ¡Anda, ayúdame a salir de
aquí
! (sonaron más cristales rotos).
—Ahora dime, Pat, ¿qué es eso de la ventana?
—¡Pues un brazo, señoría! (pronunció brazu).
—¿Un brazo, memo? ¿Quién ha visto un brazo de ese tamaño? ¡Si ocupa toda la ventana!
—Desde luego que así es, señoría; pero a pesar de todo, es un brazo.
—Bueno, en cualquier caso, no tiene por qué estar ahí; ¡ve y quítalo!
Hubo un largo silencio después de esto, y Alicia sólo pudo oír susurros de vez en cuando; algo así como: «Desde luego, no me hace ninguna gracia, señoría; ninguna gracia». «¡Haz lo que te digo, cobarde!»; finalmente, Alicia extendió la mano otra vez y dio otro manotazo en el aire. Ahora sonaron dos grititos, y nuevos ruidos de cristales rotos. «¡Cuántas cajoneras debe de haber!», pensó Alicia. «¡Me pregunto qué van a hacer ahora! En cuanto a quitarme de la ventana, ojalá lo
consiguieran
! ¡Desde luego, no me apetece seguir aquí más tiempo!»
Aguardó un rato sin oír nada más; por último le llegó un ruidito de ruedas de carro, y muchas voces que hablaban a la vez; distinguió las palabras: «¿Dónde está la otra escala?… Cómo, yo no tenía que traer más que una. La otra la tiene Bill; ¡Bill! ¡Tráela aquí, muchacho!; vamos, ponedlas en esta esquina. No, atadlas primero; no llegan a la mitad de la altura todavía. ¡Bah!, aguantarán de sobra; no seas tan escrupuloso; ¡Aquí, Bill! Sujeta esta cuerda; ¿Resistirá el tejado? ¡Cuidado con esa teja suelta! ¡Ah, se va a caer! ¡Cuidado las cabezas! (un sonoro estrépito). ¡Vaya!, ¿quién ha sido? Ha sido Bill, creo. ¿Quién va a bajar por la chimenea? ¡
Yo
no, ni hablar! ¡Baja tú! ¡No quiero! El que tiene que bajar es Bill… ¡Ven aquí, Bill! ¡El amo dice que tienes que bajar por la chimenea!».