—¡Eso es! Pero de ninguna manera penséis que sienten odio o desprecio hacia vosotros. Es solo caridad lo que sienten; caridad y mucha compasión.
Todos se quedaron en silencio, mirándole muy fijamente. El rostro del joven enrojeció entonces, sus pestañas parpadearon, pero no dijo ninguna palabra, solamente comía ya, como si se hubiera excedido hablando demasiado.
—¡Bueno, no hay que ponerse triste! —dijo Salustiana dando una fuerte palmada—. Lo principal ahora es que sabemos que nuestros parientes del Norte están bien y que muy pronto también ellos tendrán noticias nuestras. Porque… —se dirigió a Aquila—. ¿Hasta cuándo te piensas quedar entre nosotros?
Él se puso muy serio por primera vez, se volvió hacia el abad Simberto, que estaba a su lado, y le preguntó con comedimiento:
—Tío, ¿puedo decírselo?
El abad tenía grave el semblante, asintió bajando la cabeza:
—Debes decirlo ahora.
El joven recobró entonces su sonrisa y reveló con tono sincero:
—Yo no he venido solo de visita. Estoy aquí enviado por mi padre porque tanto él como la gente del Norte desean saber cuál es vuestra situación y buscar la manera de ayudaros.
—¿Ayudarnos? —le preguntó Agildo—. ¿Cómo?
El abad se puso en pie y, con gran exaltación, afirmó:
—¡En la Galaecia quieren restaurar el antiguo reino godo! ¡De eso se trata! ¿No os dais cuenta de lo que eso significa? Con la ayuda de Dios y el esfuerzo de todos, la antigua y sagrada monarquía puede volver a reinar y Toledo recuperará su dominio y su grandeza. Nuestro reino dormido despertará de su letargo…
El duc pareció horrorizarse repentinamente, enmudeció y se quedó con ojos espantados mirando a Simberto. Este prosiguió con mayor ardor aún:
—¡Es lo que siempre hemos esperado! ¡Es la Parusía, el ansiado regreso de nuestros reyes! ¡Y nosotros debemos aunar nuestras fuerzas desde aquí! ¡Todos debemos luchar con denuedo por la causa! ¡Debemos sacrificarnos!
Salustiana soltó un gran suspiro y exclamó:
—¡Qué miedo! ¡Eso sería la guerra…! ¡La guerra otra vez!
—Vivimos en guerra hace tanto tiempo… —observó el abad—. ¡Nos hacen la guerra diariamente! ¡Nos acosan, nos extorsionan, nos asfixian a impuestos…! ¿Acaso vivimos en paz?
—Un momento… —dijo Agildo con gran inquietud en el semblante—. Debemos esperar a que esa embajada regrese de Córdoba. Ha sido decisión de todos reclamar al emir. Por una vez en muchos años, árabes, beréberes, muladíes, judíos y cristianos hemos estado de acuerdo en hacer algo unidos… ¿Vamos a tirar por tierra ese logro en aras de una guerra incierta?
—¡¿Incierta?! ¡Es nuestra causa, la causa de la cristiandad!
—No sé… —contestó dubitativo el duc—. Así, tan de repente…
—No es ninguna improvisación —repuso Simberto—. ¿No has oído que es algo meditado concienzudamente? El rey Alfonso II está decidido.
—Así es —añadió Aquila—. En el Norte se sueña con ello. Y nuestro rey ha solicitado la ayuda de los francos, como ya se hiciera en su tiempo cuando vino Carlos el Grande.
—¿Lo ves? —dijo el abad—. ¡Solo faltamos nosotros!
—Pero… ¿qué podemos hacer aquí? —respondió el duc—. No tenemos ejército, ni armas, ni organización militar alguna… ¡Todo lo perdimos en la última revuelta hace diez años!
Simberto le dijo a su sobrino:
—Anda, expón el plan tal y como me lo explicaste esta tarde.
