—¿Podrías enseñarme la urbe?
El duc miró al general Gunde con extrañeza. Este sostuvo su mirada y le dijo:
—Haz lo que te pide.
—¿Ahora? —respondió Claudio.
—Cuanto antes —dijo el monje—. Puedo montar en mi acémila e ir con vosotros ahora mismo. ¿Por qué esperar?
Claudio estaba confuso, vaciló y a continuación inquirió:
—¿Quién más vendrá?
—Yo solo —contestó el monje.
—Muy bien, hermano —asintió el duc—, ve a por tu cabalgadura.
Salieron del campamento y cruzaron el puente. Cuando llegaron frente a la puerta de la fortaleza, una luz intensa y tórrida envolvía la ciudad. La guardia los dejó pasar y recorrieron el adarve sin descabalgar, adentrándose en el misterio del recinto amurallado, donde se había desarrollado la vida durante ocho largos siglos y que ahora, después de tantas invasiones y el sucederse de nuevos habitantes, presentaba en los rostros y la vestimenta de sus gentes la mezcla de razas y orígenes. Todo parecía subsistir allí de manera eterna, tanto lo viejo como lo nuevo, juntos y en las mismas plazas y calles estrechas y misteriosas, de modo que Mérida guardaba edificios que habían servido a doctrinas ya fallecidas y que ahora obedecían a creencias vivas. Porque las casas escondían tras sus puertas palacios y hogares heredados a través de los siglos, en los que las columnas de los patios se remontaban a los tiempos romanos; y en cualquier huerto, al meter el arado o la azada en la tierra, brotaba el mármol esculpido, como si lo hubieran sembrado y aguardase el momento de volver a florecer; los viejos hospitales de peregrinos, las basílicas, los mercados y los atrios pervivían sumidos en un aire decaído, de belleza avejentada y gloria evanescente. El pasado agonizaba entre enredaderas y sombras, y aquello que ya estaba muerto era todavía más sagrado, porque descansaba junto al culto de los mártires: Eulalia, Cipriano, Félix, Vicente, Serván y Germán, Justo y Pastor, Emeterio y Celedonio, Fructuoso… En el interior de las iglesias se asomaban los rostros de los santos desde las paredes rebosantes de pinturas, ennegrecidas por el humo y el tiempo; sus ojos regalaban beatíficas miradas, entre arcos, columnas y relieves. Reinaba una paz extraña, como somnolienta, en la penumbra sacra.
El pequeño monje venido del Norte lo escrutaba todo con su azul e inteligente mirada. Y de vez en cuando hacía preguntas con vivo interés:
—¿Quiénes están enterrados en estos sepulcros? ¿Quién mandó edificar este santuario? ¿Por qué veneráis tanto la memoria de esta santa Mártir? ¿En qué siglo murió? ¿Qué milagros hizo? ¿Qué dicen las actas de su martirio?…
Claudio y su madre respondían contándole lo que la tradición había transmitido. Y él se emocionaba al contemplar las sepulturas de los antiguos cristianos, el ornato añejo de los templos dedicados a los santos y la solemnidad austera de los monumentos.
Delante del túmulo de santa Eulalia los tres se arrodillaron y estuvieron orando en silencio. Luego el monje alzó la voz y, como en un lamento, dijo:
—¡Dios de nuestros padres, Eterno y Soberano Señor!, ¿cómo consientes este oprobio? ¡Danos tu luz, Jesucristo, supremo Pastor de nuestras almas! Toda esta verdad… Tanta sangre derramada… Una cultura tan rica… ¿Por qué, mi Dios?…
Al oírle rezar de aquella manera, Salustiana emitió un gemido y se echó a llorar.
—Calma, madre, calma, por Dios… —le rogó Claudio.
—Deja que llore —dijo el monje—. Las lágrimas sinceras conmueven el corazón de Dios. Tu madre ha sufrido mucho sin ver la hora de la salvación… Todos en esta preciosa ciudad debéis de haber padecido mucho al ver toda esta grandeza mancillada y sometida a la blasfemia y la barbarie de los herejes sarracenos. Es justo que los hijos clamen a Dios solicitando su misericordia.
