Se escucharon exclamaciones de conformidad y voces que gritaban:
—¡Nada será peor que volver a caer en las garras del emir!
—¡Libertad para esta ciudad!
—¡Viva Mérida!
—¡Hagamos esa alianza!
Mahmud paseó su mirada por los rostros de todos y calló, con expresión meditativa. Entonces tomó la palabra Sulaymán y propuso:
—Que ese ejército se una a nosotros y defienda el puente. Entre todos, impediremos el paso del emir. Nada perdemos intentándolo.
Las palabras del cadí dejaron tras de sí un silencio en el que todos se quedaron pensativos, intercambiando miradas. Después los ojos se volvieron hacia el valí, quien al fin salió de su mutismo y sentenció:
—Es justo lo que propones. Los cristianos no entrarán en la ciudad; se unirán a los defensores del puente y acamparán al otro lado del río.
Sulaymán se dirigió entonces a Aquila y le preguntó:
—¿Cuándo calculas que estarán aquí los cordobeses?
—Tres días, tal vez cuatro.
Se levantó entre los jefes un gran murmullo que Mahmud silenció con enérgicas órdenes:
—¡Cada uno a su puesto! ¡Tenemos tiempo suficiente para prepararnos! ¡Que se haga todo como está mandado!
Envueltas en negros mantos, con el rostro completamente tapado, Judit, su madre y su tía Sigal salieron de la casa. Empezaba a oscurecer, pero la chiquillería del barrio judío aún jugaba en la calle y, como solía pasar a esas horas, los vendedores regresaban del mercado parloteando disgustados, quejándose de lo dura que se había puesto la vida en medio de tanta guerra y tanto ir y venir de huestes y soldados. Más adelante, en el adarve, el alboroto de los perros y los gatos peleándose entre los montones de basura resultaba ensordecedor. Las tres mujeres caminaban deprisa, con las cabezas gachas, sin mirar a derecha ni a izquierda; avanzaban con decisión, aunque sentían miedo porque imaginaban que muchos ojos se fijaban en ellas. No dejaron de preocuparse hasta que torcieron en una de las esquinas de la muralla y vieron a Abdías, que las esperaba con cuatro mulas cargadas con alforjas en la pequeña plaza que se extendía en el extremo de la ciudad, delante de la puerta que miraba al sur.
Sigal, jadeante, dijo:
—Mi hermano ya está ahí… ¡Gracias al Eterno!… Ha conseguido bestias y eso quiere decir que podremos salir al fin.
Uriela respondió con voz casi imperceptible:
—Sí, sí… ¡Loado sea el Eterno!
Cuando estaban a unos pasos de él, Abdías las apremió sulfurado:
—¡Vamos, mujeres! ¡Debemos salir ahora, antes de que anochezca!
Los guardias que custodiaban la puerta, al oírle decir eso, le rodearon en actitud amenazadora.
—¡Vamos, judío, paga lo que debes! —le exigían—. Si no pagas ahora, no saldréis.
Abdías sacó la bolsa y repartió algunas monedas entre ellos. Pero el jefe de los guardias no estuvo conforme y le pidió más dinero.
—¡No, no y no! —negó Abdías—. Acordamos doce sueldos. ¡No pagaré ni uno más!
—¡Entonces no saldréis! —dijo con desprecio el oficial—. Solo abriremos la puerta si nos das cincuenta sueldos.
—¡¿Cincuenta?! —exclamó Abdías—. ¿Estás loco? No llevo encima tanto dinero…
Los guardias rieron, burlándose con brutalidad. Le agarraron y empezaron a zarandearle:
—¿Cómo que no llevas dinero? ¡Saca de una vez la bolsa, judío!
Él, en tono suplicante, les ofreció:
—¡Veinte sueldos! Es todo lo que tengo…
—¿Veinte? —le espetó el jefe de los guardias—. ¡Maldito usurero!
—No llevo más dinero encima. A mi vuelta os pagaré el resto. ¡Dejadnos salir de una vez!