—En el Norte se comprometen a enviar ayuda —dijo el joven—. Irán mandando poco a poco y con sumo secreto armeros y militares que vendrán camuflados entre los mercaderes. Ellos nos ayudarán a fabricar armas y todo lo necesario para organizarnos.
—¡Dios mío, qué locura! —gritó Salustiana—. Lo descubrirán y nos matarán a todos… ¡A mi padre lo mataron en la última guerra! ¿Cómo vamos a olvidarnos tan pronto? ¡Pereceremos todos!
—¡Confiemos en Dios! —alzó la voz Simberto—. ¿Somos acaso gente sin esperanzas? ¿Hasta eso nos han robado los demonios sarracenos?
El duc se levantó y deambuló pensativo por la sala. Luego dijo:
—Todo esto debe meditarse con detenimiento. Necesitamos más opiniones de la comunidad. Hay que hablar con el obispo Ariulfo.
—Ya sabes que no estará de acuerdo —dijo Simberto—. Es timorato y… En fin, ¡no es un hombre decidido!
—Pues acudiremos a solicitar el consejo del abad de Cauliana —propuso entonces el duc—. Él es un hombre anciano y sabio que sabrá decirnos lo que debemos hacer.
El rabino Nathan, un vejete barbudo, menudo y de mejillas cubiertas de venillas azuladas, escuchó todo lo que Abdías ben Maimun vino a contarle, sonrió con apreciable expresión escéptica y dijo:
—Querido Abdías, una y mil veces te he prevenido frente a esa obsesiva manía tuya de ver signos y señales en cualquier cosa… ¿No te das cuenta de que eso es pura y simple superstición?
—De lo que me doy cuenta es de que se cumplió mi premonición —repuso Abdías en tono serio—. El día anterior al que el almojarife y yo concertamos ese beneficioso negocio me picó una pulga en el dorso de la mano y supe, con toda claridad, que iba a ganar un dinero extraordinario. ¡Precisamente cuando más lo necesitaba!
El rabino Nathan estalló en una carcajada y replicó:
—¡Tonterías! Si estás constantemente prestando atención a lo que te sucede en cada momento, descubrirás señales por todas partes. Además, el pueblo de Israel tiene prohibido creer en supersticiones. Y te digo esto porque está escrito en el Libro del Levítico: «No hagáis como las cosas de la tierra de Egipto, ni como las cosas de Canaán; ni andéis según sus costumbres». Rabí Meir explica en el Talmud que este mandato se refiere a las costumbres supersticiosas de los amorreos. Como ves, nuestros sabios nos han aleccionado desde muy antiguo frente a tales peligros.
—Tú lo llamas superstición, rabino, y yo te escucho y te respeto siempre, bien lo sabes; pero tengo mis inspiraciones y cuando me guío por ellas no suelo equivocarme.
—¿Ah, no? —dijo el anciano maestro—. Mira lo que hiciste con tu preciosa hija Judit al-Fatine, la Guapísima: te empeñaste en casarla con el tullido Aben Ahmad y… ¡mira cómo le ha ido a la pobre!
—¡Un momento! —respondió Abdías ofendido—. Aben Ahmad no estaba tullido cuando se casaron. El día que me cagó encima la cigüeña estaba como un jayán. El desgraciado accidente que le rompió la espalda sucedió después.
—Antes o después, no ha sido el matrimonio feliz que tú vaticinabas.
Abdías sacudió la cabeza y dijo visiblemente contrariado:
—Ya veremos si me equivoqué o no…
—¿A qué viene eso? —observó burlándose el rabino—. Tu hija es ahora una viuda. ¿Qué le ha quedado de ese dichoso matrimonio?
Abdías añadió entonces:
—Ya veremos si la viudedad va a ser finalmente el camino de su felicidad…
—¿Qué quieres decir?
—Que, para ser viuda, es necesario haber estado antes casada. Y digamos que ese primer requisito ya está cumplido…
Se quedó en silencio, como tratando de evitar decir demasiado.
