Más tarde, alegremente, les dio por hablar. Como si le contara travesuras infantiles, Judit le refería a Muhamad cosas de su vida pasada. Había tenido que vivir con un hombre enfermo al que no amaba y al que tuvo que cuidar a todas horas. Pero, aun siendo la suya una historia aparentemente muy triste, en su porte, en sus palabras y hasta en el timbre mismo de su voz animosa resplandecía una jubilosa audacia.
Muhamad la escuchaba, con sus enormes ojos muy abiertos, en silencio, abrumado por el profundo contenido de aquella sencilla historia de una mujer prodigiosamente dotada de hermosura, que durante algunos años, con resignación, se había sentido obligada a llevar una vida que no le pertenecía.
—Por eso he odiado siempre a las cigüeñas —concluyó Judit en voz queda, bajando la cabeza—. Porque me parecía que por su culpa me convertí en la criatura más desdichada de la tierra…
Él sonrió y sus ojos oscuros la acariciaron dulcemente.
Ella le tomó la mano y, estrechándola entre las suyas, prosiguió:
—Pero al fin he comprendido que en el fondo había algo de razón en las manías de mi familia… ¡Qué cosas pasan!
Después de decir esto, Judit dejó que su mirada se perdiera en la lejanía, hacia la franja color púrpura donde el sol acababa de ocultarse.
Muhamad no terminaba de comprender del todo el sentido de sus palabras y simplemente escuchaba riendo sus historias y la miraba con ojos cariñosos. Esbelta, de piernas bien formadas, ella descansaba apoyada en la almohada y sus ojos miraban todo con expresión juvenil. El corazón del joven se acercaba a aquella mujer tierna y desenfadada, de cuyo interior parecía brotar mayor belleza a cada momento, y trataba de hallar algo oportuno que decirle.
Mas, un instante después, Judit volvía a hablar con sencillez, inocentemente.
—¡Qué cosas! La vida es verdaderamente muy rara —dijo, después de un suspiro—. Y yo, que creía que todo eso del amor no estaba hecho para mí… ¡Y ahora me corresponde mi parte de mierda de pájaro!
Muhamad soltó una sonora carcajada y luego, acariciándole el pelo con el dorso de los dedos, repuso con ternura:
—Eres todavía muy joven. Y muy guapa…
Ella sonrió y movió la cabeza. Su pelo parecía desprender luz, como su rostro claro.
—No tienes necesidad de decírmelo todo el tiempo.
—Te llaman Judit al-Fatine, la Guapísima…
Judit se estremeció.
—Y a ti deberían llamarte el Guapísimo.
Se besaron largamente… El silencio y la oscuridad se iban haciendo más densos. Abajo, en los patios del castillo las voces sonaban más suaves.
—Te voy a ayudar —dijo quedamente Muhamad—. Me parece injusto todo lo que has sufrido y quiero hacer algo por ti.
Ella rio, se apartó un poco y respondió:
—No sabes cuánto me has ayudado ya.
Muhamad se levantó y se acercó pensativo a la ventana; se movía con esa lentitud tan suya, con pesadez, con una especie de precaución extraña, como si temiera asustarla. Inspiró aire, levantó la cabeza y, cerrando los ojos, murmuró:
—¿Por qué no te quedas aquí a vivir?
Judit sonrió con cara de felicidad; pero enseguida suspiró con pesadumbre y, con aire prudente, contestó:
—Debo regresar a casa de mi tía.
—Te acompañaré.
—Solo hasta la entrada de los huertos.
Ella se vistió, se envolvió con el pañuelo la cabeza. Bajaron por las escaleras de la torre y salieron cabalgando por el sendero que descendía en empinada pendiente. Pasaron por delante de los graneros y, antes de llegar a los muros medio derruidos que había delante de los huertos, Muhamad detuvo al caballo, echó pie a tierra y ayudó a Judit a desmontar.
En la puerta, ella se paró un instante, se arregló el pañuelo y echó en derredor una mirada. Él contempló la afectada soltura de sus ademanes, la expresión de cansancio y fastidio reflejada en su bonito rostro, y el tímido centelleo, confuso y mal disimulado, de sus ojos huidizos y dichosos. Allí se despidieron con una larga mirada.
Judit atravesó los huertos canturreando. No se dio cuenta de que su tía aguardaba bajo una palmera y se asustó cuando le salió al paso. Había oscurecido y Sigal surgió como una sombra.
—¡Ay! —gritó la Guapísima.
Con los brazos cruzados sobre el pecho y un ademán cariñoso, pero autoritario, la tía le dijo:
—No son horas estas para que una mujer joven ande por ahí sola.
—No he estado sola —repuso Judit—. Fui a buscar nidos con el señor del castillo.
Sigal soltó una carcajada ronca.
—Otra paloma en las garras del halcón —expresó con ironía.
—¿Qué quieres decir?
La tía le dirigió una mirada de mudo reproche, y Judit observó en tono de advertencia:
—No soy una chiquilla… ¡Soy una viuda! Nadie va a decirme ahora lo que debo o no debo hacer…
—Vamos adentro, se hace de noche —propuso Sigal, poniéndose muy seria.
Las sombras del crepúsculo acechaban ya tras los árboles. Entraron en la casa y fueron a la sala, iluminada con dos lámparas de aceite. Enseguida resonó la risa chillona de Adine, que estaba sentada sobre una estera en el suelo.
Judit se conmovió y se llevó una mano al pecho. Un sollozo, seco y fuerte, le oprimió la garganta; pero lo dominó y, con una tristeza que la rejuvenecía, manifestó:
—¿No tengo yo derecho a ser feliz? ¡Oh, si supierais…! Hay veces en que parece que el cielo baja a la tierra… ¡Ojalá pudiera explicarme como esos poetas que hacen canciones!
Nadie le contestó. Vacilando suavemente sobre las piernas, ella se dejó caer de rodillas en la estera, se miró las manchas de excremento de ave en el vestido y, señalándolas con orgullo, prosiguió:
—¡Mirad! ¡Mirad esta mierda que me ha caído encima! ¿No os dais cuenta de que son las señales de mi felicidad? ¡Claro que amo a Muhamad! ¿Qué otra cosa esperabais? Es guapo, inteligente, amable… Cualquier mujer del mundo se sentiría feliz si se cruzase en su camino un hombre así…
Hablaba alzando la voz, con una sonrisa pensativa en los ojos brillantes, y tenía en la mirada el fuego de aquel júbilo no comprendido, pero que su tía y su prima podían ver con claridad.
Sigal se acercó a ella e, inclinándose, le acarició suavemente el cabello revuelto. Judit le tomó la mano y, alzando su cara ruborosa por haber estado todo el día al sol, suspiró con aire cansado.
—¡Cuántas tonterías he dicho! —Se levantó—. Ahora va a resultar que tengo tantos pájaros en la cabeza como mi padre Abdías ben Maimun.
Su tía se sentó junto a ella, la abrazó por los hombros y, mirándola a los ojos, le dijo con cariño:
—No pienses más en esas cosas. Toma una taza de leche caliente y ve a dormir.
Cuando Muhamad despertó, en su pecho palpitaba una alegría grande, ardiente. Un alentador sentimiento de gozo, que era a la vez ansiedad y deseo, daba ánimos a su corazón, y le impulsaba a levantarse inmediatamente e ir hasta los baños para encontrarse con Judit. Quería saltar de la cama, reír, gritar y sacudirse esa pereza pesada que normalmente le embargaba por las mañanas y que, curiosamente, ahora le resultaba muy fácil de vencer.
Un rayo de sol matinal atravesó la ventana, jugueteando alegremente, y en alguna parte brotó un murmullo de voces que fue creciendo.
La puerta de la habitación se abrió despacio y alguien penetró con torpes movimientos, haciendo ruido. En la penumbra, Muhamad distinguió la silueta grande y desgarbada de su criado Magdi, que se aproximaba al lecho fatigoso, murmurando:
—¡Amo, debes levantarte! Tienes visita…
Muhamad, incorporándose calmoso, preguntó:
—¿Visita? ¿Qué visita?
El criado fue hasta la ventana y la abrió. La luz penetró a raudales en la estancia.
—Levántate, amo, y asómate. ¡Mira lo que hay abajo en el valle!
La alcoba de Muhamad estaba en la torre más alta del castillo. Desde la ventana podía contemplarse una amplia extensión de terreno; una franja montuosa al pie de la sierra, el puente que cruzaba el río y después una llanura con suaves ondulaciones. En el camino que atravesaba los campos que fulguraban verdes bajo el sol, negreaba una interminable fila de hombres a pie y a caballo que avanzaba hacia el norte.
—¡Por el Profeta! —exclamó Muhamad—. ¡El ejército!
—Sí, amo. Y el general que va al frente está aguardando en el patio. Pide verse contigo.
Se vistió Muhamad y bajó para ir al encuentro del militar. Venía este envuelto en una larga prenda de cuero, con remaches de hierro, que descubría las piernas guarnecidas, y los pies calzados con altas botas; sobre los hombros, capa de paño granate; unas manoplas negras le colgaban del cinturón y un gorro con plumas de garza cubría su cabeza. Era el general fornido, muy moreno, de nariz fuerte y bien dibujada, las barbas grandes y la mirada sombría; tenía un aspecto grave, misterioso, que infundía una vaga inquietud.
—Soy Harith Aben Bazi —dijo escuetamente, con dura voz—. Me envía el emir.
Muhamad, parpadeando, exclamó asustado:
—¿Ha llegado el momento?
El general se acarició la barba con empaque y respondió:
—Sí. No hay tiempo que perder. Reúne a tu gente enseguida y únete a mi ejército, que nos espera en el camino.
Y volvió a guardar silencio, sombrío.
Muhamad estaba como paralizado. Fijó en él sus ojos oscuros y profundos, en actitud de interrogante espera. Su vigoroso cuerpo se inclinó hacia delante; su faz curtida parecía pálida, enmarcada por el cabello negro y liso.
—Pero… ¿ya va a ser? —balbució—. ¿Hoy mismo? ¿Así, tan de repente?…
Aben Bazi le miró desdeñoso.
—Acabo de decírtelo. ¿Sigues acaso dormido? ¡Vamos!
—Mi padre está en Mérida —contestó Muhamad con preocupación—; toda mi familia está allí…
—¿Y qué?
—Debo advertirles de lo que se avecina. Si tus hombres asaltan la ciudad, no tendrán contemplaciones con nadie. Mi padre ha esperado ansiosamente este momento para ponerse con toda nuestra gente a las órdenes del emir y ahora esto les va a coger por sorpresa. ¡Hay que avisarle!
—Mi ejército llegará esta tarde frente a las murallas —dijo el general—. Todavía estás a tiempo para enviar a alguien.
Muhamad se dirigió entonces a un criado y, apremiante, le instó:
—Coge mi mejor caballo y galopa lo más rápido que puedas hasta Mérida. Dile a mi padre lo que sucede y convéncele de que deben salir de la ciudad antes del mediodía. Si no lo hicieran, sus vidas correrán peligro… ¡Corre! Y procura que nadie sepa que ese ejército pretende asediar la ciudad. Si alguien te pregunta, di que la hueste va camino del norte y que sorteará Mérida.
Desde la torre más alta de la fortaleza, el valí Mahmud y su Consejo observaban la nube de polvo que se alzaba al otro lado del río. La avanzadilla del ejército del emir se entretenía saqueando el arrabal que se extendía por las orillas. Ardían las fondas, las casas y las cuadras, y de los rebaños que solían concentrarse en la explanada no quedaba ya ni un solo animal vivo. Los despiadados guerreros montaban sus cabalgaduras veloces describiendo círculos, agitando sus lanzas empenachadas y lanzando agudos gritos. Se escuchaba el tronar de las hachas destruyéndolo todo, mientras una interminable fila de soldados, con sus manadas de bestias, iba aposentándose en los campos, levantando sus negras tiendas.