Varios curiosos observaban la escena, sonriendo, como si disfrutaran viendo cómo los guardias extorsionaban a Abdías y su familia. De entre ellos, se adelantó un hombretón de aspecto desagradable que intervino con socarronería, señalando al padre de Judit:
—Ese es uno de los judíos que vendieron la pila de la iglesia de San Cipriano. ¡Y dice que no tiene dinero! Él y el almojarife sacaron buenos cuartos del negocio que hicieron vendiéndole la pila al demonio de Marwán, para que su hijo la llevase a Córdoba como regalo al emir.
Abdías, suspirando, replicó con suavidad:
—Fue un trato justo. El almojarife y yo solo hicimos de intermediarios. El comes Luciano vendió aquella pila y ya pagó con su vida por ello. Yo nada tengo que ver…
Pero la gente apenas le escuchaba, porque los que se iban congregando gritaban con desprecio:
—¡Judas! ¡Sacrílego!
—¡Sinvergüenza! ¡Judío del diablo! ¡Satanás!
—¡Condenado judío! ¡Fuera! ¡Fuera los judíos!
En aquella parte de la ciudad vivían muchos cristianos, artesanos, labriegos, pastores y esclavos, que vieron en aquella trifulca una oportunidad para descargar su odio y su rabia.
—¡Que devuelva el dinero de la pila! —exclamaban—. ¡Démosle su merecido! ¡Que pague! ¡Que responda de su sacrilegio! ¡Mueran los judíos!
Judit, Uriela y Sigal, temiéndose lo peor, empezaron a gritar aterrorizadas y corrieron a interponerse entre la turba amenazante y Abdías. Se produjo un forcejeo, y los guardias, que vieron por un momento perderse sus ganancias, tuvieron que intervenir. El oficial entonces se apresuró a poner orden dando voces:
—¡Quietos! ¡No podéis tomaros la justicia por vuestra mano! ¡Soltad inmediatamente a los judíos!
Abdías, aprovechando que la gente se apartaba, sacó la bolsa y se la entregó a los guardias. Con amargura, imploró:
—¡Dejadnos salir, por el Eterno! ¡Os doy todo el dinero que tengo! En la bolsa hay más de cincuenta sueldos…
Los guardias les abrieron la puerta y ellos pudieron salir apresuradamente, al trote, mientras a sus espaldas la muchedumbre furiosa vociferaba:
—¡Id con vuestro padre el demonio, judíos!
—¡Fuera! ¡Fuera los judíos de la ciudad!
—¡Id y no volváis! ¡Acabaremos con todos los judíos!
Abdías se volvió hacia ellos gritando:
—¡Cobardes! ¡Será posible, Dios Eterno! ¡Solamente estáis en contra de la injusticia y la violencia cuando sois vosotros sus víctimas! ¡Cobardes! ¡Hipócritas cristianos!
—¡Calla, Abdías! —le suplicaba Uriela—. No los enardezcas más, no sea que se arrepientan de habernos dejado salir y nos den alcance.
—¡Al infierno con ellos! ¡Cobardes! —proseguía él—. ¡Ya podrán con un hombre y tres mujeres indefensas! Si llego a estar yo solo… ¡Me hubiera dejado matar, pero matando!
Cabalgaron hasta que se hizo completamente de noche y perdieron de vista la ciudad. La oscuridad se aferró de tal manera a los campos que todos los contornos desaparecieron y no se veía el camino. En la negra bóveda del cielo no salió la luna. Guiados por el resplandor tímido de las estrellas, se adentraron en los bosques. Observaban todo cautelosamente, y se volvían de vez en cuando para comprobar que nadie les seguía. Delante de ellos, en la distancia, divisaban de manera confusa el monte de Alange, una sombra más oscura en medio de las tinieblas. Suspirando de fatiga, Uriela rogó:
—¡Detengámonos, Abdías! Apenas se ve y estamos cansadas. Tu hija lleva una criatura en el vientre y puede perderla si seguimos trotando de esta manera en la noche.
Abdías tiró de las riendas de su mula y la detuvo diciendo con brusquedad:
—Descansemos aquí mismo. ¡Esa gentuza cristiana no puede habernos seguido hasta aquí!
Las mujeres descabalgaron, echaron sus bultos al suelo y se sentaron encima. Un momento después, las tres se abrazaron y se echaron a llorar. Abdías, que se había sentado también sobre su fardo, despotricó malhumorado:
—¿Ahora lloráis? ¡Cualquiera os entiende a las mujeres! Con lo que hemos pasado, ahora que tenemos a salvo las vidas, os ponéis a llorar…
Sigal respondió, sollozando en la oscuridad:
—¡Deja que nos desahoguemos! ¡Qué miedo tan grande hemos pasado! Creímos que te matarían… ¡Oh, qué horror!
Él escupió con desprecio y, furioso, comentó:
—¡Hijos de puta! Han estado callados todo el tiempo que gobernó Marwán, se contuvieron cuando volvió el valí Mahmud y ahora les sale el perro rabioso que llevan dentro; ahora que han venido a la ciudad esos cristianos del Norte… ¡Ahora se crecen esos cobardes! ¡No son más que unos miserables esclavos!
—¡Calla, Abdías, por el Eterno! —le pidió angustiada su mujer—. No ganas nada poniéndote así. Déjalos, por favor, déjalos en paz… Ya nada malo pueden hacernos y todo ese odio no conduce a ninguna parte.
—¡Bien dejados están! —contestó él con amargura—. ¡Vayan al infierno! Ellos son la causa de todos los males de nuestra ciudad. Su orgullo y su rencor siempre acaban perdiéndoles. Si no fuera por esos canallas, no habría ciudad como Mérida en el mundo. ¡Quiera el Eterno que nunca lleguen a gobernar la ciudad! Porque, si se hicieran un día los amos, pobres de nosotros los judíos…
Se hizo entre ellos un silencio tenebroso y en sus cabezas martilleó el funesto presagio de Abdías. La brisa húmeda que llegaba del río les envolvía y Judit emitió un quejumbroso suspiro. Entonces Uriela, buscando levantar los ánimos, dijo juiciosa:
—Demos gracias al cielo. Al fin y al cabo, hemos salvado las vidas. No tenemos dinero, pero ¿para qué sirve el dinero? ¡Somos libres y estamos sanos!
Abdías, levantando la mirada hacia el oscuro contorno del monte que parecía brotar en el horizonte, repuso:
—¿Y quién ha dicho que no tenemos dinero?
Las tres mujeres le miraron con extrañeza, tratando de ver su rostro en la oscuridad, y él, golpeando el suelo con el pie, añadió:
—¡Que se les atraganten los cincuenta sueldos a esos malditos! En las alforjas llevo dos mil más, por lo que pueda pasar y para pagar la dote de mi hija.
—¡¡¡Padre!!! —exclamó Judit llena de alegría, saltando hacia él para abrazarle.
Abdías la besó y, respirando profundamente, dijo con aplomo:
—Saquemos las mantas y procuremos dormir algo. Cuando amanezca proseguiremos el camino.
Exultaba de alegría el rostro de Muhamad cuando exclamó con los brazos abiertos:
—¡Judit! ¡Mi Judit! ¡Al fin!
Ella se secó el sudor de la frente con la manga del vestido y corrió hacia él para abrazarle, llorando de pura felicidad. Y cuando Muhamad la estrechó y la besó en la frente con ternura, se sintió invadida por una dulce y dichosa oleada de amor que a punto estuvo de arrebatarle el sentido. Pero enseguida reparó en que su padre los miraba; volvió la cabeza hacia él y le vio, envuelto en su capa, observando fríamente la escena.
Abdías avanzó hacia ellos y se inclinó en discreta reverencia ante Muhamad. Este le miró con una mezcla de sorpresa y disgusto, que no pudo disimular, y le tendió la mano para que se la besara. Pero el padre de Judit se enderezó y se retiró prudentemente, mientras decía:
—Aquí va a nacer un niño y debemos ponernos de acuerdo para hacer lo que hay que hacer.
—¿Lo que hay que hacer? —preguntó Muhamad con voz seca—. ¿Y qué es lo que hay que hacer?
Abdías estuvo a punto de responderle que habían venido al castillo precisamente para que se celebrara la boda, pero desistió de hacerlo, porque consideró que no era el momento adecuado. Además, Judit no se había repuesto todavía de la impresión del reencuentro y no quiso violentarla. Así que dijo con prudencia:
—Deberíamos procurar que la criatura viniese al mundo en un lugar seguro y tranquilo. En Mérida han sucedido cosas terribles, ya lo sabes; por eso hemos venido a Alange…
Muhamad le miraba receloso y, en un tono que mostraba inequívocamente su resolución, observó:
—Aquí nada tenéis ya que temer. El castillo es completamente seguro y podéis quedaros todo el tiempo que deseéis.
—Gracias por la hospitalidad —respondió Abdías, visiblemente nervioso—; pero es lo menos que podíamos esperar de ti, puesto que el niño que va a nacer es tu hijo.
Muhamad le dijo entonces con sarcasmo:
—Veo que vienes decidido a decirme lo que debo hacer en mis propios dominios. Eres uno de esos padres hebreos que velan por sus hijas…
—Naturalmente —asintió Abdías más nervioso aún—. Aquí debe llegarse a un acuerdo…
Judit dirigió a su padre una mirada de reproche, que este ignoró, añadiendo:
—Deben hacerse las cosas como Dios manda; debe haber boda.
Muhamad soltó una carcajada, pero había cierta irritación en su risa. Repuso altivo:
—Lo que se deba o no hacer lo decidiré yo y solo yo. Mi padre ya no vive y yo soy el único dueño de mi persona. No consiento que nadie de fuera venga a imponerme obligaciones.
Abdías, desconcertado, examinó atentamente el rostro de su hija para ver de qué lado se ponía. Pero ella, bajando la cabeza, dijo con débil voz:
—Os ruego que no discutamos ahora; ya decidiremos lo que ha de hacerse más tranquilos…
La ira de Abdías estalló. Su rostro se puso ceniciento y, temblando de pies a cabeza, gritó:
—¡No! ¡De ninguna manera! No nos cobijaremos bajo el techo del castillo sin que antes se aclare si va a haber boda.
Muhamad, sorprendido por la firmeza del padre de Judit, contestó con calma:
—Ella es una mujer libre. Según nuestras leyes, la viuda de un musulmán es libre para decidir si quiere volver a casarse o no. Aquí la voluntad del padre está de sobra.
Abdías se puso a gritar con todas sus fuerzas:
—¡Qué leyes son esas! ¡Estás hablando de mi hija y de mi nieto! ¡No consentiré que la trates como a una vulgar concubina!
Judit fue hacia él suplicante, exclamando:
—¡No, padre, te lo ruego! ¡No discutamos ahora sobre esto!
—¡Silencio! —ordenó con autoridad Muhamad, haciendo que su voz resonara muy potente en la sala—. ¡Claro que habrá boda!
Todos se le quedaron mirando. Y él, echando fuego por los ojos, añadió:
—Nunca he pretendido negar que esa criatura que va a nacer sea mía. Pero yo decido aquí lo que hay que hacer. Y desde el primer momento he querido casarme con Judit. Habrá boda, pero será cuando y donde yo lo decida.
Al oírle decir aquello, Abdías comprendió que ya era hora de poner fin a la discusión y que debía dar por ganada la batalla. Dirigió a Muhamad una mirada conciliadora y, sonriendo, dijo:
—Aunque Judit es una mujer libre, es mi única hija y quiero aportar mil sueldos para la dote.
Los ojos de Muhamad brillaron y no pudo evitar que se le escapara una sonrisa de satisfacción. Dijo: