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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

Alcazaba (24 page)

—¡Escúchanos! ¡Virgo Eulalia! ¡Danos una señal, mártir Eulalia!

Permaneció allí, en la penumbra de la cripta, sollozando durante un largo rato. Después salió del templo. Fuera hacía un día de sol espléndido. Pero el duc estaba dominado por negros presentimientos; una serie de ideas deprimentes y angustiosas le sobrecogía. Se sentía dado de lado por los suyos, vencido, aniquilado, descontento y sin confianza en nadie.

De pronto, vio al abad Simberto entre un grupo de gente y corrió hacia él.

—Abad, debemos hablar tú y yo —le dijo angustiado.

Simberto, apreciablemente excitado, irguió amenazadora la frente, y, con gesto retador, altivo e impaciente, paseó sus centelleantes ojos por la gente que le rodeaba y luego los detuvo en el duc.

—¿Hablar? —repuso—. ¿No hemos gastado ya todas las palabras? Ahora no es tiempo de hablar, sino de actuar.

—Me habéis despojado de mi autoridad —murmuró Agildo, a media voz—, y os negáis a escuchar mis palabras.

—Hemos gastado todas las palabras —repitió el abad con firmeza—. Ha llegado el momento de defenderse. Estamos reuniendo a nuestra gente y organizándonos, y tú vienes a… ¡hablar! ¿Es que no te has dado cuenta del peligro que se nos viene encima? ¡Pero qué hombre tan pusilánime eres!

—¡Debéis escucharme! —repuso Agildo—. ¡Soy vuestro duc! Si seguís en esa actitud, no haréis sino empeorar las cosas.

Acababa de decir aquello cuando llegó corriendo un joven que gritó jadeante:

—¡El ejército de Córdoba se acerca! ¡Se aproxima a la cabecera del puente al otro lado del río!

Todos allí rebulleron y se sobresaltaron.

El abad miró con severidad al duc y exclamó con energía:

—¿Te das cuenta? ¡Este es el peligro! ¡Ha llegado la hora!

Aturullados, los presentes se agitaron y pusieron sus miradas interrogativas en Simberto. Y este, muy seguro de su autoridad, empezó a dar órdenes frenéticamente:

—¡Alzad las campanas al vuelo! ¡Tocad a rebato! ¡Convocad a todos los cristianos! ¡Reunid cuantas armas haya en la ciudad! ¡Todo el mundo a la plaza! ¡Dad la alarma en todos los rincones!

38

En la otra orilla del río, junto a los escombros y las ruinas resultantes del saqueo, se había terminado de levantar el inmenso campamento del ejército cordobés. La tarde estaba pesada y sofocante; grandes masas de nubes oscuras pasaban por el cielo y el viento del sur levantaba molestamente polvo que se metía en los ojos. Desde un altozano, el joven Muhamad Aben Marwán y el general Aben Bazi contemplaban Mérida a lo lejos, encerrada en sus poderosas murallas. El tañido de las campanas, sonoro, agudo y constante, no había cesado en todo el día; y podría verse en la distancia a la multitud arracimada en las almenas, en las torres y en las terrazas.

Un ingente destacamento de atacantes avanzó hasta la primera puerta del puente y la destrozó a martillazos, mientras una nube de piedras y flechas les caía encima. Entonces, como una riada oscura, brotó de la fortaleza una tropa de guerreros guarnecidos con armaduras y se aprestaron a la defensa de la primera muralla, siendo cubiertos por los arqueros.

Pronto los asaltantes se retiraron en desbandada y abandonaron la cabecera del puente desordenadamente.

Aben Bazi, que veía lo que sucedía desde donde estaban, observó circunspecto:

—Es temeroso intentar el asalto. No se puede cruzar el puente y las murallas son demasiado altas.

Después de llegar a esta conclusión, ordenó a sus oficiales que detuvieran el ataque y que se iniciara el cerco para mantener el sitio de la ciudad. Dispuso que se cruzase el río a un par de leguas y que algunos destacamentos se apostasen por el norte, para evitar que llegasen refuerzos.

