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Authors: Lewis Carroll & Martin Gardner

Tags: #Clásico, Ensayo, Fantástico

Alicia ANOTADA (5 page)

Mientras decía estas palabras le resbaló el pie, y un instante después, ¡plash!, estaba en agua salada hasta la barbilla. Lo primero que pensó fue que, de alguna forma, se había caído al mar; «en cuyo caso puedo regresar en tren», se dijo (Alicia había ido a la playa una vez en su vida, y había llegado a la conclusión general de que, a cualquiera de las costas inglesas que una fuese, encontraría en el agua un montón de máquinas de bañarse
[6]
, niños cavando en la arena con palas de madera, luego una fila de hoteles, y detrás una estación de ferrocarril). Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que estaba en el charco de lágrimas que ella misma había derramado cuando medía nueve pies.

—¡Ojalá no hubiera llorado tanto! —dijo Alicia al tiempo que nadaba, tratando de salir—. ¡Ahora, en castigo me ahogaré en mis propias lágrimas! ¡
Será
una cosa muy rara, desde luego! Pero hoy todo resulta raro.

En ese preciso momento oyó un chapoteo en el charco, a cierta distancia y se dirigió hacia allí nadando para ver qué era: al principio pensó que sería una morsa o un hipopótamo; pero a continuación recordó lo pequeña que era ahora, y no tardó en descubrir que sólo se trataba de un ratón que se había resbalado como ella.

«Vamos a ver, ¿servirá de algo» —pensó Alicia— «dirigirle la palabra a este ratón? Es todo tan extraordinario aquí abajo, que no me extrañaría que hablase; en todo caso, nada se pierde con intentarlo». Así que empezó: «¡Oh, Ratón!, ¿sabes la forma de salir de este charco? Estoy muy cansada de nadar, ¡oh Ratón!» (Alicia pensó que ésta debía de ser la manera más correcta de dirigirse a un ratón; nunca lo había hecho, pero recordaba haber leído en la Gramática Latina de su hermano: «un ratón —de un ratón— para un ratón —a un ratón— ¡oh ratón!». El Ratón la miró inquisitivamente, y pareció guiñarle uno de sus ojillos; pero no dijo nada.

«Tal vez no entiende el inglés», pensó Alicia. «A lo mejor es un ratón francés que ha llegado con Guillermo el Conquistador» (pues, pese a sus conocimientos de historia, Alicia no tenía una idea muy clara de cuándo había sucedido nada). De modo que empezó otra vez: «¿Ou est ma chatte?», que era la primera frase de su libro de francés. El Ratón saltó de repente del agua y se puso a temblar todo él, de miedo. «¡Oh, te ruego que me perdones!», se apresuró a decir Alicia, temiendo haber herido los sentimientos del pobre bicho. «¡Se me había olvidado por completo que no te gustan los gatos!»

—¡Gustarme los gatos! —exclamó el Ratón con voz chillona y furiosa—. ¿Te gustarían los gatos a
ti
si estuvieses en mi lugar?

—Bueno, tal vez no —dijo Alicia en tono conciliador—: No te enfades por eso. De todos modos, me gustaría poder presentarte a nuestra gata Dinah. Creo que acabarían gustándote los gatos, si la vieses. Es un ser delicioso y pacífico —prosiguió Alicia, medio para sí, mientras nadaba perezosamente por el charco—; y ronronea que es una maravilla, sentada junto al fuego, lamiéndose las zarpas y lavándose la cara; y es tan suave que da gusto acariciarla; y es estupenda cazando ratones… ¡Oh, perdóname, por favor! —exclamó Alicia otra vez, porque ahora el Ratón se había puesto todo erizado, y tuvo la certeza de que le había ofendido de veras—. No hablaremos más de ella, si no te gusta.

—¡Por supuesto que no! —gritó el Ratón, que temblaba hasta la punta de la cola—. ¡Como si quisiera
yo
hablar de semejante tema! ¡Nuestra familia ha
odiado
siempre a los gatos: son unos seres horribles, groseros y vulgares! ¡Que no vuelva a oír ese nombre otra vez!