Nathan notó su turbación y le preguntó en tono amenazador:
—¡Me asustas, Abdías ben Maimun! ¿Qué diablos se te ha metido ahora en la mollera? ¡No ofendas al Eterno con tus absurdos augurios!
Abdías contestó en tono amargo:
—¡Maldita sea! ¡No puedo evitarlo!
—Pues debes intentarlo al menos —le ordenó el rabino—. No puedes vivir como un ignorante que da la espalda a nuestra ley y a nuestras venerables tradiciones. Ahí afuera, entre los cristianos descendientes de los paganos romanos y godos, hay gente torpe y supersticiosa que se cree todas esas tonterías acerca de encender velas a sus ídolos, hacer procesiones y venerar cruces… ¡Nosotros, los hijos de Israel, no somos así! Ni siquiera el Talmud lo leemos como si uno esperara un mensaje divino, porque no nos dice qué debemos hacer en cada momento. Podemos estudiarlo una y otra vez y, con todo, mucho de lo que hay en él no nos dará señales ni signos. El Talmud nos hace comprender lo que somos, es una herramienta, pero no una ventana mágica para averiguar el futuro.
Abdías le escuchaba pensativo, algo avergonzado. El maestro Nathan prosiguió con autoridad:
—¡Con lo que llevamos pasado! ¡Solo faltaba eso, que nos volviéramos ahora hacia las supersticiones de los paganos de antaño! Pues quedan ya muy lejos aquellos tiempos; muchas generaciones han pasado desde que nuestros antepasados pusieran el pie en estos suelos, tierra que para ellos, lejos de la madre patria perdida, acabó convirtiéndose en una segunda tierra de promisión, cuando Roma gobernaba aún el mundo. Luego llegaron los bárbaros y guerras continuadas… ¿No te das cuenta? ¡Cuántas tempestades del acontecer de los hombres en el mundo ha resistido el pueblo de Israel! Aparece un reino, otro desaparece, pero Israel permanece siempre…
—Está bien, está bien, he comprendido —dijo Abdías con una débil voz, vencido por estos argumentos.
—Pues no se hable más del asunto —zanjó la conversación el rabino—. Y ahora, dime: ¿qué va a ser de tu hija Judit?
—Ha vuelto a nuestra casa. ¿Qué otra cosa podría hacer? La hermana de Aben Ahmad se quedó con la casa y con las escasas pertenencias del matrimonio. Mi hija no tiene donde ir, si no es con nosotros.
—Eso está bien. Es joven aún y dotada de tal hermosura que no le faltará un buen pretendiente.
—Ella se niega a pensar siquiera en eso.
—Ya se le pasará por la cabeza. La naturaleza es sabia…
—Son tiempos difíciles estos —comentó Abdías—. Con los malditos impuestos y las malas cosechas, nadie piensa sino en salir adelante como puede… En mi casa somos ya veinte personas sentadas a la mesa… ¡Todo sobre mis espaldas! Ahí no hay más ganancias que las que yo aporto. Y menos mal que pudimos hacer el negocio ese de la pila. Al menos podré ir tirando durante el año; porque la cosa estaba ya muy mal. ¿Cómo no voy a creer en lo de la pulga, con lo que se me venía encima?
El maestro Nathan puso en él una mirada feroz:
—¡Deja de una vez lo de la condenada pulga! ¿No puedes pensar en que el Eterno se compadeció de ti?
—¡Ay, Él nos tenga a salvo! —suspiró Abdías.
El rabino se quedó pensativo y luego le preguntó:
—¿Y tus parientes de los baños? ¿Cómo les va?
—¿Los de Alange? —respondió él—. ¡Esos no tienen problemas! Allí están protegidos por el señor Aben Marwán y salen muy bien adelante con el negocio de las aguas. Mi hermana Sigal es muy lista, una criatura verdaderamente bendecida.
—¿Y por qué no envías con ella a Judit? —observó sonriente Nathan—. Seguramente estará encantada y le dará alguna ocupación en la cocina o en los huertos.
A Abdías se le iluminó el rostro.