Así se hizo. Antes de que anocheciera, dos mil soldados dirigidos por el más experto de los oficiales retrocedieron por el camino hacia el sur en busca de un vado; mientras que otros mil salieron hacia el norte con el mismo propósito.

Muhamad asistía con inquietud a estas operaciones y, aprovechando que el general estaba ya desocupado al haber dado todas las órdenes por el momento, le dijo:

—Estoy muy intranquilo. No sé nada de mi padre y mis familiares. Temo que sospechen de ellos… El criado que envié con el aviso no ha regresado y no sé si llegó a entrar a tiempo para advertirles…

—¿Y qué podemos hacer? —contestó Aben Bazi encogiéndose de hombros—. Ya solo nos queda esperar a que el valí se rinda. Entonces sabremos lo que ha sucedido dentro de la ciudad. Mientras tanto, solo cabe la paciencia.

Un poco más tarde, cuando se estaba poniendo el sol, llegó un soldado a avisar de que un grupo de gente venía en son de paz pidiendo ver al general.

—¿Quién es esa gente? —inquirió Aben Bazi con su habitual mal humor—. ¿Y qué quieren?

—Dicen ser árabes y viene al frente de todos un tal Marwán Aben Yunus.

—¡Mi padre! —exclamó Muhamad—. ¡Allah es Misericordioso! ¡Han podido escapar a tiempo!

Corrió el joven en pos del soldado que trajo la noticia y fue hasta las ruinas y los escombros que permanecían aún ardiendo en lo que fue el arrabal de los mercaderes. Como la luz reverberaba y el humo de las hogueras iba en esa dirección, no era posible distinguir las caras en un primer momento; solo se veían de forma fragmentaria tan pronto los turbantes y las barbas como algunas túnicas hechas jirones, o un montón de harapos desde los hombros a las rodillas y algunos cuerpos medio desnudos.

Muhamad gritó:

—¡Padre! ¡Padre! ¡Padre mío!

Con su cabeza redonda, sin cuello, colorado por el sol, espesas cejas negras y barbas llenas de canas, gordo, adiposo y con la voz quebrada y llorosa, Marwán salió de entre el grupo con los brazos abiertos.

—¡Muhamad! ¡Hijo de mis entrañas! ¡Alabado sea el Profeta! ¡Gracia y bendición!

Se abrazaron entre sollozos, dando gracias al cielo por haberse podido encontrar en medio de toda aquella situación.

Luego, Muhamad, reparando en el lamentable aspecto que presentaban tanto su padre como el resto de sus familiares, vestidos con andrajos, sucios y sin más adorno en sus malogrados y sudorosos cuerpos, les preguntó muy extrañado:

—Pero… ¿qué os ha pasado? ¿Qué os han hecho?

—Nos robaron, hijo —respondió el padre—. Salimos de la ciudad llevando con nosotros las pertenencias que pudimos sacar y… ¡nos lo robaron todo!

—¿Quiénes, padre? ¿Quiénes os robaron? ¿Los de dentro? ¿Los de Mérida os han hecho esto? ¡Malditos!…

—No, hijo, no. ¡Los de fuera han sido! ¡Los de Córdoba! ¡Ay, déjame que te lo cuente!

Sentose Marwán en el suelo, fatigado, jadeante y, entre lágrimas, se puso a relatar su peripecia:

—Después de recibir tu aviso, me pareció que lo más acertado sería ponerse a salvo… Reuní a nuestra gente y lo organicé todo para escapar, antes de que recelasen aún más de nosotros. Cuando todavía no se habían cerrado las puertas, porque no se había avistado aún el ejército de Córdoba, salimos de madrugada después de sobornar a los guardias. Anduvimos errando río arriba río abajo durante una jornada entera, escondidos en la espesura de las alamedas, esperando ansiosos el momento oportuno. Y cuando divisamos la polvareda que indicaba la llegada de las fuerzas del emir, fuimos confiados a presentarnos a las tropas, creyendo que nos tratarían como amigos y aliados, pues somos árabes… ¡Nada de eso! Nos apalearon y nos lo robaron todo… ¡Qué ingratitud! Encima de que nos hemos jugado la vida por lealtad a Córdoba… El emir debe saber esto, hijo mío… ¡Qué gran injusticia nos han hecho a los Banu Yunus!

—Habrá sido un error, padre —dijo Muhamad—. Los soldados solo buscan su propia ganancia y consideraron que pertenecíais a los sitiados. Pero ahora mismo nos quejaremos al general Aben Bazi. Él hará que nos devuelvan lo robado.

Casi estaba ya anocheciendo cuando subieron al altozano donde el general había puesto su tienda y le contaron con enojo y despecho los agravios sufridos. Pero Aben Bazi, sin apenas prestarles atención, lejos de conmoverse, respondió con aire pensativo:

—La guerra es la guerra, amigos míos. Si los soldados encuentran por ahí a unos desconocidos cargados con sus tesoros, ¿van a dejarlos ir así, sin más? Es una locura salirle al paso a un ejército llevando encima cosas valiosas…

—¡En Córdoba sabrán esto! —gritó reventando de cólera Marwán—. ¡Mis amigos se lo harán saber al emir! Somos árabes de pura cepa y no consentiremos que unos bandidos nos humillen de esta manera.

El general se echó a reír y replicó burlón:

—A mí no me pidas cuentas. Haber sido más precavido. ¡A quién se le ocurre!

—Eres el responsable de esa gente —le reprochó Marwán—. Debes tratarme con respeto y recuperar nuestras pertenencias. ¿A quién voy a acudir sino a ti?

—Amigo, mi único cometido aquí es la guerra —repuso Aben Bazi—. Me han encargado sitiar Mérida y castigar a los rebeldes; pero ningún asunto que tenga que ver con la población me concierne.

—¡Somos aliados! ¡Somos fieles al emir! Nosotros hemos estado informando a Córdoba de lo que aquí pasa. Este hijo mío fue a Córdoba y le contó en persona al emir que habría una revuelta. ¡Danos una solución!

El general le miró desdeñoso, se arrebujó en la capa y contestó:

—Ya te he dicho que no tengo otras facultades aquí que las puramente militares. Un día de estos, mañana o tal vez pasado o el otro, vendrá un importante magistrado, un visir enviado por el emir para poner orden en los demás asuntos.

Dicho esto, entró en la tienda y corrió la cortina.

—¡Esto lo pagarás caro! —le gritó desde fuera Marwán a voz en cuello—. ¡Ese visir sabrá cómo nos has tratado!

Salió de nuevo el general, bostezando, y dijo con voz somnolienta:

—No sé adónde quieres ir a parar. ¿No te das cuenta de que esto es la guerra? Andad, idos tu gente y tú a descansar, que nos quedan muchos días por delante.

Y, tras pronunciar estas palabras, se retiró definitivamente.

Marwán se sentó en el suelo y se echó a llorar.

—¡Allah el Misericordioso! ¡No hay derecho! ¡Con lo que hemos hecho por ellos! ¡Nos hemos jugado la vida y nos tratan así! ¿Quién iba a suponer esto? ¡Qué desprecio! ¡Qué ingratitud!

Muhamad se sentó al lado de su padre, le echó el brazo por encima de los hombros y le consoló.

—Padre, ya lo has oído: es la guerra. Esperemos a que venga ese magistrado y verás como todo se arregla.

No obtuvo respuesta. El padre gimoteaba cubriéndose el rostro con las manos.

—No te preocupes —insistió el joven—. Lo recuperaremos todo.

—¡Ah, Allah, Allah el Poderoso! —suspiró Marwán—. Ahora no tenemos nada; ni casa, ni pertenencias, ni dinero… ¡Ni comida! ¿Qué vamos a cenar, hijo mío? ¿Te das cuenta? ¡Qué cenaremos! Con el hambre que tengo… ¡Llevamos dos días sin probar bocado!

—Vayámonos al castillo, padre. En Alange tenemos de todo…

—¡Ay, tanto esfuerzo para acabar en Alange! ¡Malditos beréberes, malditos muladíes, malditos dimmíes…! ¡Malditos soldados! ¡Malditos todos! ¡Los
iblis
los lleven al infierno!

—Vamos, padre; tengo caballos para todos.

Era de noche ya cuando iban por el camino hacia Alange, cabalgando en silencio. De vez en cuando, Marwán lloriqueaba y, vencido por su desasosiego, murmuraba:

—A ver… A ver quién arregla ahora esto. Ese antipático general Aben Bazi va a lo suyo y… ¡Oh, qué desastre! Para esto hubiese sido mejor quedarse dentro de la ciudad…

Muhamad, buscando hacerle olvidar por un momento todo lo pasado, quiso cambiar de conversación y le dijo:

—Padre, me gustaría que supieras algo.

—¿Algo? ¿Qué algo? —preguntó Marwán sin demasiado interés.

—He conocido a una mujer y…

—¡Hijo, déjate ahora de mujeres! —le interrumpió el padre—. ¡Con lo que tenemos encima! Nunca acabarás de madurar, hijo mío, Muhamad… ¿No te das cuenta de lo que pasa? ¡Y tú solo piensas en mujeres y en halcones!

39

Como cada día, al amanecer, ya estaban Judit y Adine somnolientas desayunando en la cocina. La ventana estaba abierta y fuera soplaba un viento húmedo y cálido; olía a tierra mojada. Medio vuelta hacia su prima y con mirada lánguida, Adine se lamentó con desganada y gangosa voz:

—¡Ay, qué pereza! Ahora vendrá mi madre, como todos los días, y nos hará ir a los baños… Total, para nada; porque no viene nadie. La gente está tan asustada…

—No creo que haya una guerra —observó Judit.

Adine frunció el ceño e, inclinándose hacia ella, dijo con gesto malicioso:

—¿Por qué piensas eso? ¿Acaso el guapo Muhamad te lo ha dicho?

Judit sonrió y no respondió.

—¡Ya no me cuentas nada! —refunfuñó Adine—. Todo te lo guardas para ti sola…

—No empecemos, Adine. Te lo he contado todo.

—¿Todo? Seguro que después del beso hubo algo más…

Judit calló, y se puso a beber la leche con parsimonia.

Adine, tamborileando sobre la mesa, indicó muy seria:

—No me voy a creer que durante tantas horas por ahí, solos los dos, en esos campos, os hayáis conformado con un casto beso… ¡No soy tonta! Muhamad es un hombre ardiente; no hay nada más que verle para comprender lo que debe sentirse entre sus brazos… ¿Te acarició? ¿Dónde te puso las manos?

Judit clavó en ella una mirada furiosa. Pero Adine, lejos de arredrarse, prosiguió:

—Y tú tampoco serás tan fría como intentas aparentar; una mujer que ha estado casada, aunque sea con un tullido como Aben Ahmad, sabe ya muchas cosas… Me contaste que viste desnudo a tu marido y que te puso muchas veces las manos encima… ¿Has visto desnudo al guapo Muhamad?

—¡Adine! —le gritó Judit.

La muchacha se puso en pie y huyó hacia la puerta, temerosa de que su prima acabase dándole una bofetada. Salió y cerró dando un ruidoso portazo.

Judit, llena de confusión, dijo como para sí:

—Perdóneme el Eterno, pero… ¡esta criatura lo que está es celosa!

Después miró por la ventana y recibió en la cara el aliento húmedo y caliente del aire. Por encima de las copas balanceantes de los árboles flotaban masas oscuras de nubes. Todo estaba sombrío y sofocante, aguardando la tormenta.

De pronto, el hortelano Jusuf surgió de entre los frutales agitando los brazos y dando voces:

—¡Señora! ¡Señora Sigal! ¡Hay gente armada en el camino! ¡Hombres desconocidos vienen hacia aquí!

Judit se estremeció, le faltó la respiración y le flaquearon las piernas. Entonces oyó la voz de su tía, que gritaba aterrada:

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