Salustiana se desquició todavía más y se aferró al hábito del monje gritando:
—¡Sacadnos de aquí, por caridad! ¡Liberadnos! ¡Llevadnos al Norte con vosotros! ¡Ya no podemos más! ¡Ya no…! ¡Vivimos en el purgatorio! ¿No tenemos ya derecho a la salvación?
—Madre, madre… ¡Basta! ¡Ten esperanza!
En el rostro del monje también habían brotado las lágrimas. Se puso en pie y, mirando fijamente a Claudio, le dijo conmovido:
—Dios se apiadará de vosotros, Él sacudirá vuestro yugo y… ¡El tiempo es de Dios! ¡Él es el alfa y el omega! ¡Suyo es el tiempo y la eternidad!
—Sí, lo creo —asintió Claudio—. Pero… ¿cuándo veremos ese milagro?
Se hizo un silencio.
—Muy pronto —respondió el monje con una misteriosa sonrisa en los labios—. Para eso estoy yo aquí. Vamos, llevadme inmediatamente a ver a vuestro obispo. Hoy he de comunicaros una gran noticia.
Salieron de allí y caminaron en silencio hacia el centro de la ciudad. Todo estaba en calma. El
episcopium
brillaba enjalbegado, claro y solitario.
Ariulfo los recibió, se admiró y se alegró después al saber que aquel monje venía de muy lejos, de Aquitania, y que traía un mensaje de la poderosa cristiandad del Norte.
El obispo, el duc y la madre se miraban atentos, anhelantes, como si esperaran ser testigos de un milagro.
El monje se puso frente a ellos, abandonó su tono humilde y proclamó con afectada solemnidad:
—Mi nombre es Guillemundo de Metz. Pertenezco a la Orden de San Benito y soy canciller del emperador de Roma, el heredero de Carlomagno, el rey de Aquitania, mi augusto señor Ludovico, a quien llaman el Piadoso, por su amor a la verdad y la causa del Señor. Él me envía a vosotros para comunicaros una gran noticia.
El obispo, el duc y Salustiana se miraron, sintiendo que se les agolpaba la sangre en las gargantas, y fueron incapaces de decir nada. ¡Tal era su asombro!
El monje prosiguió, con ceremonioso aire:
—Debéis creerme cuando os digo que vuestras súplicas han sido escuchadas y que se acerca la hora en que esta ciudad admirable y santa, con todos sus dominios, volverá al único reino, el de Cristo. Porque soy el embajador del emperador de los romanos y tengo aquí una carta suya en la que os declara su augusta voluntad.
Dicho esto, sacó de su zurrón una especie de cilindro de bronce labrado y extrajo de su interior un pergamino enrollado; lo deslió, mostró los sellos de plomo, los lacres y las cintas con las divisas imperiales y leyó lo que estaba escrito en latín:
In nomine Domini Dei et Salvatoris nostri Jesu Christi, Hludowicus, divina ordinante providentia, imperator augustus, omnibus primatibus, et cuncto populo Emeritano in Domino salutem:
Hemos oído vuestra tribulación y las muchas angustias que padecéis por la crueldad del rey Abderramán, el cual, por la demasiada codicia con que quiere quitaros vuestros bienes, os ha afligido muchas veces con violencia, como tenemos noticia de haberlo hecho también su padre Abolaz [Alhakén I], el cual, aumentando injustamente los tributos de que no erais deudores, y, exigiéndolos por fuerza, os hacía de amigos enemigos, y de obedientes contrarios, intentando quitaros la libertad y oprimiros con pesados e injustos tributos; pero vosotros, según hemos oído, siempre como varones esforzados habéis rebatido con valor las injerías hechas por los reyes inicuos y resistido a su crueldad y avaricia, según al presente lo practicáis, como lo hemos sabido por relación de muchos. Por tanto, hemos tenido a bien dirigiros esta carta consolándoos y exhortándoos a que perseveréis en defender vuestra libertad contra un rey tan cruel, y resistáis como hasta aquí a su furor y saña. Y por cuanto no solo es vuestro enemigo, sino nuestro, peleemos contra su crueldad de común acuerdo. Nos intentaremos con la ayuda de Dios enviar nuestro ejército en el verano próximo a los límites de nuestra jurisdicción, para que allí espere nuestras órdenes acerca del tiempo en que deba pasar adelante, si os pareciese bien que lo dirijamos en auxilio vuestro contra los enemigos comunes que residen junto a nuestra frontera, de suerte que si Abderramán o su hueste quiere ir contra vosotros, lo impida la nuestra. Y os hacemos saber que si quisiereis apartaros de él y veniros a nosotros, os concedemos plenísimamente que gocéis de vuestra antigua libertad sin alguna disminución ni tributo, y no pretenderemos que viváis en otra ley que en aquella que quisiereis, ni nos portaremos con vosotros sino como con amigos y confederados unidos honoríficamente a nosotros para defensa de nuestro reino. Dios os guarde siempre como lo deseamos.
Después de un largo silencio, en el que todos meditaron, el obispo Ariulfo habló con sosiego:
—Es mucho más de lo que podíamos esperar… Verdaderamente, Dios no nos abandona… Pero ahora… ¿Qué hacer? Esa es nuestra duda. Tenemos que decidir entre dos opciones: resistir o marchar al Norte…
Claudio se puso frente a él y dijo:
—Sin duda, ¡resistir!
—¡No! —replicó Salustiana—. Se nos abre un camino… ¡Vayamos al Norte! No tenemos fuerza para sostener la guerra… Creo que Dios nos abre un camino… El emperador nos ofrece su reino…
—¡Precisamente por eso debemos permanecer aquí! —replicó su hijo—. No podemos dejar ahora Mérida, pues estamos más cerca que nunca de la posibilidad de recuperarla. ¡Dios la pone en nuestras manos!
—Sí —dijo con desazón el obispo—. Pero el peligro no ha terminado… Si los agarenos llegasen a enterarse de que esperamos impacientes la venida del emperador, acabarán con todos nosotros.
Todos quedaron callados y sombríos. Al cabo, Guillemundo dijo prudente:
—No tienen por qué enterarse.
Los demás le miraron expectantes. Y el monje añadió con circunspección:
—Sabrán solamente lo que nosotros queramos que sepan. Dejaremos que pase el verano y que se aleje la amenaza de Abderramán. En invierno no se mueven los ejércitos… Pero antes, en otoño, me presentaré ante el gobernador Mahmud en nombre del emperador y le propondré una alianza.
—¿Una alianza? —observó Ariulfo—. El valí no aceptará un pacto con la cristiandad. Jamás se someterán al emperador.
—Sí que lo aceptará —replicó el embajador—. Porque no será un pacto de sumisión, sino una alianza entre iguales. El emperador no les reclamará impuestos ni contraprestaciones. Solo les pedirá que resistan a Abderramán y que se mantengan libres. ¿Cómo van a rechazar eso? ¿No es acaso eso lo que han buscado una y otra vez, rebelión tras rebelión?
—¡Libres! —exclamó Claudio elevando al cielo una mirada soñadora—. ¡Eso es: libres! ¿Quién puede resistirse al deseo de ser libre?
Muhamad amaneció por la mañana bajo el influjo de penosos pensamientos, los cuales tenían su explicación en la rivalidad feroz que se había originado entre Judit y Adine. No era capaz de reconciliarlas y como consecuencia se despertó en él una vaga tristeza. Era eso lo que más le atormentaba. Verdaderamente, tenía ante sí un conflicto doloroso y lacerante que no podía solucionar, por más que lo intentaba; pero su tristeza iba más allá de cuanto recordaba e imaginaba, porque empezaba a ser consciente de que no podía tranquilizarse por sí mismo y entonces comprendió lo mucho que necesitaba a su padre. No se trataba solo del dolor natural por la pérdida; era algo que iba mucho más allá. Poco a poco arraigaba en él la convicción de que se había quedado solo en el mundo y que el amor de ninguna de las dos mujeres que se peleaban por él podría llenar el hueco que había en su alma. Sí, echaba dolorosamente de menos la omnipresencia de Marwán, sus constantes cuidados, sus reiterativos consejos e incluso sus machaconas reprimendas. A Muhamad le faltaba su padre y comprendía de manera clara lo irremediable de su ausencia.
Se levantó bastante tarde, embargado por aquella pesadez de miembros y aquella indolencia tan suya. Magdi, como cada mañana, le estuvo ayudando a vestirse y le sirvió para desayunar nueces con miel y albaricoques secos. Muhamad apenas probó bocado y su criado, que le conocía muy bien, se preocupó por él y le dijo con aire tranquilizador:
—Ya se pondrán de acuerdo la una y la otra. ¿Qué van a hacer si no? No les quedará más remedio que arreglarse y vivir juntas. No deberías sufrir por tan poca cosa, amo. No merece la pena. Hazme caso cuando te digo que acabarán llevándose bien.
Muhamad aceptó el consejo con una silenciosa sonrisa. Sin embargo, su tristeza no se alivió y experimentó con mayor intensidad lo mucho que necesitaba a su padre. Se asomó a la ventana, perdió la mirada en la lejanía de los campos y emitió un hondo suspiro, como un lastimero quejido.
Magdi vio en su cara signos de auténtica desolación y le propuso con voz esperanzada:
—Amo, deberías ir a hablar con la embarazada para ponerle las cosas claras. El hijo que lleva dentro es tuyo y aquí mandas tú. ¡Qué demonios!
Muhamad le miró sombrío y se lamentó:
—Las mujeres no traen nada más que complicaciones. ¡Cuánta razón tenía mi padre!
Al criado se le escapó una carcajada, que reprimió, diciendo:
—¡Ay, el señor Marwán sabía mucho de eso! Pero ahora te toca a ti ser padre…
Esta palabra, ¡padre!, resonó en los oídos del joven con un sonido diferente en ese momento. «Es verdad —se dijo—, ahora me corresponde a mí decidir.» Y reparó con indignación en que estaba supeditando su propia felicidad a la voluntad de sus enamoradas. Entonces se sorprendió ante su propia capacidad de recuperación y decidió ir a enfrentarse con firmeza a la que iba a ser la madre de su hijo.
Le extrañó encontrar a Judit en las dependencias de las mujeres, donde también estaba Adine. Ambas pelaban alcachofas, pero cada una lo hacía en un extremo de la cocina, dándose la espalda. Esta coincidencia hizo que se disipara la determinación del joven, que temió por un instante que volviera a encenderse una disputa entre ellas. Pero, sacando fuerza de nuevo, se dijo para sus adentros: «Aquí mando yo y nadie más. Si me ven titubear, se me subirán a las barbas». La sangre le corría excitadamente por las venas y avanzó hacia Judit con expresión dura y decidida.
Ella alzó la cabeza y sus ojos se posaron un instante en los de Muhamad, para volverlos a fijar apresuradamente en las alcachofas. La venció un intenso deseo de volver a mirarle; pero la insolencia de la mirada de Muhamad la sobrecogió de pánico. Él sonrió entonces de un modo extraño, tratando de expresar una ilimitada confianza en sí mismo y a la vez una manifiesta provocación. Algo exasperante que tocó en lo más vivo del carácter rebelde y peleón de Judit, que sintió un fuerte deseo de clavar las uñas en alguna parte; pero, aguantándolo, decidió no hacerle caso y seguir arrancando las hojas de la alcachofa con fuertes tirones de sus perfectas y blancas manos.