El valí Mahmud permanecía muy atento, quieto como una estatua; brillantes sus ojos de emoción, pero con gesto hierático.
El muftí concluyó sentenciando:
—El sagrado Corán lo dice y nosotros lo creemos: Allah ayudó a los musulmanes y les otorgó el triunfo porque así lo había prometido a los creyentes. ¡Quienes se aferran al islam serán los triunfadores! ¡Oh, Allah, prepáranos para levantar la bandera del islam y aplastar a los infieles y no creyentes, porque solo tú eres Grande; tú eres el más Generoso!
A la salida de la mezquita, el ambiente estaba cargado de tensa confusión. Las cabezas se agitaban, intercambiándose miradas en la oscuridad. Sobre la ciudad, las estrellas brillaban y soplaba un viento frío que aún llevaba los aromas de la lluvia. La gente se fue dispersando en silencio y en la plaza solo quedaron las sombras, como malos deseos aferrados a los rincones.
El cadí Sulaymán, que había escuchado el sermón, caminaba deprisa por el barrio muladí, baja la cabeza, envuelta en tenebrosas suposiciones. Al llegar a su casa, con el corazón encogido por los oscuros presentimientos, encontró a su hermano Salam sosteniendo una lámpara en el zaguán, serio y cejijunto.
Sulaymán, con el rostro ensombrecido por la preocupación y las cavilaciones, le miró y dijo:
—Me temo que no andamos descaminados al sospechar de Mahmud.
Salam meneó la cabeza, consternado:
—¡Te lo advertí! ¡Te lo advertí una y mil veces! La victoria sobre Marwán no es el fin de nuestros problemas. Mahmud y los suyos traman algo…
Sulaymán se acarició la barba con empaque y observó:
—Ese sermón del muftí me suena a claudicación… No sé… Es como si estuvieran preparando el terreno para volver a intentar un arreglo con Córdoba…
—¡Te lo dije! —exclamó Salam, colorado y en tensión—. ¡Engaño! ¡Aquí hay un engaño! Los beréberes están tramando algo. Y tenemos que enterarnos de lo que traman. ¡Hay que saber qué se esconde detrás de tanto sermón y tanta monserga!
Con estas acerbas palabras oprimió aún más el corazón de Sulaymán.
—Sería una lástima —dijo él, angustiado—. Todos los esfuerzos, nuestra victoria, la unión de la ciudad… ¡Todo para nada!
—¡No, no y no! —gritó su hermano, denegando con violentos movimientos de cabeza—. ¡No lo consentiremos! No podemos ahora humillarnos y echarnos de nuevo a los pies del emir.
Bajó la cabeza Sulaymán y quedó pensativo. Salam seguía despotricando:
—Volveremos a los impuestos, volveremos a la sumisión… ¡Nuestra ciudad perderá lo poco que le queda! ¡Ese inmundo beréber acabará traicionándonos!
Habían tenido otras veces conversaciones como esta. Porque temían que hubiera una parte de la ciudad que no estuviese aún convencida de que debían mantener la independencia de Córdoba. Y ello les llevaba a sospechar que Mahmud hubiese iniciado alguna maniobra para lograr un pacto con el emir.
Sulaymán trató de evitar que su hermano se pusiese en lo peor y le reconvino:
—Es pronto todavía para llegar a esas conclusiones. Lo cual no quiere decir que no debamos estar atentos a lo que va sucediendo.
—¡Nos traicionarán! —replicó su hermano—. ¡Al final nos traicionarán! Ya sucedió cuando la última revuelta en tiempos de nuestro padre. No debemos fiarnos.
Sulaymán sacudió la cabeza y afirmó con energía:
—Nunca nos hemos acobardado y nos hemos mantenido firmes a pesar de unos y otros. Mahmud no puede nada sin nosotros. Los muladíes sostenemos esta ciudad.
—Sí, pero no nos dejan en paz. Esta lucha no acabará mientras no gobernemos Mérida.
—Eso no está en nuestras manos —repuso el cadí, sombrío.
Salam se plantó a un palmo de él de una zancada, levantó la lámpara y, mirándole a los ojos fijamente, le habló con firmeza:
—Si nos uniéramos a los dimmíes, podríamos alcanzar ese sueño.
—¿A los dimmíes? ¡Qué cosas dices!
Salam se dio media vuelta y salió con paso airado, bufando de cólera, y, mientras se perdía por los corredores de la casa, decía:
—¡Piénsalo! Al fin y al cabo, los dimmíes y los muladíes llevamos la misma sangre. Estábamos aquí antes que todos los demás. A los ojos de Dios, tenemos más derecho que nadie en esta tierra…
Fue aquel un invierno duro y largo. Cuando cesaron las venganzas y las represalias, la vida en Mérida fluyó con una calma extraña. Los fríos fortísimos se alargaron y siguió lloviendo durante todo el mes de marzo. Pero, de un modo u otro, el sol empezó a hacerse notar y le llegó el fin a las noches largas. A principios de abril los días fueron templados y rompieron a cantar los pájaros. Entre Mérida y la otra orilla del río se extendía una enorme corriente de agua que cubría los prados primaverales, sobre los cuales se levantaban, aquí y allá, bandadas de patos salvajes. También las garzas alzaban su vuelo melancólico e iban a posarse entre los juncos y los arbustos, con parsimonia gris y elegante.
De pie, en la terraza de la casa de sus padres, Judit divisaba embelesada la crecida de las aguas y las puestas de sol, llameantes sobre esponjosas nubes, y se despertaba en ella un sentimiento de meditativa tristeza. Sus pensamientos se esparcían por doquier, tratando de volar por encima de las murallas, y afluía a su corazón el ardiente deseo de partir hacia Alange. Entonces sentía su aliento entrecortado y le corrían las lágrimas nublando sus ojos, que miraban hacia el sur, donde se alzaban el monte y el castillo de su amado Muhamad. Porque aquella lejana visión se le hacía inaccesible, concentrando estrechamente su triste añoranza y su miedo.
Una de aquellas tardes, antes de la cena, Judit bajó de la terraza con mayor desconsuelo que de costumbre. Fue a sentarse en un rincón y se puso a llorar con sonoros sollozos y suspiros. Su madre, que preparaba la comida en la cocina, se le acercó con precaución y le preguntó:
—¿A qué viene este llanto?
Alzó ella la cabeza y le gritó:
—¡La primavera está aquí! Mi padre me prometió que, cuando los días fueran largos, me llevaría a Alange. Hace ya tiempo que los días se alargaron… ¿Cuándo me llevará?
Uriela miró a su hija, compasiva, y respondió con voz débil:
—Tienes razón… La primavera está aquí. Pero debes comprender a tus padres. Tenemos mucho miedo. Dicen por ahí que los cordobeses están en el castillo de Alange y que esperan allí la vuelta del resto del ejército del emir. Nadie sabe decir a ciencia cierta si el hijo de Marwán vive o no. No puedes ir allí sin saber lo que te vas a encontrar.
Las cejas de Judit se habían fruncido, su rostro tomó una expresión severa, rara en ella, y su voz resonó con sequedad:
—¡De todas formas, iré!
La madre se acercó a ella e, inclinándose, le acarició suavemente la cabeza. Judit le tomó la mano y alzó la cara confusa. Añadió:
—He de ir, porque ya no aguanto más esta incertidumbre.
Uriela la abrazó por los hombros y, mirándola a los ojos, con una sonrisa llena de ternura, le dijo:
—Ya no debes pensar solo en ti, sino también en el hijo que vas a tener. No puedes arriesgarte.
Judit bajó la cabeza…
Su tía Sigal, que estaba en la cocina, había escuchado todo lo que madre e hija se habían dicho. Y cuando vio que ambas se quedaban en silencio, se acercó y también dio su opinión:
—No sabemos, en efecto, si Muhamad está vivo o muerto; unos dicen una cosa y otros, lo contrario. Por eso, pienso que deberíamos intentar enterarnos de lo que ocurre en Alange.
Judit y Uriela pusieron en ella unos ojos llenos de interés. Sigal prosiguió tranquila:
—Si alguien fuera allí y consiguiera hablar con Adine… También necesitamos saber qué ha sido de Adine…
Después de decir esto, parpadeó y perdió su habitual entereza. Sus ojos brillaron y le brotaron las lágrimas.
—¡Adine es apenas una niña! —sollozó.
Las tres se derrumbaron del todo y se pusieron a llorar.
—¡Qué tiempos estos! —se lamentaba Uriela—. ¿Cuándo tendremos paz verdadera? ¿Cuándo nos dejarán vivir?…
Un rato después, llegó Abdías y las encontró en aquel estado, llorosas y completamente angustiadas. Las tres mujeres se fueron hacia él y se pusieron a increparle:
—¡Debemos solucionar esto de una vez!
—¡Hay que saber lo que pasa en Alange!
—Es primavera y tenemos que enterarnos…
Abdías, alto y seco, permanecía en medio de la estancia y las miraba conmovido. Su esposa se encaró con él y, con determinación, le rogó:
—Tienes que hacer algo. No sabemos nada de Adine, tu hija está preñada y quiere saber si vive el padre de la criatura… ¡Por el Eterno, Abdías, debes tomar una determinación!
Mirándola a la cara, él abrió los brazos con ademán de impotencia y replicó:
—¿Queréis que vayamos a Alange? ¿Queréis que arriesguemos nuestras vidas? ¿Queréis que nos maten?
Judit se echó a sus pies, le agarró el borde de la túnica y empezó a suplicar a gritos:
—¡No! ¡Yo iré! ¡Yo sola iré a Alange! No tenéis por qué arriesgar vuestras vidas… ¡Debo ir yo!
También Sigal se puso a gritar:
—¡Y yo debo ir contigo! ¡Allí está mi hija Adine! ¡Necesito saber qué ha sido de ella! ¡Oh, mi pobre Adine!…
Abdías movió la cabeza con obstinación, se apartó de ellas y empezó a pasear en silencio por la estancia, con el semblante cargado de preocupación. Hasta que, de pronto, habló deprisa y con marcada severidad:
—¡Comprendedlo! Las cosas se han puesto muy feas en la ciudad. Esta mañana he estado con el almojarife y me ha contado que ayer unos muchachos cristianos le faltaron al respeto con fanfarronería en la calle; le echaban en cara que compró aquella pila bautismal que llevaron como regalo al emir… ¡Es como para tener miedo!
Estremeciéndose, su mujer empezó a enjugarse rápidamente las lágrimas y, temblando toda de aflicción y miedo, le preguntó en voz alta:
—¿Qué puede pasarnos a nosotros? ¿Qué pueden hacernos? ¡Nosotros no les hemos hecho nada malo a los cristianos!
—¡Ah! —exclamó Abdías bajando la voz—. Naturalmente que no les hemos hecho nada malo. Pero bien sabéis que los cristianos no han dejado nunca de mirarnos con recelo, buscando la manera de hallar en nosotros los judíos cualquier motivo para convertirnos en la causa de todos sus males. Siempre que se despierta en ellos el deseo de venganza, ponen sus ojos en nosotros…
La habitación quedó en silencio. Las tres mujeres le miraban expectantes, como si esperasen que él fuese a decir aún algo más.
Abdías soltó un suspiro y prosiguió, como reconviniéndolas:
—Deberías comprender que hablo con fundamento cuando os digo que es peligroso ir a Alange. Debemos evitar por todos los medios que sospechen que tenemos alguna vinculación con Marwán. Si llegasen a saber que ese niño que esperamos es nieto suyo… ¡Oh, quién sabe lo que podría pasarnos!
La luz de la mañana iluminaba el viejo palacio del duc de Mérida, y un rayo de sol hacía brillar los arcos y las columnas de mármol en la galería, por encima del pórtico. Aunque era temprano, hacía calor. En el atrio, Demetrio, el hortelano, rociaba las losas de piedra del suelo con el agua de un balde.
—¡Qué noche tan calurosa! —exclamaba con su habitual mal humor—. ¡Y estamos en mayo! Apenas acaba de pasar la semana de Pascua y ya están los sembrados pidiendo la siega… ¡Señor, qué tiempos estos! ¡Todo está al revés! Será a causa de nuestros muchos pecados…
El duc Claudio le oía decir estas cosas desde la galería y, acostumbrado a sus refunfuños, le reconvino cariñosamente:
—No reniegues, Demetrio. A pesar de las guerras que hemos tenido, no ha sido un año malo este. La mies abunda y las aguas vinieron a su tiempo.
—¿Un año bueno? —replicó el hortelano—. ¡Eso lo dices porque eres joven, duc Claudio! Cuando se es joven, se ve la vida de otra manera…
—No podemos quejarnos —repuso el joven—. Al fin tendremos cosechas y ya nos hemos librado de aquellos impuestos. Ahora debemos vivir con esperanza.
—¿Esperanza? No se puede tener esperanza cuando se vive con el pie del tirano en el cuello. Estos moros del demonio no nos permitirán jamás ser felices. Yo también fui joven un día y tuve esperanza… Ahora que soy viejo, miro hacia atrás y solo veo injusticia y tiempo malgastado. La vida pasa y Dios no viene a socorrernos…
—¡No desesperes! —le recriminó Claudio—. Debemos confiar siempre en Dios. Ya verás como ahora vienen mejores tiempos que los que hemos vivido.
Se santiguó el anciano y, mirando al cielo con los ojos semicerrados, dijo en voz alta:
—Dios ha de perdonarme, ha de perdonarnos a todos. Muchos son nuestros pecados, pero también hemos sufrido mucho por ser cristianos. Si nos hubiéramos hecho moros como todos esos muladíes, otro gallo nos hubiera cantado. Mira lo que fue de tu padre, el santo duc Agildo… ¡Malditos moros! Aquí no se puede levantar la cabeza… ¡Ay, Señor Jesucristo, ten misericordia! ¡Hemos sido fieles y todavía no nos han pagado el salario! ¡Líbranos de estos demonios muslimes!
—¡Calla, Demetrio, que pueden oírte!
Unas horas después, antes del mediodía, se armó un gran revuelo en la ciudad. Se oían voces exaltadas, ruido de pasos apresurados y el incesante rumor tumultuoso de la gente en las calles. El estruendo era mayor de lo habitual y se sobresaltaron en el palacio. El duc envió a un criado para que se enterara de lo que sucedía y este regresó enseguida gritando:
—¡Un ejército! ¡Un ejército viene del norte por la calzada de Toledo! Los vigías lo han avistado a dos leguas de aquí. Vienen millares de hombres a caballo desplazándose con rapidez.
Claudio permaneció mudo durante un instante y luego exclamó enardecido:
—¡El emir! ¡Abderramán regresa de Toledo con su hueste!
Mandó reunir a los nobles y salió del palacio con paso airado, en dirección a las murallas que miraban al norte. La noticia había corrido pronto y la gente estaba en los mercados acopiando víveres ante la inminencia del asedio. Hubo llanto de las mujeres y escenas de pánico, porque se difundía que los cordobeses venían formando un ejército descomunal para vengarse y reducir a ruinas toda Mérida. Aquello produjo un enorme alboroto y confusión, y muchos pretendieron salir de la ciudad para ponerse a salvo. Pero todas las puertas permanecían cerradas por orden del valí.
El duc se unió al comes Landolfo y a los demás nobles y subieron a una de las torres del extremo del barrio cristiano que daba al este. Se veía blanquear solitaria la calzada de Toledo y, en la lejanía, se divisaba una nube de polvo rojizo que se alzaba por detrás de unos cerros en el intenso azul del cielo.