Así transcurrieron algunas horas, en un ambiente de tensa y curiosa espera, con todas las miradas pendientes de aquel estrado, del trono vacío y de la puerta principal de la mezquita Aljama, que permanecía oculta tras los rígidos pliegues de unas pesadas cortinas escarlata.
De pronto, en algún lugar, se escucharon voces fuertes y cargadas de autoridad.
—¡Paso! ¡Paso! ¡Abrid paso!
El gentío se estremeció y las cabezas se volvieron hacia atrás, poniéndose ahora las miradas fijas en el palacio del valí, de donde procedían aquellas voces.
Quedó abierto un pasillo por el medio de la plaza. Por él venía caminando el valí Mahmud; le acompañaban el secretario privado, el muftí y sus hombres de mayor confianza. Avanzaban todos despacio, con circunspección y pesadumbre en los rostros, y fueron a situarse al lado derecho de la mezquita, delante de la fuente de las abluciones. Un impresionante silencio reinó a partir de aquel momento.
Entonces, detrás del estrado, se descorrió la espesa cortina escarlata y dio paso a dos enormes guardias con sus espadones al hombro; tras él aparecieron el general Aben Bazi, el legado Abdallah al-Wahid y cuatro visires cordobeses que, con el brillo dorado de sus ropajes, las alhajas que lucían, los orondos turbantes y los ademanes con que irrumpieron en el estrado, hicieron más luminosa la plaza. Y en todos los rincones, donde hasta entonces la gente había aguardado aplanada, se alzó ahora, como un eco de estas presencias imponentes, un sordo rumor.
En medio de tanta expectación, salió de la mezquita el secretario principal del emir, anciano, de andar vacilante, completamente vestido de blanco, y, con voz aguda, anunció:
—¡Nuestro señor y guía, el príncipe de los creyentes, el que ordena, Abderramán emir de Córdoba!
Subió al estrado el príncipe, precedido por dos eunucos cubiertos de brocados de oro. Venía el emir vestido de brillante seda verde oliva y exhibía, con andar lento, parsimonioso, toda su dignidad; paseó su ardiente mirada por la plaza y luego sentose en el trono con aire distante, inalcanzable.
Transcurrió un largo rato de absoluto silencio. Después hubo suspiros, exclamaciones sofocadas, toses y algún que otro desmayo; tal era la fascinación curiosa y tensa que la multitud mantenía mientras sus ojos detenidos contemplaban al hombre más poderoso que jamás habían visto. Y, en su arrobamiento, casi nadie advirtió que varios centenares de arqueros tomaban posiciones en los tejados, las terrazas y las ventanas alrededor de la plaza; ni que afluían nutridas tropas de soldados por todas las bocacalles.
Cuando estuvo rodeado el espacio, el viejecillo vestido de blanco inclinó la cabeza hacia el emir y le susurró algo. Abderramán arqueó las cejas y echó una mirada oblicua a sus visires. De entre ellos, salió uno de faz atezada y luenga barba negra que se arrodilló y gritó a voz en cuello:
—¡Póstrese todo el mundo!
Nadie en la plaza dudó en cumplir esta orden, y también los arqueros y todos los guardias y soldados, aun sin dejar de amenazar con sus armas, echaron las rodillas a tierra.
Desde el alminar de la mezquita, un muecín lanzó un prolongado canto, ensalzando a Allah, dueño de la grandeza y la generosidad, y proclamando:
No hay dios sino Allah,
A Él pertenece toda soberanía,
Toda alabanza es para Él.
Oh, Allah, no hay impedimento para lo que tú mandas.
No hay dador para lo que tú has impedido.
Y ni la riqueza ni el poder pueden proteger a su dueño de ti,
Porque de ti proviene toda la riqueza y la majestad.
Después del rezo, resonó de nuevo la voz potente del visir de la barba negra y luenga:
—Nadie puede gobernar esta ciudad si no es en nombre de Allah y nadie sino nuestro príncipe Abderramán ha recibido de lo alto esa potestad. No hay, pues, perdón para los que se oponen a los designios de nuestro emir.
Cuando terminó de decir esto, centelleó en los ojos de los cordobeses un belicoso ardor. Y miraron hacia uno de los extremos de la plaza, desde donde se veía venir a una fila de guardias que arrastraba violentamente a una cuerda de cautivos, entre los que estaban el duc Agildo y el abad Simberto.
La multitud se agitó, balanceándose, y avanzó llena de curiosidad hacia el estrado. Pero los guardias la hicieron retroceder, dejando despejado un amplio espacio. La gente permanecía ceñuda y muy atenta a lo que estaba sucediendo, mientras temían todos a los arqueros que los vigilaban apostados en las alturas. Solo en las últimas filas de la multitud, donde estaban los cristianos, se oía el sofocado rumor de las conversaciones.
El visir de la voz potente prosiguió su enérgico discurso:
—Se acabaron en esta ciudad la rebeldía, el orgullo, la desobediencia y la obstinación. ¡Basta ya! Ha llegado aquí la hora de inclinar la cabeza; la hora de la sumisión y la reparación.
