—Dios tenga misericordia de todos nosotros —dijo el abad con abatimiento—. El demonio anda suelto y ha puesto precio a nuestras cabezas. Si los cordobeses han asesinado a esos pobres monjes, es señal de que no se apiadarán de nadie y menos de los cristianos. Marchémonos ahora mismo; aquí ya no hacemos nada.
—Debemos dar sepultura a esos santos varones como Dios manda —repuso el duc.
—No hay que arriesgar las vidas innecesariamente —observó el abad—. Será mejor regresar a Mérida cuanto antes. Los cordobeses han cruzado a esta parte del río y no deben de andar muy lejos de aquí. Volvamos a la ciudad y avisemos al valí de lo que ha sucedido. Cuando todo esto haya pasado, ¡Dios quiera que sea pronto!, vendremos a enterrar con dignidad a esos hermanos nuestros.
Cabalgaban de regreso sumidos en un triste silencio, roto solo por el ruido de las pisadas de los caballos. Ante ellos, y hasta los primeros árboles que crecían en la orilla, se extendían los campos de labor sembrados de trigo, aún sin recoger, que surcaba el camino. Alrededor de esta zona, se veía una densa masa de encinas y jara.
De repente, la tupida vegetación se agitó y estalló un feroz griterío. Del bosque salieron cientos de guerreros, y los zarzales junto al río se agitaron cuando los hombres que estaban ocultos aparecieron y comenzaron a aproximarse, amenazantes, con sus armas, espadas y lanzas en ristre.
Los caballos se encabritaron y aquella tropa enfurecida los rodeó por todas partes. Eran muchos para luchar con ellos y se entregaron.
Los cordobeses los prendieron y los ataron cada uno a un árbol, sufriendo los chaparrones de agua tibia y abundante de la tormenta que se desató poco después. Allí mismo permanecieron durante toda la noche. Cuando los relámpagos iluminaban fugazmente el claro del bosque donde estaban, veían a los soldados que dormían en torno suyo, cubiertos con sus pardas mantas. Pero ellos no pudieron conciliar el sueño ni un momento.
Por la mañana les hicieron marchar cautivos, amarrados de dos en dos por los codos. Eran aquellos cordobeses aguerridos, los ojos fieros, la tez oscura, la expresión suspicaz y sonriente. Hablaban entre ellos con aire de triunfo y crueldad.
Esta partida llevaba un gran número de presos, entre los cuales se encontraban algunos monjes de Cauliana que se habían librado de la matanza. También iban beréberes del alfoz. Uno de estos, que no dejaba de mirar al duc fijamente, de repente empezó a dar voces:
—¡Estos cristianos son gente importante entre los dimmíes de Mérida! ¡Son los jefes de los cristianos!
El oficial que iba al frente de la tropa prestó atención a lo que decía y mandó que se detuvieran. Se acercó y le preguntó al delator:
—¿Qué estás diciendo? A ver, dime quiénes son estos.
—Es el duc de los dimmíes, el que manda en todos ellos, y los otros son nobles y clérigos importantes de la ciudad.
El oficial, con gesto amenazador y sonriente, le puso a Agildo la punta de su espada en el cuello y le preguntó:
—¿Es cierto lo que dice este?
Agildo estaba rendido y febril; miró con frialdad al oficial cordobés, y este repitió la pregunta:
—¿Quién eres? ¿Es verdad lo que dice este? ¿Eres el jefe de los dimmíes?
—Sí; soy el duc de los cristianos.
El oficial se echó a reír.
—¡Vaya! ¡Menuda caza hemos hecho! El general nos recompensará hoy. ¡Marchando al campamento!
