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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

Alcazaba (18 page)

—Creo que debemos tener paciencia.

—¿Paciencia? ¿Más paciencia? La poca que le queda a la gente se va agotando —dijo con semblante grave el valí—. ¿Acaso no sabes lo que ha pasado durante tu ausencia? Déjame que te lo cuente. Los cristianos ahorcaron a uno de sus nobles, a ese que vendió la fuente que llevasteis como obsequio al emir. Están muy revueltos los dimmíes últimamente y temo que nos causen problemas. Días después, para colmo, la gente del alfoz asaltó el monasterio de Cauliana y esto enardeció de tal manera a los jóvenes infieles que pegaron fuego al arrabal del poniente durante su fiesta de la Ansara. He sabido que desde aquella noche andan reuniéndose en secreto y que tal vez se estén organizando.

—Me asustas —observó el cadí muy preocupado—. ¿Y el duc Agildo? ¿Qué dice de todo eso?

—Según he sabido, al duc le han quitado ya los dimmíes toda su autoridad. Dicen que está metido en casa y que se siente impotente frente a los suyos. Ahora son el abad Simberto y el comes Landolfo quienes mandan. Mis informadores están haciendo averiguaciones y espiándolos cuanto pueden. No podemos perderlos de vista o pasará algo peor que hace diez años…

Sulaymán Aben Martín escuchó todo esto con circunspección. Tenía un aire febril, y se veían en su rostro las huellas del agotamiento por el largo viaje que acababa de concluir. Le causaba un profundo dolor no haber podido traer una respuesta clara del emir y, además, empezó a temer que Mahmud perdiera su confianza en él, puesto que este era mucho menos listo de lo que se figuraba él mismo y de lo que se figuraban sus seguidores y los nobles del Consejo, que, por su parte, miraban al cadí como si viniera a quitarles algo, algo de influencia, de gloria o de prestigio.

Por eso, aunque Sulaymán no estaba al principio dispuesto a comunicarle a Mahmud sus apreciaciones y sus propósitos, después pensó que no le quedaba más remedio que confiarse a él y reconoció que, en efecto, la paciencia ya no iba a servir para nada.

—¿Entonces? —inquirió el valí con displicencia—. Si ya no podemos esperar nada de Córdoba, ¿qué piensas que debemos hacer?

—No creo que se pueda esperar mucho del emir —respondió el cadí—; porque, como te he dicho, en realidad no sé qué es lo que el hijo de Marwán habrá estado tramando en sus visitas… Pero pienso que debemos prepararnos.

—¿No te fías de Marwán? —le preguntó Mahmud enarcando una ceja—. ¿Sospechas de los Banu Yunus?

Sulaymán dudó antes de contestar.

—No tengo motivos para fiarme de ellos. Son gente escurridiza que no mira de frente.

—¡Es el colmo! —exclamó con intemperancia el valí—. Ahora resulta que tenemos que empezar a sospechar de todo el mundo…

—Haz lo que creas oportuno; pero debes prepararte para lo peor.

—Di de una vez lo que tienes pensado —le apremió Mahmud con enojo—. Y explícate con claridad, sin rodeos. Al menos necesito saber de qué parte estáis los muladíes; ya que, según me decís unos y otros, no me puedo ya fiar de nadie.

Sulaymán no tenía más plan que reunirse con el duc Agildo y proponerle que aunaran fuerzas entre todos, musulmanes y cristianos, a la espera de las misteriosas noticias del emir.

—¿Quieres convencerme de que debo poner toda mi confianza en esos dimmíes díscolos y orgullosos? —dijo Mahmud—. ¿Me pides que pacte con los cristianos frente al emir musulmán?

—No —contestó el cadí—. Te propongo un plan sencillo, para que cuentes con las fuerzas necesarias en el caso de que el emir decida mantenerse firme y no ceder ante nuestra reclamación. Tú mismo me has dicho hace un momento que la paciencia de la gente está agotada y que se hace evidente un peligro grave de desórdenes y tal vez revueltas. No olvides que los cristianos no son los únicos que están descontentos; también lo están los muladíes, los árabes, los judíos y los beréberes, tu gente. Si Córdoba nos encuentra divididos, nos manejará a su antojo y seguirá esquilmándonos o incluso nos tratará aún peor que hasta ahora.

Mahmud enmudeció y permaneció durante un rato dando vueltas en su cabeza a estas razones. Pero, como no era hombre de demasiada perspicacia e intuición, terminó diciendo:

—Debo consultar todo esto con mi Consejo. Así, tan de repente, no puedo darte mi conformidad. Temo que los míos no acepten el plan y me nieguen su apoyo.

Sulaymán pensó: «Este hombre tan indeciso acabará poniéndolo todo en peligro». Pero no tuvo más remedio que asentir:

—Está bien. Y te ruego que seas cauto y que obligues a los tuyos a guardar el secreto. ¡Pídeles juramento!

—Mi gente es leal.