Dicho esto, se dirigió hacia donde estaba postrado el valí y, apuntándole con un dedo acusador, le reprochó:
—Mahmud al-Meridí, has vacilado y te has dejado vencer por habladurías y malas influencias. ¡Se acabó la confianza puesta en ti! ¡Al destierro! Hoy mismo, sin demora, tú, tus hijos, tus esposas, tus esclavos…, ¡toda tu gente! Saldréis de Mérida hacia la tierra de nadie. Esta es la decisión de los supremos jueces, refrendada por el emir.
Mahmud acogió sumisamente esta sentencia, y con gesto triste, abatido, cerró el puño y se golpeó el pecho.
El visir se detuvo un instante clavando en él su fiera mirada y luego le dio la espalda, dirigiéndose ahora hacia los cautivos.
—¡Vosotros sois los causantes de todos los males! —les espetó con desprecio a los dimmíes—. ¡En vez de estar agradecidos a nuestra benevolencia! ¡Ralea de perros orgullosos, gente contumaz y díscola!
Alzó la cabeza, dio una fuerte palmada y añadió:
—¡Cúmplase!
Los soldados rodearon a los cautivos. Unos los sujetaron por brazos, cabellos y ropas; a la vez que otros sacaron sus afiladas espadas y, en un rápido movimiento, les cortaron las gargantas.
Gritos de pavor brotaron entre el gentío, cuando el rojo brillo de la sangre roció el empedrado frente a la mezquita. Entre los degollados que convulsionaban agonizando, se veía al duc, flaco, pálido como el mármol, y al abad Simberto, con los ojos en blanco. Ambos se desangraban ante la mirada impotente de los cristianos de Mérida. Los alaridos de las mujeres rasgaban el aire y un impetuoso torbellino de ruidos discordes, de pisadas sobre la tierra seca, voces ahogadas y crujir de las maderas de las vallas producía una insoportable sensación de espanto.
Impasible, sin pestañear, el emir Abderramán permanecía como una estatua sedente que se hallara ajena ante la terrible realidad de aquellas muertes. En tanto sus visires proclamaban a voz en cuello:
—¡Perezcan de esta manera los enemigos de Allah! ¡Grande es Allah! ¡Gracia y bendición a su Profeta!
Una larga fila de hombres caminaba deprisa en la oscuridad, se dirigía hacia el norte, esquivando las aldeas de pastores, las casas de postas y los tramos más transitados del camino. Eran veinte, hambrientos y enfermos muchos de ellos, agotados por la fatigosa marcha; venían de muy lejos. Conservaban las vidas de puro milagro, pues habían navegado desde Barcino en un viejo barco, sorteando las costas de Levante, hasta el puerto de Awnaba en Al-Ándalus, donde desembarcaron para seguir a pie en dirección a Mérida. En la noche, procuraban guiarse por las estrellas; pero con frecuencia erraban perdidos, adentrándose por hostiles bosques saturados de espesa maleza, entre peñascos o por los cauces tortuosos de los arroyos, entre montañas. Sabían que apenas les quedarían dos jornadas de camino, pero eran las más peligrosas de su derrotero.
Estos esforzados hombres, que aventuraban sus vidas atravesando los dominios del emir de Córdoba, eran todos cristianos; aquellos veinte jóvenes dimmíes que partieron un año antes hacia el reino de Galaecia. Al frente de todos iba Claudio, el hijo del duc Agildo. Su compañero Aquila se había quedado en el Norte.
Amanecía y estaban detenidos en un claro, sobre una colina, con la piel de las piernas y los brazos cubierta de arañazos, magullados y con los miembros pesados. El sol se asomaba en un horizonte turbio y delante se extendían un declive tras otro, monótonamente sembrados de pardos arbustos y espesos encinares. Aunque no les faltaba el ánimo, porfiaban entre ellos acerca del lugar donde se hallaban, mientras avizoraban la enorme extensión que tenían delante.
Uno de ellos comentó:
—No me resultan familiares estos paisajes. Sigo pensando que nos hemos desviado demasiado de la ruta.
Claudio le miró muy serio y le dijo en voz baja:
—No debemos perder la paciencia precisamente ahora… ¡Con lo que llevamos caminado! No os preocupéis, estamos cerca de casa…
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó otro, perdiendo la mirada en la lejanía agreste.
—Seguir. ¿Qué otra cosa cabe? —contestó con resolución Claudio—. No creo que nos queden más de dos días de camino. Lo que pasa es que tal vez nos hemos desviado algo de la ruta, pero no tanto como para perdernos. Mirad donde sale el sol… No os preocupéis, vamos en buena dirección. Pronto hallaremos nuestra ciudad.
Allí mismo permanecieron durante todo el día, calmando su calor y su sed con el agua somera que manaba entre zarzas al pie de un roquedal. Y por la tarde emprendieron de nuevo el camino, ascendiendo por una abrupta pendiente. Divisaban desde lo alto lejanos campos que estaban en el mayor abandono, y pocas veces veían a alguien trabajando en los viñedos o junto a las alquerías.
Iban marchando hacia donde suponían que estaba el norte, cansados, embebidos en sus pensamientos, cuando oyeron ladrar a un perro.
—¡Hay pastores cerca! —exclamó uno de los jóvenes.
Corrieron todos hacia el lugar de donde provenían los ladridos. Al pie de un cerro, junto a un riachuelo, había un pequeño poblado de chozos. Las cabras triscaban ladera arriba, mientras algunos hombres, mujeres y niños corrían, escondiéndose entre los matorrales.
—¡No huyáis, no somos bandidos! —les gritó Claudio—. ¡Somos hombres de Dios!
Pero aquella gente asustada desapareció en la espesura.
En el poblado, ocultos en sus cabañas, solo quedaron algunos ancianos que apenas podían moverse. Y resultó que aquellas gentes también eran cristianas; rudos cabreros que vivían en los montes y que únicamente bajaban a los pueblos cuando había mercado.
En el tosco dialecto de los pastores arcaicos, extraña mezcla de lenguas rústicas y antiguas, el viejo patriarca que gobernaba la aldea les rogaba que respetaran sus vidas. Claudio le repetía una y otra vez:
—No somos malhechores; somos cristianos hermanos vuestros. No os haremos nada malo.
Tardaron en convencerle, pero al fin comprendió el anciano que no había peligro alguno y se puso a llamar a su gente. Regresaron los demás cabreros, timoratos, silenciosos, y les ofrecieron lo poco que tenían para comer: pan de bellotas y queso.
Claudio les preguntó si había novedades por los contornos, y el anciano jefe de la aldea, con semblante grave y parcas palabras, le respondió que había pasado cerca de allí un gran ejército camino de Mérida.
—El rey era; el rey de todos los moros.
—¡El emir de Córdoba! —exclamó Claudio.
Al día siguiente, de madrugada, partieron de allí repuestos y con paso más seguro. Descendieron de los montes dejándose guiar por un muchacho de la aldea que los condujo hasta unas alquerías próximas al camino principal que unía Córdoba y Mérida. A su vista se ofrecían rastrojos que amarilleaban, barbechos, viñas muy verdes y grandes choperas en las orillas de un río.
La luz de la mañana pronto les permitió distinguir la calzada a lo lejos, cruzando algunas míseras aldeas, cuyas casas de adobe apenas se destacaban del suelo rojo hecho de barro seco. Y al norte, al fondo del paisaje, se veía la silueta oscura de la prominente loma que coronaba el castillo de Alange.
Salustiana entró en la basílica de Santa Jerusalén y avanzó por la nave amplia, oscura y sofocante. Se dirigió al presbiterio y se arrodilló frente al ábside. Al pie del altar, estuvo mirando un sepulcro sencillo, en el mismo suelo, cubierto con una lápida de piedra en la que se leía esta inscripción:
AGILDO MARTYR DUC
La viuda del malogrado duc era alta, ligeramente encorvada; su cuerpo, roto por el sufrimiento de las últimas semanas, parecía vencido de costado; y su largo y pálido rostro, surcado por arrugas e hinchado levemente alrededor de los párpados, estaba iluminado por unos ojos muy claros, de expresión triste y lejana. Asomando por los lados del velo negro brillaban unos mechones de cabellos canosos. Toda ella respiraba sumisión, dolor, aflicción… Y por sus mejillas resbalaban lágrimas lentas.
La acompañaban sus hermanas, sus hijas y sus nueras. Todas se habían quedado prudentemente a distancia y la observaban compadecidas y apenadas.
También estaba allí el obispo Ariulfo, de pie junto a la sede, rodeado por el cabildo y los acólitos; vestían ropajes litúrgicos blancos, en contraste con los oscuros telones de terciopelo negro que cubrían los altares.
En el lado derecho del presbiterio, algunos nobles permanecían arrodillados, con gravedad en los semblantes; miraban con estática veneración la doliente estampa que componían Salustiana, la tumba y el áureo brillo de una cruz tachonada con piedras rojas que se alzaba en la cabecera.
Se inició un enfático canto de aire fúnebre, y el diácono se aproximó al obispo para entregarle el incensario. Ariulfo, con movimientos comedidos, se acercó hasta el sepulcro y lo fue rodeando a la vez que lo incensaba. Después se detuvo junto a Salustiana, también la incensó y la bendijo. Ella se santiguó tres veces con gestos bruscos y se echó a llorar.
Entre los presentes brotaban suspiros y el sollozo de alguna mujer.
Regresó el obispo a la sede y los acólitos pusieron el báculo en su mano. Todos estaban muy pendientes de él; anhelantes y desangelados, esperaban sus palabras. Sentose Ariulfo y, poniendo los ojos fijos en la altura de la bóveda curva y honda, empezó a hablar pausadamente:
—Caros hijos, estamos muy afligidos… —Hizo una pausa y se enjugó con los dedos los regueros de lágrimas que descendían por sus mejillas—. Esta sangre vertida por Cristo es vuestra propia sangre; es la misma que vertieron aquellos mártires gloriosos; la de Eulalia, la de Servando, la de Germán, la de Vicente, la de Félix…, ¡la de Santiago, la de Esteban, la de Pedro, la de Pablo…! ¡Es la misma sangre de Cristo!