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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

Alcazaba (43 page)

—Está bien, lo acepto. Y ahora, os ruego que me dejéis estar en privado con mi futura esposa.

Cuando estuvieron solos, Judit ya no hizo nada para disimular su disgusto. En su preciosa cara apareció la decepción. Se había sentido angustiada al verse en medio de aquella inesperada disputa y ahora rompió a llorar con sonoros suspiros.

—¡Bueno! —le dijo Muhamad—. ¿Y este llanto ahora? ¿No te alegras porque estemos juntos al fin?

Ella apartó los ojos y le dio la espalda. Se acercó a la ventana y fijó la mirada en el horizonte, aunque sin ver nada, dominada por la vergüenza y la congoja. Entre sollozos, se lamentó:

—¡No sabes el miedo y la pena que he pasado! No sabía nada de ti… No sabía si habías muerto… ¡Ha sido horrible! En Mérida todos hablaban con odio de tu padre… ¡Qué angustia! Creí que nunca más volveríamos a vernos…

Muhamad se fue aproximando lentamente hacia ella, porque conocía el temperamento de la Guapísima y creyó preferible adoptar un comportamiento sosegado. Vio en el borde de la ventana que había un espacio entre los dos, junto a una columna de mármol, y se situó apoyando la espalda, mirándola de frente. A Judit el sol le daba directamente en la cara y sus bellas facciones parecían desprender luz. Él sonrió maravillado y dijo con dulzura:

—Quería recordar tu rostro, el color de tu piel, tu figura, el brillo de tu pelo… Cerraba los ojos y no alcanzaba a recordar sino sombras… Y ahora estás aquí, a mi lado… ¡Oh, tu tez, tu presencia toda contiene el espíritu de la hermosura! ¡Humm… y hueles igual de bien que siempre! ¡Gracias a Dios, has regresado!

Judit le escuchaba muy atentamente, aunque fingía seguir con su pena y no hacerle caso. Pero su voz le gustaba y le encantaba todo lo que él decía. Por ello sonrió, aunque en su interior, sin dejar que sus labios lo exteriorizaran lo más mínimo.

Muhamad continuó:

—¿Acaso no sabes, Judit al-Fatine, mi Guapísima, que Allah te hizo para mí? El cielo misericordioso hará que no nos separemos tú y yo.

Ella giró la cabeza y vio cómo él la observaba con su mirada penetrante y seductora, aquella mirada que hacía latir su corazón velozmente. Quiso decir algo, pero no abrió la boca y se abalanzó para abrazarle con todas sus fuerzas.

—¡Claro que no nos separaremos! —exclamaba—. ¡Nunca! ¡Nunca más, pase lo que pase!

72

El barrio de los muladíes retumbaba por la mañana con el estruendo de las herrerías. No había una sola fragua donde no repiquetearan los martillos frenéticamente, en aquel febril empeño de hacer cuantas armas se pudieran para defender la ciudad. Por las calles transitaba un tropel de artesanos que no paraban salvo a las horas de las oraciones y del almuerzo; a los almacenes llegaban los víveres, en una riada continua, y el estrépito de los carros por el empedrado, camino de los graneros y las alhóndigas, era constante; como el flujo y reflujo de soldados y bestias. Continuas eran también las voces y las órdenes que daban los oficiales a sus subalternos en las murallas.

Sulaymán Aben Martín, sentado en un extremo de la espaciosa sala abierta al patio interior de su casa, estaba al tanto del movimiento general y dirigía a los jefes que tenían encomendada esta parte de las defensas. Su hermano Salam, siempre malhumorado, a su lado y con el rostro ensombrecido, le decía:

—Ahora los dimmíes cristianos acabarán gobernando la ciudad. Es algo que se estaba viendo venir… Con la ayuda de ese ejército que acampa en la otra orilla del río, acabarán haciéndose los amos. Tarde o temprano lo conseguirán; su paciencia y su tesón son mayores que los de los musulmanes. Mérida terminará siendo cristiana…

Sulaymán resopló ruidosamente, miró a su hermano con aire fatigado y replicó:

—¿Por qué estás todo el día con esa cantinela? Ahora lo más importante es la defensa de la ciudad. Necesitamos a los dimmíes cristianos y la ayuda de ese ejército para evitar que el emir nos destruya. No te preocupes ahora por lo demás.