La esposa del duc, Salustiana, recostada contra la pared y con la cabeza echada hacia atrás, escuchaba las palabras del comes Landolfo, pronunciadas en voz baja, que brotaban, no obstante, de aquella boca grande rodeada de la espesa barba pelirroja, como surgiendo contenidas del fornido corpachón:
—No deberían haber ido a Cauliana precisamente ahora… Ya se lo advertí al abad Simberto: es una gran imprudencia salir de una ciudad sitiada. Pero ellos se confiaron suponiendo que los de Córdoba no habrían pasado todavía el río… ¡Qué atrevimiento! Total, para nada; porque nada podían hacer ya por los pobres monjes.
El pecho de Salustiana se agitó y sus ojos brillaron antes de que le brotaran las lágrimas. Luego preguntó en un susurro:
—¿Qué sabes de mi esposo? ¿Está vivo?
—Sí —respondió el comes—. Han respetado sus vidas, porque les interesa servirse de ellos para negociar…
—¿Para negociar? —le interrumpió ella en voz queda.
—Es algo frecuente en estos casos. Si los que mantienen asediada una ciudad consiguen capturar a alguien importante de los de dentro, lo usan como rehén para presionar e imponer sus condiciones. Seguramente buscarán que los cristianos de Mérida negociemos la liberación del duc y el abad a cambio de…
El comes calló. Salustiana veía en la sombra el vago contorno de su imponente figura, perfilada sobre el fondo claro del amanecer y, con voz temerosa, preguntó:
—¿Qué vamos a hacer?
Landolfo tardó un poco en contestar.
—De momento, lo más sensato es esperar.
—¿Esperar? ¿A qué hemos de esperar?
—A saber lo que piden.
Salustiana se incorporó desazonada, comprendiendo que en el fondo de aquella contestación había incertidumbre solamente. De pronto, resonó su voz fría:
—La muerte de mi esposo no os la perdonaré… ¡Nunca!
—Señora, tu esposo aún vive —replicó el comes.
Ella se irguió y, mirándole fijamente a los ojos, dijo sujetando su rabia:
—Ya tenemos aquí la guerra… Mi esposo trató de haceros comprender que era mejor tener paciencia y esperar a que Dios nos mostrara el camino. Y vosotros… ¡A las armas! ¿Qué pensabais obtener? Y al final mi pobre Agildo ha tenido que pagar las consecuencias de vuestra obstinación.
La voz pastosa y contenida de Landolfo contestó:
—Señora, el ejército de Córdoba está ahí, al otro lado del río, con la única intención de ocasionarnos mayores perjuicios. Ellos son los únicos causantes de nuestros infortunios. Si no nos defendemos, pereceremos todos. ¡Debemos defendernos! No me culpes a mí de lo que ha pasado…
Estando en esta discusión, llegaron dos hombres muy alterados gritando:
—¡Señores, han abierto las puertas de la ciudad! ¡Los cordobeses están entrando en Mérida!
—¿Qué estáis diciendo? —inquirió el comes—. ¿Os habéis vuelto locos?
—¡Es cierto lo que decimos! Lo hemos visto con nuestros propios ojos y venimos a avisarte… ¡Las puertas han sido abiertas y el ejército cordobés entra en Mérida! ¡Poneos a salvo!
Los ojos de Landolfo pestañearon con viveza y su rostro sobresaltado enrojeció de ira.
—¡Qué felonía! —rugió—. ¡Nos han vendido! ¡Malditos sarracenos! ¡Nunca debimos confiar en esos moros del demonio!
Salustiana, en cambio, suspiró y, alzando la mirada al cielo, repuso esperanzada:
—Quizá todo esté ya solucionado… ¡Dios nuestro, ayúdanos! ¡Mártir Eulalia!
En el barrio de los muladíes, unos recios golpes en la puerta despertaron al cadí Sulaymán. Llamaban sin cesar, con paciente tenacidad. Aún estaba oscuro; en el silencio, aquel obstinado repiqueteo le produjo inquietud. Se vistió con premura, corrió hasta el patio de la casa y se encontró allí con su hermano Salam, que les gritaba a los criados en ese momento:
—¡Necios! ¿No estáis oyendo? ¡Abrid de una vez!
Uno de los sirvientes descorrió el cerrojo y tiró de la puerta. Entraron varios hombres, exclamando angustiados:
—¡Los cordobeses! ¡Los cordobeses han entrado y están ya frente a la mezquita Aljama!
Los hermanos Aben Martín se miraron con espanto y confusión en los rostros.
—¡Vamos allá! —dijo Sulaymán.
Salam, turbado, dio un resoplido y murmuró con rabia:
—¿Qué diablos…? Esto huele a traición…
—Sí… —asintió el cadí, frunciendo el ceño, estremecido—. Ayer había rumores de que el valí se estaba dejando convencer… Finalmente se habrá acobardado y les ha abierto las puertas… ¡Qué gran error! ¡Vamos allá!
Salieron de la casa seguidos por un nutrido grupo de muladíes armados y atravesaron el barrio en dirección a la mezquita Aljama. La ciudad estaba desierta; las puertas y ventanas, cerradas; un silencio frío dominaba las calles.
Al pasar bajo el arco, se encontraron de frente una tropa de cordobeses a caballo, en actitud amenazante, con sus lanzas apuntando en todas direcciones. Sulaymán se fue directamente hacia ellos y les gritó con autoridad:
—¡Dejadnos pasar! Soy el cadí Sulaymán Aben Martín y estos son mis hombres.
—¿Dónde vais? —inquirió el jefe de la tropa.
—Voy al palacio del valí; es mi obligación unirme a su Consejo.
—Pasa tú solo; los demás deben quedarse ahí.
Sulaymán, en tensión, avanzó entre los caballos dejando atrás a los suyos; torcía el cuello hacia una y otra parte, mientras las puntas afiladas de las lanzas casi le rozaban; sus ojos miraban todo, sin creerse aún lo que veían. Aquella celeridad tan sorpresiva de los acontecimientos le había aturdido, embotándole la conciencia.
Cuando llegó a la puerta principal del palacio, uno de los guardias se precipitó a su encuentro y le anunció:
—Nadie puede pasar, cadí; tengo órdenes…
Sulaymán le apartó bruscamente, agitó las manos y exclamó ofendido:
—¡Qué dices, imbécil! Ve y anúnciale al valí que estoy aquí.
—Señor, no puedo…
—¡Haz lo que te digo!
El guardia entró en el palacio. Pasó un rato y salió el jefe de la guardia. Miró al cadí con aire sombrío y le dijo:
—El valí te espera, puedes pasar.
Todo el Consejo estaba reunido en la sala de Justicia, en completo silencio. Sulaymán avanzó hacia el estrado y, alzando la voz, le preguntó al valí:
—¿Por qué les has abierto la puerta? ¿Qué te ha pasado? ¿Por qué les has franqueado el paso?
Mahmud se puso en pie, dejó vagar la mirada por el salón, y respondió tosco:
—Las circunstancias han cambiado.
—¿Las circunstancias? ¿Qué circunstancias? —replicó el cadí—. ¡Exprésate con claridad!
El valí se inclinó hacia delante y empezó a hablar con su voz monótona:
—Ayer, querido cadí Sulaymán Aben Martín, hermano nuestro, recibí una misiva del general de los cordobeses… Una misiva que me hizo reflexionar…
Guardó silencio durante un momento, mientras se daba tirones de la barba. Después prosiguió:
—Se me anunciaron una serie de cosas…, cosas importantes que me ayudaron a recapacitar. Al fin y al cabo, ¿no soy yo el responsable de esta ciudad? ¿Y quién me nombró? Fue el emir, el príncipe de los creyentes, quien depositó en mí este poder y esta responsabilidad; fue Alhakén de Córdoba quien me otorgó su confianza y ahora… En fin, querido Sulaymán Aben Martín, ahora es su hijo y sucesor, Abderramán, quien me pide en persona que le abra las puertas de Mérida y le reciba como le corresponde, pues es nuestro señor y dueño.