Con angustia mortal, también las gentes de Mérida contemplaban el amenazador panorama desde sus terrazas y el clamor del pánico recorrió toda la ciudad.
El valí se dirigió al jefe de la guardia y, con la preocupación grabada en el rostro, inquirió:
—¿Cómo es posible que nos hayan sorprendido de esta manera? ¿Por qué no ha venido nadie desde la atalaya a dar el aviso? ¿Se puede saber qué ha pasado?
Azorado, el jefe de la guardia respondió:
—Es el castillo de Alange el que debería haber dado la alarma… No sabemos qué ha podido suceder. Nadie desde allí vino a comunicarnos nada…
—¡Es incomprensible! —exclamó con enfado Mahmud—. Nadie, ni un pastor, ni un campesino, ni un viajero… ¡Nadie nos ha avisado!
—Señor, la defensa de la ciudad está garantizada —indicó el jefe de la guardia tranquilizadoramente—. Por grande que sea ese ejército, no podrá hacernos el menor daño. El río está muy crecido y no pueden vadearlo por ninguna parte. Nuestras murallas son infranqueables y ya están todas las puertas cerradas y todos los bastiones guarnecidos… A estas horas los nuestros se están armando y se ha mandado aviso a los pueblos y aldeas de esta parte de las orillas para que la gente venga a defender Mérida. No hay por qué preocuparse.
El valí se dirigió al Consejo con pesadumbre en la mirada y dijo:
—No podremos resistir un largo asedio. Bien sabéis todos que el año pasado las cosechas fueron muy pobres y las de este año aún están en los campos sin recoger. ¡Esto será la ruina definitiva para Mérida!
Uno de los notables se adelantó entonces y dijo en tono reprobatorio:
—No debiéramos haber ofendido al legado del emir… Y ahora… ¿cómo saldremos de esta?
Mahmud le miró agobiado y contestó:
—¿Quién iba a suponer que detrás del legado venía todo ese ejército?
—¡La culpa es del señor de Alange, Muhamad, el hijo de Marwán! —intervino otro de los notables—. A él le corresponde vigilar los territorios del sur y avisar de cualquier amenaza que venga por esa parte. Es imposible no ver en la lejanía un ejército como ese. ¡No nos ha avisado como era su obligación! ¡Nos ha traicionado!
El silencio se hizo profundo al resonar de aquella voz firme. Los miembros del Consejo de removieron con inquietud y empezaron después a gritar casi al unísono:
—¡Traición!
—¡Nos han engañado!
—¡Los Banu Yunus son unos traidores!
—¡Muerte a Marwán y a su hijo Muhamad!
El valí osciló pensativo de derecha a izquierda, se pasó la mano por las barbas grandes y rizosas, y gritó con cólera:
—¡Traed a mi presencia inmediatamente a Marwán Aben Yunus!
El duc Agildo sentía una tristeza tumultuosa en el fondo de su alma. Después de comer, se dirigió a la basílica de Santa Eulalia. Se acercó hasta la cripta de la Mártir y se arrodilló delante de la verja. El sepulcro estaba trabajado en piedra blanca; era sencillo y en él se leía una breve inscripción:
MARTYR EULALIA
Agildo se puso a orar y le rogó a la Santa que iluminara su mente. Después estuvo pensando, divagando sobre lo que debía hacer. Contempló las otras lápidas de granito y mármol; las pinturas de los altares, la bóveda ennegrecida por el humo de las lamparillas y la clave del arco, que tenía esculpidos un cáliz y una palma. Rezó maquinalmente, pero, como no sentía el rezo a causa de su preocupación, acabó golpeándose el pecho con el puño y clamando en voz alta: