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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

Alcazaba (49 page)

Dos años duró la obra y, concluida, el propio emir vino a encomendarla a la gloria y el poder omnímodo de Allah. Desde entonces, una gran piedra de mármol colgada en el arco de la entrada lo recuerda con esta inscripción:

En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso. Bendición de Dios y Su protección para los que obedecen a Dios. Ordenó construir esta fortaleza y servirse de ella como refugio de los obedientes el emir Abd al-Rahman, hijo de al-Hakam —glorifíquele Dios—, por medio de su camil Abd Allah, hijo de Kulayb b. Talaba, y de Hayqar b. Mukabbis, su sirviente [y] Sahib al-bunyan, en la luna del postrer rabi del año doscientos veinte.

APÉNDICES
NOTA HISTÓRICA
LA RAPIDEZ Y EFICACIA DE LA CONQUISTA ÁRABE DE LA PENÍNSULA

Resulta muy difícil reconstruir la invasión islámica de la península Ibérica; las fuentes son tardías y las escasas informaciones con que contamos resultan contradictorias. Las crónicas en que se habla del hecho son un texto de Isidoro Pacense, la
Crónica mozárabe del 754,
Ajbar Mach’mua,
cuya narración llega hasta 734, una historia en lengua árabe por Ibn-Abir-Rika (891), un escrito del egipcio Abd-al-Hakkan (871), y dos crónicas en latín, la de Alfonso III en 833 y la Crónica de Albelda, de la misma fecha; los demás escritos ya son de los siglos XI y XII y en árabe. A las crónicas que nos relatan los hechos se suman leyendas como la de Florinda la Cava o la de la casa de los Cerrojos, entre otras muchas. Pero, en todo caso, parece deducirse que la facilidad de la ocupación se debió a la descomposición del mundo visigodo y a los pactos que los musulmanes ofrecieron a los ocupados.

A la muerte de Witiza, subió al trono el rey Rodrigo en un ambiente de duras rivalidades. Entre la historia y la leyenda, aparece el conde don Julián, un noble godo de origen incierto que custodiaba la ciudad norteafricana de Ceuta, y al que algunos relatos señalan como el responsable de la entrada de las tropas de Muza en la Península. El motivo de la traición, según una leyenda muy improbable, fue el malestar de don Julián, cuya hija, la Cava, había sido violada por don Rodrigo. No obstante, es más posible la colaboración de Julián con el general beréber Tariq, para proporcionarle información sobre la situación política del reino godo y ofrecerle medios a cambio de un pacto de respeto.

Algunas informaciones sugieren que hubo combates entre las tropas visigodas y los beréberes de Tariq. El ejército visigodo debió de ser superior en número al musulmán; pero las disensiones internas favorecieron su ineficiencia, y la derrota fue total en la que se conoce tradicionalmente como la batalla de Guadalete, donde el rey Rodrigo pudo ser muerto o malherido. En cualquier caso, el desmoronamiento de las estructuras del reino visigodo fue rápido e imparable. Y la colaboración de los descendientes de Witiza con los musulmanes en la conquista parece innegable, pues fueron los máximos beneficiados de ella recibiendo inmensas propiedades en la Península, confirmadas más tarde por Al Walid.

A partir de Guadalete, la toma de plazas se sucede velozmente. Las ventajas de los pactos que ofrecen los musulmanes facilitan el avance, porque permiten conservar la religión a los cristianos a cambio de un tributo, respetan las autoridades existentes y mantienen las propiedades de los que se someten pacíficamente. La
Crónica mozárabe,
no obstante, invita a suponer que también hubo gravísimas violencias que con frecuencia han sido pasadas por alto entre los estudiosos de Al-Ándalus, y que motivarían la huida de un buen número de partidarios de Rodrigo hacia la cordillera cantábrica.

En el año 711 caen la zona del Estrecho y Córdoba en poder musulmán. Las ciudades de Medina-Sidonia, Carmona y Sevilla se rinden casi sin lucha, posiblemente porque los partidarios de Rodrigo habían huido y predominaban los de Witiza. Los escasos súbditos del antiguo reino dispuestos a defenderse de la invasión se concentraron en Mérida. En 712 Muza cruzó el estrecho con un ejército de árabes y, uniéndose con las tropas de Tarik en Toledo, conquistaron la Península de sur a norte en un plazo breve, controlando las principales ciudades, estableciendo guarniciones militares y llegando a acuerdos con la población local. En 714 Muza fue llamado a Damasco para rendir cuentas y caerá en desgracia ante el califa. Sin embargo, dejó como valí a su hijo Abd al-Aziz, que se dedicó a consolidar la ocupación. El país conquistado por los musulmanes comienza a llamarse Al-Ándalus y el gobierno es asumido por un valí o emir dependiente del califato de Damasco. El territorio se dividió en
coras,
circunscripciones de menor tamaño que las antiguas provincias romanas, y se estableció la capital en Córdoba para reforzar el control del valle del Guadalquivir. Desde entonces, el territorio conquistado quedará delimitado por tres áreas defensivas denominadas marcas, en torno a Zaragoza, Toledo y Mérida. La «marca superior», con su capital en Zaragoza, estaba gobernada por los Banu Qasi, muladíes de origen godo; la «marca media», con su capital en Toledo, conservó durante años su jerarquía nobiliaria, y finalmente la «marca inferior», que comprendía Portugal y Extremadura y tenía por centro Mérida, quedó bajo el gobierno de un valí.

REFLEXIONES SOBRE LA COMPLEJA REALIDAD DE LA INVASIÓN MUSULMANA

El hecho de la invasión árabe, más que las circunstancias precisas de la conquista, ha sido objeto de una de las polémicas más intensas y, en cierto modo, infructuosas de la historiografía española. Si bien durante siglos se estimó que suponía una ruptura decisiva en el devenir histórico de España, un ataque nefasto que solo la traición personificada en la figura de don Julián explicaba de forma razonable, esta interpretación, arraigada profundamente en el pensamiento español, fue puesta en duda por los historiadores modernos. Tras los primeros estudios científicos, escritos en el siglo pasado por autores como R. Dozy, E. Saavedra o F. Codera, la primera relación realmente nueva de los hechos corresponde al arabista francés Évariste Lévi-Provençal, cuya traducción al español, hecha por Emilio García Gómez, apareció en 1950 en la Historia de España dirigida por don Ramón Menéndez Pidal, bajo el título
España musulmana hasta la caída del califato de Córdoba.

Ya en 1948 Américo Castro había publicado su
España en su historia. Cristianos, moros y judíos,
y abría una polémica que dura hasta nuestros días. Defendía Castro que la convivencia y la interacción entre las tres grandes religiones monoteístas en la Península constituyen el factor determinante que explica toda la Historia posterior, y de esta manera negaba la idea de nacionalismo que habría florecido desde Covadonga y que tendría sus orígenes en épocas aún más antiguas. Es decir, que España no existía como tal antes de la conquista árabe; sino que esta representa el primer paso en la construcción del concepto de España que conocemos en la actualidad. Estas tesis no llegaron a ser acogidas con demasiado entusiasmo por los historiadores de prestigio, pero dieron origen al llamado «mito de las tres culturas» tan extendido y exagerado especialmente en las últimas décadas.

En 1956 Claudio Sánchez-Albornoz publicó
España, un enigma histórico,
manifestando su posición ante el significado de la conquista árabe para la historia de España, que es diametralmente opuesta a la de Américo Castro. Sánchez-Albornoz considera que, si bien se trata de un acontecimiento decisivo, la irrupción del islam supone una desviación del auténtico camino que debería haber seguido la historia de España. Por otra parte, la presencia islámica es interpretada por Sánchez-Albornoz como una superposición de formas culturales que no afectaron a la contextura vital hispana, porque la influencia real de los invasores fue mínima entre la población conquistada y casi nula en el conjunto de la España cristiana.

En los últimos tiempos, las cuestiones suscitadas por la invasión musulmana, y las reflexiones y los estudios sobre las causas y su significado real en la Historia de España, han producido una abundante bibliografía, no exenta de polémica, interviniendo arabistas y medievalistas de prestigio, tanto españoles como extranjeros. 

En síntesis, Lévi-Provençal acepta básicamente el relato de las fuentes árabes, aunque advierte de su posible carácter legendario. La falta de documentación sobre el periodo final de los visigodos le obligó a no extenderse demasiado sobre este punto. Pero, en cuanto a las causas de la desaparición del Estado visigodo y su casi nula oposición al ejército musulmán tras la derrota de Guadalete, apunta hacia la situación de decrepitud y agotamiento a que había llegado el reino de Toledo. 

Más cercano a nuestros días, el historiador francés Pierre Guichard aporta un serio estudio sobre la estructura tribal de Al-Ándalus, traducida al español con el título
Al-Ándalus. Estructura antropológica de una sociedad islámica en Occidente
(Barcelona, 1986), donde analiza los componentes y la organización de la población andalusí. Sus aportaciones sobre las causas que facilitaron la invasión suponen un enorme avance, por la aparición de nuevos estudios sobre la época visigoda. Insiste mucho más que Lévi-Provençal en la situación de crisis que atravesaban la sociedad y el Estado visigodo con anterioridad a la conquista y, además, introduce una nueva hipótesis: la sucesión de una serie de catástrofes naturales, como sequías, pestes y guerras, que debilitaron durante el siglo VII la demografía del país.

En 1969 apareció en francés la obra de Ignacio Olagüe
Les arabes n’ont jamais envahi l’Espagne,
que en su versión española llevaba el título
La revolución islámica de Occidente
(Barcelona, 1974). La tesis de este libro, basándose en una supuesta ausencia de fuentes antiguas árabes sobre la conquista, considera la adopción de la religión musulmana como un hecho muy posterior a la conquista y describe los primeros siglos de la presencia islámica en la Península como un periodo de luchas caóticas entre religiones opuestas, que se convirtió, en la historiografía árabe tardía, en una invasión que nunca existió en la realidad.

Hoy día parece haber cierto acuerdo en admitir que la conquista debió de verse con relativa tranquilidad por la población, que podía entender que solo debía pagar la capitación o
yizya,
el tributo fijado por el Corán: «Combatid a quienes no creen en Allah ni en el último Día, ni prohíben lo que Allah y su Enviado prohíben, a quienes no practican la religión de la verdad entre aquellos a quienes fue dado el Libro. Combatidles hasta que paguen la capitación por su propia mano y ellos estén humillados».

De esta manera, sin demasiada oposición, los ejércitos árabes avanzaron a lo largo de las calzadas romanas de la Península, dejando numerosos territorios sin ocupar, pactando con los
duc
y
comes
visigodos la capitación. Así tuvo lugar, por ejemplo, la sumisión de Teodomiro, gobernador godo de Levante, y la conversión del conde Casio de Aragón. El texto referente al primero se conserva en cuatro copias posteriores, fechadas en torno al 5 de abril del año 713, y dice que Teodomiro acepta «capitular
(nazi-la alá al-sulh wa-ahada)…
con la condición de que no se impondrá dominio sobre él ni sobre ninguno de los suyos; que no podrá ser hecho cautivo ni despojado de su señorío; que sus hombres no podrán ser muertos, ni cautivados, ni apartados unos de otros ni de sus hijos ni de sus mujeres, ni violentados en su religión, ni quemadas sus iglesias; que no será despojado de su señorío mientras sea fiel y sincero y cumpla lo que hemos estipulado con él; que su capitulación se extiende a siete ciudades que son: Orihuela, Valentila [¿Valencia?], Alicante, Mula, Bigastro, Eyyo y Lorca; que no dará asilo a desertores ni enemigos, que no intimidará a los que vivan bajo nuestra protección, ni ocultará noticias de enemigos que sepa. Que él y los suyos pagarán cada uno un dinar y cuatro modios de trigo y cuatro de cebada y cuatro cántaros de arrope y cuatro de vinagre y dos de miel y dos de aceite. Pero el siervo solo pagará la mitad…».

Este es el testimonio más fiable con que contamos para suponer que en la mayor parte de las comunidades cristianas, en los inicios de la invasión, la autoridad siguió siendo visigótica, aunque esta estuviera sometida al poder superior de los musulmanes y se viera obligada a pagar los tributos correspondientes para poder conservar la religión y las estructuras sociales y políticas anteriores a la conquista.

No obstante, este orden de cosas no duró mucho y durante el reinado del califa Umar II las normas coránicas empezaron a ser interpretadas restrictivamente, recordando que el quinto del botín de las tierras conquistadas por las armas pertenecía al Profeta o a sus sucesores, es decir, al Estado islámico. En definitiva, a los cristianos peninsulares les pasó lo mismo que había ocurrido sesenta años antes con los
dihqan
persas, convirtiéndose en simples administradores de los intereses de los gobernantes musulmanes a cambio de conservar los cargos de duques, condes, obispos, etcétera.

Y como ya notara Sánchez-Albornoz, se cambia más rápidamente de sistema político o de religión que de carácter, lo que nos permite imaginar lo que hoy ocurriría si los actuales impuestos se redujeran drásticamente con un cambio de religión. Al parecer, una parte de la población cristiana se convirtió, en gran parte de manera voluntaria, a la religión de los conquistadores, aprendió el idioma árabe, adoptó costumbres árabes y arabizó sus nombres. Este grupo de los nuevos musulmanes o muslimes aparece en las fuentes como
musalimun
o como
muwaladun,
siendo el primero de estos términos utilizado para los nuevos muslimes y el segundo para sus descendientes.

La minoría que permaneció cristiana, los
mustaribun,
que en la historiografía europea han sido conocidos como «mozárabes», gozaron desde los primeros momentos, al igual que la minoría judía, del estatuto correspondiente a los llamados
dimmíes;
llegando a constituir comunidades relativamente numerosas en grandes ciudades como Toledo, Córdoba, Sevilla y Mérida, sometidos a la autoridad musulmana y pagando fuertes tributos. Sin embargo, se tiene menos información sobre las comunidades cristianas del campo.

En relación con las diversas etnias que formaban el mosaico musulmán invasor, suele citarse un célebre texto de Rafael Lapesa
(Historia de la lengua española,
1968): «Los árabes, sirios y berberiscos que invaden la Península no traen mujeres: casan con hispano-godas, toman esclavas gallegas y vascas. Entre los musulmanes quedan muchos hispano-godos, los mozárabes, conservadores del saber isidoriano: unos consiguen cierta autonomía; los más exaltados sufren persecuciones y martirio; otros se islamizan; pero todos influyen en la España mora, donde se habla romance al lado del árabe, cunden relatos épicos sobre el fin de la monarquía goda y personajes mozárabes relevantes, se cantan villancicos romances y nace un tipo de canción lírica, el zéjel, en metro y lenguaje híbridos. El arco de herradura, característico de las construcciones visigodas, pasa a la arquitectura arábiga».

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