Salam se golpeó la palma de la mano con el puño y gritó:

—¿Cómo no voy a preocuparme? ¿Cómo no vamos a pensar en nuestro futuro?

Sulaymán alzó los ojos al techo exclamando:

—¡Dios, qué calvario! ¡Qué cruz! Tú eres testigo de lo que tengo que padecer con este hermano mío… ¡Qué obsesión la suya con esos dimmíes cristianos!

Salam se puso en pie y, encarándose con él, le dijo:

—¿No te das cuenta, hermano? Tú mismo lo has dicho: «calvario», «cruz»; son palabras de los cristianos. ¡No podemos evitarlo! Cuando nos despedimos, decimos «adiós» o «ve con Dios». Nuestros abuelos eran cristianos y nuestro padre lo fue hasta que decidió hacerse musulmán para no perder sus propiedades ni su posición en la ciudad. Todos los que vivimos en este barrio somos nietos o hijos de cristianos. Todos los muladíes no podemos evitar decir: «calvario», «cruz», «adiós», «ve con Dios», «¡Santa María!», «¡por todos los santos!»… Y sin embargo, vamos a las mezquitas, hacemos las abluciones, rezamos a Allah e invocamos el nombre del Profeta… ¡Vivimos en una absurda contradicción!

Sulaymán comprendió lo que su hermano decía y, sin embargo, optó por hacerse el desentendido. Cambiando de tema, comentó:

—Las defensas de nuestra muralla y de los bastiones que miran al poniente están asegurados. Espero que los beréberes sepan tener bien cubierto el sur y que los dimmíes se ocupen con diligencia del norte y el este…

Su obstinación en no querer darse por aludido exasperó a Salam, que volvió a la carga.

—¡Deberíamos decidirnos de una vez! ¡Es nuestra oportunidad!

Sulaymán preguntó entonces, con gesto hosco:

—¿Qué estás tratando de decirme? ¿A qué te refieres? ¿A qué debemos decidirnos? ¿Cuál es esa oportunidad?…

—¡Lo sabes de sobra! —gritó Salam.

—No, no lo sé, tú eres quien ha sacado esta conversación.

Salam afirmó socarronamente:

—Sí que lo sabes… ¿O acaso no eres tan inteligente como todos en el barrio creen? ¿No piensas en el fondo, como yo, que deberíamos tomar una determinación?

Esta vez la alusión era demasiado clara. El rostro atezado de Sulaymán se tornó hosco y, mirando con extrema dureza hacia su hermano, dijo:

—Veo que sigues empeñado en que nos hagamos cristianos. Es esa una obsesión que no te deja vivir y que acabará llevándote a la tumba. ¿Cómo es posible que se te haya metido una cosa así en la cabeza, hermano? ¿No te das cuenta de que eso complicaría aún más nuestra situación?

Salam prefirió no responder y Sulaymán, animado por este silencio, prosiguió:

—Aunque tú y yo y toda nuestra familia volviéramos a ser cristianos, nada nos asegura que el resto de los muladíes nos seguirían. Los demás musulmanes nos mirarían como a traidores renegados y perderíamos la consideración y la estima de una parte de la ciudad. ¡Qué locura! No, ni tan siquiera se me ha ocurrido pensar en tal posibilidad…

Salam golpeó la pared con el puño y se encaminó hacia la puerta, gritando:

—¡Allá tú con tu torpe prudencia! Si los cristianos llegan a gobernar la ciudad… ¡Entonces sí que lo perderemos todo!

Sulaymán todavía le aconsejó:

—Deja de pensar en eso. ¡Ocupémonos ahora de defender la ciudad!

Su hermano cerró la puerta violentamente a sus espaldas, dejándole allí solo, y él, lleno de contrariedad, apretó los puños con el alma rebosando dudas.

Un rato después Salam se presentó de nuevo en la estancia gritando:

—¡Hermano, escucha lo que tengo que decirte!

Sulaymán suspiró y, con aire sumiso, como implorando su buena voluntad, le dijo:

—No deseo seguir discutiendo. Te ruego que comprendas que he de pensar ahora en la gran responsabilidad que tenemos encomendada…

—No vengo a discutir contigo —contestó su hermano, lleno de entusiasmo—. ¡Ha sucedido algo maravilloso!

Sulaymán hizo un gesto con la cabeza, como una muda interrogación. Y Salam, muy contento, le anunció:

—Dicen los vigías que el ejército del emir pasa de largo. Ni siquiera se ha aproximado menos de diez millas a la ciudad. ¿Te das cuenta, hermano? ¡Abderramán nos teme!

Sulaymán se puso en pie de un salto y se detuvo, petrificado. Su mirada de absoluto asombro e incredulidad le obligó a Salam a insistir con mayor ímpetu:

—¡Pasan de largo! ¡Nos teme! ¡Hemos vencido al emir!

Pero Sulaymán seguía con expresión aturdida, sin hablar, sin moverse y con la mirada vacía; aunque no terminaba de creerse lo que su hermano le decía, reparó en ese momento en que era algo que había presentido y, no obstante, no se había atrevido ni siquiera a sugerir tal posibilidad. ¿En el fondo no lo pensó cuando llegó el ejército cristiano del Norte? Sí. Al saber que Abderramán no había podido subyugar a los toledanos, supuso que no se la jugaría otra vez ante las murallas de Mérida. ¿Y si era verdad lo que su hermano le anunciaba ebrio de felicidad? De pronto reaccionó y, mirándole, exclamó:

—¡Vamos al palacio del valí! Si es cierto lo que te han dicho, Mahmud tiene que saberlo.

Cuando salieron, en el mismo callejón donde estaba su casa, un tropel de hombres los rodeó gritando con entusiasmo:

—¡Victoria! ¡El emir huye con el rabo entre las patas! ¡Los cordobeses van de retirada! ¡Victoria! ¡Victoria!…

Seguidos por la multitud que se les fue uniendo, atravesaron la ciudad. Las campanas de las iglesias repicaban en el barrio cristiano y un gran clamor se alzaba por todas partes. Salam comentó:

—¿Lo ves? ¡La noticia ha corrido! ¡Es cierto! ¡Todo el mundo lo sabe ya!

Al llegar frente a la mezquita Aljama, encontraron al valí Mahmud en la plaza, delante de su fortaleza. Le acompañaban el secretario privado, el muftí y los miembros del Consejo.

Sulaymán se abrió paso entre la muchedumbre exaltada y preguntó a voces:

—¿Qué hay de cierto en lo que dice la gente?

Mahmud sonrió, muy contento, después fue hacia él y, alzando los brazos jubilosos, respondió:

—¡Es verdad! ¡Abderramán va de retirada camino de Córdoba! Ha dado un gran rodeo para evitar Mérida. A estas horas, todo su ejército está cruzando el Guadiana por el vado que hay al pie de los montes de Alange. ¡Allah es Grande! ¡Allah nos vuelve a dar la victoria sobre el tirano!

73

A la hora de la siesta, un espeso silencio había caído sobre Alange. El aire tórrido e inmóvil mantenía detenida la vida, presa en las íntimas e interiores estancias del castillo. Judit estaba echada en una estera en el suelo, junto a sus padres, que descansaban plácidamente en la oscuridad fresca de la alcoba. Pero ella no podía conciliar el sueño, incómoda por lo avanzado de su embarazo y por la repentina fuerza que había cobrado el verano. Sentía una angustiosa opresión en el pecho y el corazón anegado de dudas y sombrías sospechas. Como cada día, se armó de paciencia y esperó a que sus padres se quedasen dormidos. Después se levantó trabajosamente, se puso con cuidado detrás de la cortina grosera que tapaba completamente la puerta y permaneció allí, espiando el pasillo, como había hecho cada tarde desde su llegada.

Al cabo de un rato, se oyeron las delicadas pisadas de unos pies descalzos y el frufrú de un vestido. Judit apartó un lateral de la cortina y asomó un ojo por la rendija. Vio el cuerpo menudo de Adine, que pasó contoneándose en la penumbra y después desapareció en la claridad del exterior, dejando tras de sí una empalagosa estela de aroma almizclado.

Impulsada por el odio y la indignación que le producían sus funestas suposiciones, Judit salió detrás de su prima evitando hacer el mínimo ruido. La luz del intenso sol la cegó, pero pudo atisbar la espalda de Adine al torcer la esquina del callejón. Anduvo tras ella, siguiéndola a distancia; la vio atravesar la plaza y después ascender por la escalera hacia las dependencias superiores de la fortaleza. Las piedras parecían desprender puro fuego, y el calor a esa hora convertía esta parte del castillo en un verdadero infierno.

Judit atravesó también la plaza y, cuando estuvo segura de que Adine andaba ya perdida por los corredores que conducían a la torre, subió los empinados peldaños. Todos sus temores se iban haciendo realidad, a medida que se daba cuenta del lugar hacia donde se dirigían los cortos y rápidos pasos de su prima. Pero los ojos se le pusieron blancos de ira y estupor cuando definitivamente la vio detenerse delante de la puerta de las estancias de Muhamad, recomponerse el vestido y el pelo y entrar resueltamente sin ni tan siquiera llamar.

La Guapísima se cubrió con el velo, recorrió disparada el pasillo y abrió la puerta de golpe. En la habitación encontró a Muhamad acostado, desnudo, y a Adine sentada en la cama a su lado, quitándose la ropa ya. Entonces Judit empezó a gritar:

—¡Conque esto es lo que había! ¿Eh? ¡Puta!

Muhamad y Adine se quedaron paralizados, mirándola, mudos por la desagradable sorpresa. Luego él, como despertado por un jarro de agua fría, hizo un movimiento con intención de levantarse. Pero Judit se abalanzó y le detuvo asentándole un golpe en el pecho.

—¡No te muevas, cabrón! —gritó. Después se volvió hacia su prima—. ¡Serás zorra! ¿Esto es lo que habéis estado haciendo mientras nos preocupábamos tanto por vosotros?

La muchacha hizo una mueca y guardó silencio, con la expresión aterrada.

Judit a duras penas conseguía contener su ira y clavaba en ella unos encendidos ojos. Prosiguió a voz en cuello:

—¡Así que esto es lo que querías! ¡No tienes edad para tanta golfería! ¡Puta!

Al oír de nuevo el insulto, Adine se puso en pie e intentó escapar hacia la puerta, gimiendo. Pero la Guapísima la atajó y la agarró por el cabello.

—¡Basta! —gritó Muhamad—. ¡No tienes ningún derecho a entrar aquí de esta manera! ¡Suéltala!

Judit contestó, herida:

—¿Que no? ¿Que no tengo derecho? ¡Eres un embustero! ¡Que el Eterno te castigue por tus mentiras!

Le dio la espalda y volvió a dirigirse a su prima, preguntándole con voz terrible:

—¿Cómo me has podido hacer esto? ¿Por qué has destrozado de esta manera mi felicidad? ¿No has sido capaz de aguantarte? ¡Perra en celo!

Adine se armó de valor y respondió airada:

—¡Tengo el mismo derecho que tú a ser feliz!

Judit se la quedó mirando fijamente un rato; hasta que, presa de su furia, fue hacia ella y le pegó en la cara.

La muchacha se revolvió gritando:

—¡No me toques! ¡Ay, Muhamad, haz algo, que me mata!

Él se arrojó sobre ellas, interponiéndose entre las dos, recibiendo los golpes de Judit, en el pecho y en la cara.

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