El valí guardó silencio cuando se presentó azorado uno de sus consejeros y le cuchicheó algo al oído. Palideció Mahmud y le hizo una indicación con la mano al secretario privado. Este fue hacia el ángulo izquierdo de la sala y abrió una alta puerta, dando paso a un viejecillo vestido de blanco, de andar vacilante. Bajo su turbante abultado, temblaban una pequeña cara gris y una larga barba completamente cana. Tras él, venía un hombre joven, alto y apuesto, ricamente vestido; los ojos vivos, saltones, y la mirada orgullosa y ardiente.
Todos en la sala, incluido el valí, se arrojaron de bruces al suelo y el anciano anunció con aguda voz:
—Nuestro señor Abderramán está aquí, ¡el que ordena! ¡Allah es Grande! ¡Gracia y bendición a su Profeta!
En la plaza que se extendía entre el palacio del valí y el arco de Aljama, delante de la puerta principal de la mezquita, habían construido un gran entablado en cuyo centro se veía un trono encumbrado. Los aguerridos miembros de la guardia del emir estaban por todas partes; sus armaduras brillaban y los negros penachos de sus altos yelmos sobresalían por encima de todas las cabezas, como las afiladas puntas de sus lanzas. La multitud, cohibida y expectante, se iba congregando y no se atrevía a situarse cerca del estrado.
Un rumor tenue, hecho del murmullo de las voces temerosas, susurrantes, crecía en esta parte de la ciudad a medida que la gente llegaba, como en oleadas, afluyendo desde los diversos barrios. De vez en cuando, se oía el restallar de los látigos o el estridente golpear de las varas contra el suelo; cuando un noble preeminente, un miembro del Consejo o cualquier otro prócer llegaba a la plaza precedido por su cortejo o acompañado por su parentela.
Salustiana y toda su familia vinieron caminando, pues estaba prohibido terminantemente acudir con bestias. Custodiaban a la esposa y los hijos del duc el comes Landolfo y un buen número de preclaros cristianos emeritenses, caballeros y también algunas damas. Fueron avanzando lentamente, pasando entre la muchedumbre, mirando de reojo a la derecha y hacia atrás a la gente sombría; todos se hallaban sobrecogidos por un mismo sentimiento de aflicción.
Poco después, aparecieron los jefes de los muladíes: el cadí Sulaymán Aben Martín y su hermano Salam, los seguían el prefecto y un grupo de hombres importantes de su barrio. Caminaban con aplomo y dignidad, serios y orgullosos, luciendo sus grandes espadas en los cintos, pertrechados con petos antiguos, lorigas, cotas de mallas y holgados capotes de paño basto.
Los judíos se quedaron algo distanciados de la mezquita, en el ángulo izquierdo de la plaza, donde desembocaba el callejón estrecho que conducía al intrincado laberinto de la judería. Estaba entre ellos el almojarife, Datiel ben Ilan, rechoncho, de vivos ojos negros y cara redonda, vestido ricamente con ropón de Damasco y manto morado. A su lado, resaltaba la figura esbelta y bien proporcionada de Abdías ben Maimun; la barba y el cabello rizados, canosos y largos, la nariz bien dibujada y un aire entre dulce y melancólico. A sus espaldas, los rabinos y los jueces hebraicos tenían graves los semblantes bajo sus oscuros gorros.
De esta forma, se estuvieron acomodando como podían cuantos de una manera u otra tenían algo de autoridad en la ciudad. El espacio era reducido y no había sitio para el resto. Además, eran muy estrictas las órdenes dadas por los secretarios del emir: solo debían acudir a la recepción quienes tuviesen un título, un cargo o un nombre reconocido en las diversas comunidades; pues no le estaba permitido a cualquiera poner sus ojos directamente en la presencia del poderoso Abderramán.