—¡Qué buena idea! ¡Bienaventurada la hora que se me ocurrió venir a conversar contigo, maestro!
Durante el viaje a las fuentes de Alange, Judit dejó escapar algunas lágrimas. Su padre Abdías ben Maimun y ella cabalgaban a lomos de sendos rucios por el camino que discurría paralelo al cauce del río. La luz de la madrugada caía sesgada, bañando las orillas lisonjeras y haciendo refulgir el camino en un tono rojizo, como si de fuego se tratase. Las hojas de los árboles brillaban en movimiento y los guijarros de las corrientes lanzaban destellos semejantes al metal pulido. De vez en cuando alzaban el vuelo los extraños patos silvestres, escandalosos; o alguna garza, por contra, silenciosa, que se perdía como una sombra gris, río adelante, en la espesura.
—Vamos, hija, no estés triste —le decía su padre cuando ella lloraba—. Ya verás como te vas a alegrar… Es lo mejor que podemos hacer.
No obstante sus lágrimas, ella se sentía liberada, y realmente lo estaba tras salir de aquellos años de encierro e infelicidad y verse repentinamente bañada por la luz matinal del verano. Tal vez lloraba por eso y no por irse de casa; pero tales sentimientos no podía comunicárselos a su padre. Y él se creía en la obligación de convencerla durante el camino de que la mejor solución para su estado y sus problemas era alejarse de Mérida y hacerse una vida en otro lugar. Le decía:
—No puedes encerrarte ya de por vida y convertirte en una vieja. ¡Eso sí que no! A fin de cuentas, no hay mal que por bien no venga; porque si Aben Ahmad te hubiera dejado hijos y patrimonio, no te quedaría más remedio que seguir llevando la casa y sacarlos adelante, como una mujer musulmana. Y ya sabes cómo son ellos en sus cosas… Habrías perdido tu libertad para siempre. Sin embargo, en otro sitio, en otro pueblo, con gente diferente, pero entre familiares… ¡Ya verás como te vas a alegrar, hija mía!
No eran necesarios estos argumentos. Porque en el fondo de su alma Judit estaba llena de ilusiones y de curiosidad. Pensaba para sí, nerviosa, que posiblemente al fin iba a encontrar gente diferente; familiares y amistades que le permitirían vivir de manera más libre y más feliz. Y con estos sentimientos cabalgaba anhelante y esperanzada, porque la aflicción de los días anteriores se quedaba atrás a la misma velocidad que ella se alejaba de Mérida.
—¡Mira! —señaló el padre—. ¡Mira qué lindos campos! Allá arriba, en todo lo alto del monte, el castillo del señor Aben Marwán; y al pie, el pueblo, ¿lo ves? Al otro lado de la loma están las fuentes. ¡Qué maravilla!
—Me acuerdo de todo perfectamente —dijo ella—. Aunque la última vez que vinimos era yo muy niña. Es verdad que todo esto es precioso.
—¡Ay, qué alegría tan grande me da verte ilusionada! Yo te aseguro que no te arrepentirás.
Padre e hija tomaron una desviación y se apartaron del camino que iba paralelo al río. El nuevo sendero siguió al principio el linde del bosque y luego pasó junto a unos cerros completamente cubiertos de arbustos; atravesaron manchas de almendros jóvenes y olivos, con algunas encinas viejas, altas y nudosas, que se alzaban solitarias en los claros donde no hacía mucho se habían talado otras. Después la pendiente se hizo más dura al ir aproximándose a la aldea, cuyas casas rojizas se apiñaban, como perdices asustadas, sobre la colina.
Una vez que alcanzaron la cima, el sendero se bifurcaba delante de los pobres muros de adobe que las últimas lluvias habían deshecho y que caían como montones de barro seco ladera abajo.
Dubitativo, Abdías dijo:
—A las fuentes se puede llegar por dos caminos: cruzando la aldea y descendiendo tras la mezquita hacia la parte baja donde están los huertos, o bien por encima, por el pie del monte donde se asienta el castillo.