—¡No lo volveré a pronunciar, de verdad! —dijo Alicia, apresurándose a cambiar de conversación—. ¿Te… te gustan… los… perros? —El Ratón no contestó, de modo que Alicia prosiguió, ansiosa—: Hay una preciosidad de perrito cerca de nuestra casa; ¡me encantaría enseñártelo! ¡Es un pequeño terrier de ojos relucientes, y con un pelo largo y rizado, de color marrón! Trae las cosas cuando se las lanzas, se incorpora para pedir su comida, y hace toda clase de monerías —se me han olvidado la mitad—; pertenece a un granjero que dice que es muy útil y que vale ¡cien libras! Dice que mata todas las ratas y que… ¡Oh, Dios mío! —exclamó Alicia con voz apenada—. ¡Me temo que le he ofendido otra vez! —porque el Ratón se alejaba de su lado nadando a toda prisa, y armando un verdadero alboroto en el charco al avanzar.

Así que le llamó suavemente: «¡Querido Ratón! ¡Vuelve; no hablaremos más de gatos ni de perros, si no te gustan!» Cuando el Ratón oyó esto, dio media vuelta y nadó despacio hacia ella: tenía la cara completamente pálida (de enfado, pensó Alicia), y dijo con voz baja y temblorosa: «Vamos a la orilla; te contaré mi historia, y comprenderás por qué odio a los gatos y a los perros».

Era hora ya de que lo hicieran, porque el charco se estaba llenando de aves y animales que se habían caído en él: había un Pato y un Dodo, un Lori y un Aguilucho, y varios otros bichos extraños.
[7]
Alicia abrió la marcha, y el grupo entero nadó hacia la orilla.

CAPÍTULO III

Una Carrera de Comité y un Cuento con Cola

Desde luego fue un grupo raro el que se congregó en la orilla: las aves con sus plumas embarradas, los animales con el pelo pegado a la piel, y todos chorreando, enfadados e incómodos.

Lo primero de todo, naturalmente, era cómo secarse: celebraron una consulta al respecto, y pocos minutos después a Alicia le parecía lo más natural encontrarse hablando con ellos con toda familiaridad, como si los conociese de toda la vida. Incluso sostuvo una larga discusión con el Lori, quien al final se picó, y se limitó a comentar: «Soy mayor que tú, y por lo tanto sé más». Pero Alicia no estaba dispuesta a reconocerlo, a menos que le dijera cuántos años tenía; y como el Lori se negó en redondo a confesar su edad, no hubo más que decir.

Por último el Ratón, que parecía ser una persona con cierta autoridad entre ellos, dijo en voz alta: «¡Sentaos todos, y escuchadme! ¡Yo
haré
que os sequéis de sobra!». Se sentaron todos al punto, formando un gran corro con el Ratón en medio. Alicia tenía la mirada ansiosamente fija en él, ya que estaba convencida de que iba a coger un buen resfriado si no se secaba en seguida.

—¡Ejem! —dijo el Ratón con aire de importancia—. ¿Estáis preparados? Pues esto es lo más seco que conozco. ¡Silencio todos, por favor!: «Guillermo el Conquistador, cuya causa contaba con el favor del papa, fue pronto acatado por los ingleses, que estaban necesitados de un dirigente, y últimamente muy acostumbrados a la usurpación y a la conquista. Eduino y Morcaro, condes de Mercia y de Northumbria…».
[1]

—¡Uf! —dijo el Lori con un escalofrío.

—¡Perdón! —dijo el Ratón—. ¿Decías algo?

—¡No, no! —se apresuró a decir el Lori.

—Pues me lo había parecido —dijo el Ratón. Y continuó—: «Eduino y Morcaro, condes de Mercia y Northumbria, se declararon en favor suyo; y hasta Stigandio, el patriótico arzobispo de Canterbury, lo encontró aconsejable…

—Encontró ¿el
qué
? —dijo el Pato.

—El
lo
—replicó el Ratón bastante molesto—; naturalmente, sabes qué significa
lo
.

—Sé de sobra qué significa «lo» cuando encuentro una cosa —dijo el Pato—; por lo general, se trata de una rana o de una lombriz. La cuestión aquí es: ¿Qué encontró el arzobispo?

El Ratón no se dio por enterado de la cuestión, sino que prosiguió apresuradamente: «… Lo encontró aconsejable, decidiendo ir con Edgar Atheling al encuentro con Guillermo y ofrecerle la corona. La conducta de Guillermo, al principio, fue moderada. Pero la insolencia de sus normandos… ¿Cómo te sientes ahora, preciosa?» —añadió, volviéndose hacia Alicia mientras hablaba.

—Tan mojada como antes —dijo Alicia en tono melancólico—; no parece que eso me seque lo más mínimo.

—En ese caso —dijo el Dodo con solemnidad, poniéndose en pie—, propongo que se suspenda la sesión, y se adopten inmediatamente remedios más enérgicos…

—¡Habla en cristiano! —dijo el Aguilucho—. No entiendo lo que quieren decir la mitad de esas palabras largas; ¡y lo que es más, me parece que tú tampoco! —y el Aguilucho bajó la cabeza para ocultar una sonrisa; algunas otras aves soltaron una audible risita.

Lo que iba a decir —dijo el Dodo en tono ofendido—, es que lo mejor para secarnos es organizar una Carrera de Comité.
[2]

—¿Qué es una Carrera de Comité? —dijo Alicia; no es que tuviera muchas ganas de saberlo, pero el Dodo se había callado como si pensase que debía hablar
alguien
, y nadie parecía deseoso de decir nada.

—Pues —dijo el Dodo— la mejor manera de explicarlo es organizarla. (Y como a lo mejor os gusta organizarla a vosotros también, cualquier día de invierno os explicaré cómo lo arregló todo el Dodo.)

Primero marcó una pista para la carrera, en una especie de círculo («no importa la forma», dijo); luego el grupo se colocó aquí y allá, por toda la pista. No hubo «a la una, a las dos ¡y a las tres!», sino que empezaban a correr cuando querían, y paraban cuando se les antojaba, de forma que no era fácil averiguar cuándo terminaba la carrera. Sin embargo, cuando ya llevaban corriendo una media hora o así, y estaban completamente secos otra vez, el Dodo dijo de repente en voz alta: «¡La carrera ha terminado!», y se agruparon todos a su alrededor, jadeando y preguntando: «Pero, ¿quién ha ganado?».

El Dodo no podía contestar a esta pregunta sin meditarlo mucho antes, y permaneció largo rato con un dedo apretado en la frente (en la postura que normalmente veis a Shakespeare en los retratos), mientras el resto esperaba en silencio. Por último dijo el Dodo: «
Todo el mundo
ha ganado, y
todos
deben recibir premio».

—Pero, ¿a quién le toca dar los premios? —preguntó todo un coro de voces.

—¡Toma, pues a
ella
! —dijo el Dodo, señalando a Alicia con un dedo; y el grupo entero se apelotonó a su alrededor, gritando en confusión:

—¡Premios! ¡Premios!

Alicia no sabía qué hacer; desesperada, se metió la mano en el bolsillo, y sacó una caja de confites
[3]
(afortunadamente, no le había entrado el agua salada), y los distribuyó a modo de premios. Había exactamente uno para cada uno.

—Pero ella debe recibir un premio, también —dijo el Ratón.

—Por supuesto —replicó el Dodo muy serio—. ¿Qué más tienes en el bolsillo? —prosiguió, volviéndose a Alicia.

—Sólo un dedal —dijo Alicia con tristeza.

—A ver, tráelo —dijo el Dodo.

A continuación se apiñaron todos otra vez a su alrededor, mientras el Dodo le entregaba solemnemente el dedal, diciendo: «Te rogamos que aceptes este elegante dedal»; y al terminar su breve discurso, aplaudieron todos.

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