Authors: Lewis Carroll & Martin Gardner
Tags: #Clásico, Ensayo, Fantástico
—No la has dicho bien —dijo la Oruga.
—Me temo que no del
todo
bien —dijo Alicia con timidez—; algunas palabras están cambiadas.
—Está mal de cabo a rabo —dijo la Oruga tajante; y guardó silencio unos minutos.
La Oruga fue la primera en hablar.
—¿De qué tamaño quieres ser? —preguntó.
—Bueno, no soy muy exigente en cuanto a tamaño —se apresuró a replicar Alicia—; lo único, que no me gusta andar cambiando tan a menudo, ¿sabe?
—¡Yo
no
sé! —dijo la Oruga.
Alicia no dijo nada: jamás en toda su vida le habían llevado tanto la contraria, y se sentía como si fuera a reventar.
—¿Estás contenta con el que tienes ahora? —dijo la Oruga.
—Bueno, me gustaría ser un
poco
más grande, si no le importa a usted, señora —dijo Alicia—; tener tres pulgadas de estatura es una desgracia.
—¡Es una estatura muy buena! —dijo la Oruga irritada, enderezándose (ella medía exactamente tres pulgadas).
—¡Pero yo no estoy acostumbrada a medir eso! —alegó la pobre Alicia en tono lastimero. Y pensó para sí: «¡Ojalá no se ofendiesen con tanta facilidad todos los bichos!».
—Te acostumbrarás con el tiempo —dijo la Oruga; y llevándose el narguile a la boca, empezó a fumar nuevamente.
Esta vez Alicia esperó con paciencia a que quisiese hablar. Al cabo de un minuto o dos la Oruga se quitó el narguile de la boca, bostezó una o dos veces, y se desperezó. Luego bajó de la seta y se internó en la yerba, comentando simplemente: «Un lado te hará crecer, y el otro te hará menguar».
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«¿Un lado de
qué
? ¿Y el otro de
qué
?», pensó Alicia para sí.
—De la seta —dijo la Oruga, como si Alicia hubiese formulado la pregunta en voz alta; un instante después había desaparecido.
Alicia se quedó mirando pensativa la seta un minuto, tratando de averiguar cuáles eran sus dos lados; dado que era completamente redonda, encontraba muy difícil la cuestión. Por último, extendió los brazos a su alrededor todo lo que pudo, y rompió con cada mano un trocito del borde.
—Y ahora, ¿cuál es cuál? —se dijo; y mordisqueó un poco del trozo de la mano derecha para probar su efecto. Al instante, sintió un golpe violento debajo de la barbilla: ¡había chocado con sus propios pies!
Se asustó bastante ante este cambio repentino; pero pensó que no había tiempo que perder, ya que seguía menguando rápidamente; así que empezó en seguida a comer del otro trozo. Tenía la barbilla apretada contra el pie, de manera que apenas le quedaba espacio para abrir la boca; pero lo consiguió al fin, y se las arregló para tragarse un bocado del trozo de la izquierda.
—¡Vaya, al fin tengo libre la cabeza! —se dijo Alicia en un tono de alivio, que se transformó en alarma un instante después, al darse cuenta de que no se veía los hombros por ninguna parte; todo lo que conseguía ver, al mirar hacia abajo, era una inmensa longitud de cuello que parecía emerger como un tallo de un mar de hojas verdes que se extendía muy por debajo de ella.
—¿Qué
será
todo ese verde? —se dijo Alicia—. ¿Dónde
estarán
mis hombros? ¡Ay, pobres manos mías!, ¿cómo es que no puedo veros? —y las movió mientras hablaba, aunque sin conseguir ningún resultado al parecer, salvo una pequeña agitación entre las lejanas hojas verdes.
Dado que no parecía haber posibilidades de levantar las manos hasta la cabeza, trató de bajar la cabeza hasta
ellas
, y le encantó comprobar que su cuello se doblaba fácilmente en cualquier dirección, como una serpiente. Acababa de curvarlo hacia abajo en gracioso zigzag, e iba a bucear entre las hojas, que según había descubierto no eran sino las copas de los árboles bajo los que había estado deambulando, cuando un agudo siseo la hizo retirarse al instante: una gran paloma se había abalanzado sobre su cara dando violentos aletazos.
—¡Serpiente! —chilló la Paloma.
—¡No soy una serpiente! —dijo Alicia indignada—. ¡Déjame en paz!
—¡Serpiente! ¡Serpiente! —repitió la Paloma; pero en tono más calmado, y añadió con una especie de sollozo—: ¡Lo he intentado todo, pero parece que nada las detiene!
—No tengo ni idea de qué me hablas —dijo Alicia.
—Lo he intentado en las raíces de los árboles, lo he intentado en las orillas de los ríos, lo he intentado en los setos —prosiguió la Paloma, sin hacerle caso—; ¡pero dichosas serpientes! ¡Nada las detiene!
Alicia estaba cada vez más intrigada; pero consideró que era inútil decir nada hasta que la Paloma hubiese terminado.
—Como si no fuese bastante preocupación incubar —dijo la Paloma—; ¡encima tener que andar vigilando noche y día a causa de las serpientes! ¡No he pegado ojo en estas tres semanas!
—Siento muchísimo haberle molestado —dijo Alicia, que empezaba a comprender.
—Y precisamente cuando me había instalado en el árbol más alto del bosque —prosiguió la Paloma, elevando la voz hasta chillar—, precisamente cuando ya creía que al fin me había librado de ellas, empiezan a bajar contorsionándose del cielo! ¡Uf, dichosas serpientes!
—¡Le repito que
no
soy una serpiente! —dijo Alicia—. Soy una… soy una…
—¡A ver! ¿
Qué
eres? —dijo la Paloma— ¡Ya veo que estás tratando de inventarte algo!
—Soy… soy una niña —dijo Alicia con cierta vacilación, al recordar el número de cambios que había sufrido ese día.
—¡Bonito cuento! —dijo la Paloma en tono de profundo desprecio—. He visto montones de niñas, en mis tiempos, y
ninguna
tenía un cuello así! ¡No, no! Eres una serpiente; de nada te valdrá negarlo. ¡Supongo que me vas a decir también que jamás te has comido un huevo!
—
He
comido huevos, desde luego —dijo Alicia, que era una niña muy veraz—; pero las niñas comen huevos igual que las serpientes.
—No me lo creo —dijo la Paloma—; pero si lo hacen, entonces son una especie de serpientes: es cuanto puedo decir.
Esta idea le resultaba tan nueva a Alicia, que se quedó callada un minuto o dos, lo que dio ocasión a la Paloma para añadir:
—Estás buscando huevos, lo sé de sobra; ¿qué me importa a mí que seas niña o serpiente?
—Pues a
mí
sí me importa, y mucho —se apresuró a decir Alicia—; pero da la casualidad de que no estoy buscando huevos; y si los buscase, no serían los de
usted
: no me gustan crudos.
—¡Pues entonces lárgate! —dijo la Paloma en tono agrio, al tiempo que se acomodaba otra vez en su nido.
Alicia se agachó entre los árboles cuanto pudo; pues se le seguía enredando el cuello entre las ramas, y de cuando en cuando tenía que pararse a desenredarlo. Al cabo de un rato, recordó que todavía tenía los trozos de seta en las manos, y se puso a mordisquearlos con todo cuidado, primero uno y luego el otro, creciendo unas veces y menguando otras, hasta que consiguió recobrar su estatura habitual.
Hacía tanto que no tenía su tamaño normal, que al principio se sintió extraña; pero a los pocos minutos se había acostumbrado, y empezó a hablar consigo misma como antes: «¡Bueno, la mitad de mi plan se ha cumplido ya! ¡Qué desconcertantes son todos estos cambios! ¡Nunca estoy segura de cómo voy a ser, de un minuto a otro! De todos modos, he vuelto a mi tamaño normal; el siguiente paso es entrar en ese hermoso jardín… ¿Cómo lo conseguiré?». Mientras decía esto, dio de repente con un claro, en el que había una casita de unos cuatro pies de altura. «Quienquiera que viva ahí», pensó Alicia, «no conviene que me vea de
este
tamaño; ¡se llevarían un susto mortal!». Así que empezó a roer el trozo de la mano derecha, y no se decidió a acercarse a la casa hasta que se hubo reducido a nueve pulgadas de estatura.
Cerdo y Pimienta
Estuvo mirando la casa durante un minuto o dos, sin saber qué hacer a continuación, cuando de repente salió corriendo del bosque un Lacayo de librea (Alicia le consideró Lacayo porque llevaba librea; pero juzgándolo sólo por la cara, lo habría tomado por un pez), y llamó sonoramente a la puerta con los nudillos. Abrió otro Lacayo de librea, con una cara redonda y unos ojos abultados como los de una rana; y los dos, observó Alicia, llevaban empolvado el pelo, cuyos rizos les cubrían toda la cabeza. Sintió gran curiosidad por saber qué era todo aquello, y salió sigilosamente un trecho del bosque para escuchar.
El Lacayo-Pez empezó por sacarse de debajo del brazo una carta enorme, casi tan grande como él mismo, y entregársela al otro, diciendo en tono solemne: «Para la Duquesa. Es una invitación de la Reina para jugar al croquet». El Lacayo-Rana repitió con el mismo tono solemne, cambiando únicamente el orden de las palabras: «De la Reina. Una invitación para la Duquesa para jugar al croquet».
Luego se hicieron una profunda reverencia los dos, y se les enredaron los rizos.
A Alicia le dio tanta risa esto, que tuvo que volver corriendo al bosque por temor a que la oyesen; cuando se volvió a asomar, el Lacayo-Pez había desaparecido, y el otro estaba sentado en el suelo cerca de la puerta, mirando estúpidamente al cielo.
Alicia se acercó tímidamente a la puerta y llamó.
—Es inútil llamar —dijo el Lacayo—, y ello por dos razones. Primero, porque estoy en el mismo lado de la puerta que tú. Y segundo, porque están armando tanto alboroto dentro, que nadie te puede oír —y ciertamente, se oía dentro un alboroto de lo más extraordinario: un constante aullar y estornudar, y de vez en cuando, un estrépito enorme, como si se hiciese añicos un plato o una olla.
—Entonces dígame, por favor —dijo Alicia—, ¿cómo puedo entrar?
—Tendría sentido llamar a la puerta —prosiguió el Lacayo, sin hacerle caso—, si la puerta se encontrase entre los dos. Por ejemplo: si estuvieses tú
dentro
, podrías llamar, y entonces yo podría dejarte salir —mientras hablaba, no dejaba de mirar al cielo, detalle que a Alicia le parecía francamente descortés. «Pero quizá no pueda evitarlo, se dijo; tiene los ojos
muy
encima de la cabeza. Pero de todos modos, podía contestar a mis preguntas».
—¿Cómo puedo entrar? —repitió Alicia en voz alta.
—Yo estaré sentado aquí —comentó el Lacayo—, hasta mañana…
En ese momento se abrió la puerta de la casa, y salió rasante un gran plato, derecho a la cabeza del Lacayo; le rozó la nariz, y fue a estrellarse contra uno de los árboles que había detrás de él.
—… o hasta pasado mañana, quizá —prosiguió el Lacayo en el mismo tono, exactamente como si no hubiese ocurrido nada.
—¿Cómo puedo entrar? —preguntó Alicia otra vez, más alto.
—Pero ¿acaso vas a entrar? —dijo el Lacayo—. Ésa es la primera cuestión.
Lo era, en efecto; sólo que a Alicia no le gustó que se lo dijeran. «Es realmente horrible», murmuró para sí, «la manía que tienen todos los bichos de discutir. ¡Hay para volverse loca!».
Al Lacayo le pareció ésta una buena ocasión para repetir su comentario con alguna variación: «Estaré sentado aquí», dijo, «unas veces sí y unas veces no, días y días».
—Pero, ¿qué voy a hacer
yo
? —dijo Alicia.
—Lo que te apetezca —dijo el Lacayo; y se puso a silbar.
«¡Bueno, es inútil intentar hablar con él! —se dijo Alicia desesperada—; ¡es completamente idiota!». Y abrió la puerta y entró.
La puerta daba directamente a una amplia cocina, llena de humo de un rincón a otro; la Duquesa
[1]
estaba sentada en medio, en un taburete de tres patas, y acunaba a un niño; la cocinera estaba inclinada sobre el fogón, removiendo un gran caldero que parecía lleno de sopa.