—Lo sé, pero si alguno se va de la lengua por puro descuido, yo seré el que tendrá graves problemas. Impliqué mi palabra y toda mi persona en esa embajada y, ya ves, he vuelto sin poder decir otra cosa que seguimos como estábamos. Lo más prudente ahora es, pues, continuar firmes y unidos. Esta ciudad cuenta con las más poderosas murallas de todo Al-Ándalus. Si nos lo proponemos firmemente, podremos defendernos.

—Ya perdimos frente a Alhakén hace diez años —repuso Mahmud.

—Nada de eso —replicó el cadí—. Perdieron los dimmíes. Los musulmanes permanecimos firmes hasta que decidimos abrirle las puertas a Alhakén. ¿Y cómo nos lo pagó?; echándonos encima estos impuestos que no nos dejan respirar. Desengáñate de una vez, Mahmud al-Meridí: mientras Córdoba sea la señora, Mérida será la esclava, gobierne quien gobierne en ella, musulmán o cristiano.

27

Nadie sabía precisar cuál fue el origen de los baños de Alange, ni quién los mandó construir. Los más viejos se conformaban diciendo que estaban ahí desde siempre, como el manantial que le proporcionaba las aguas termales y curativas tan célebres que atraían a múltiples bañistas.

El edificio era grande y compacto, y su estructura se adecuaba a su finalidad. Los muros de hormigón y piedras sujetaban las altas bóvedas de ladrillo, que cobijaban sendas piscinas redondas recubiertas de mármol; destinadas una de ellas al agua caliente y la otra al agua fría. Antes de descender por una escalera y atravesar la galería que conducía a dichas piscinas, se pasaba por una primera sala que se llamaba
al-bayt
al-maslaj,
que servía de guardarropa y lugar de reunión.

Aunque los baños eran propiedad del señor de Alange, estaban abiertos al público y el encargado de su aprovechamiento era un arrendatario, que dividía la recaudación en tres partes: una se entregaba al dueño, la segunda iba destinada al mantenimiento de una mezquita próxima al manantial y la tercera se la quedaba el encargado para el sostenimiento propio y el de las familias que le ayudaban proporcionando los mozos y mozas del baño, los masajistas, los que limpiaban y los hortelanos y jardineros que se ocupaban de la propiedad que rodeaba el establecimiento.

Hacía ya cincuenta años que los Banu Yunus otorgaron el arriendo del manantial, con todas las dependencias de los baños, al judío Maimun, el padre de Abdías, abuelo de Judit al-Fatine; el cual se lo entregó como dote al esposo de su hija Sigal, al darla en matrimonio. Desde entonces, la familia de esta se hizo cargo, y ahora, muerto el marido de Sigal, ella y sus hijos gestionaban el negocio.

Desde que Judit llegó a Alange tuvo que ocuparse de las tareas propias del balneario: atender a los bañistas, proporcionarles cuidados y masajes, y aplicarles aceites en la piel o teñirles el pelo con alheña, especialmente a las mujeres. Este delicado oficio lo fue aprendiendo poco a poco gracias a las enseñanzas de su tía.

Cada mañana, su prima Adine y ella se levantaban temprano y se dedicaban a preparar las esencias, los ungüentos y los jabones que se utilizaban, bajo la atenta supervisión de Sigal. Y más tarde, cuando iban llegando los clientes, se ponían a atenderlos; a los hombres por la mañana y a las mujeres por la tarde, como mandaban la normas de los baños.

No era ya demasiado temprano cuando Judit al-Fatine y su prima Adine se hallaban sentadas, conversando placenteramente, con los pies descalzos metidos en el agua limpia de una acequia. La luz caía sesgada, tiñendo con una mezcla de extraños colores los huertos y los estanques. También el viejo y compacto edificio de los baños destacaba en un tono rojizo, y las hojas de los árboles brillaban en movimiento, otorgando a la vista el mismo fulgor plateado que los chorros de la fuente que manaba en un tosco paredón de piedras y ladrillos.

Adine era una muchacha risueña de quince años, de pelo suelto cobrizo, bello rostro y miembros largos, como los de su madre. Judit se confió a ella y le hablaba entre susurros. Le contaba cosas de su vida, de su matrimonio desdichado con el tullido Aben Ahmad, y a la vez la inducía a que le hiciera todas las preguntas que pudiera suscitar la candidez de una adolescente.

—Poco mayor que tú era yo —le decía—, y mi padre me entregó a un hombre de casi treinta años. Él sabía todo de la vida y yo nada. ¡Qué miedo la primera vez que me quedé sola con él!

Dicho esto, se calló y se puso a suspirar y a sonreír de manera extraña. También hizo algún ademán raro que Adine no fue capaz de descifrar; y la muchacha, que no estaba dispuesta a quedarse en ascuas, acabó por suplicarle que le diera detalles.

Entonces Judit, de una manera sufrida y nerviosa, en voz baja, le contó:

—Me arrancó la ropa a tirones y me llevó al rincón de la habitación donde estaba la lámpara encendida…

—¿A la lámpara? —le preguntó la prima embobada—. ¿Y para qué?

—¿Para qué va a ser? ¡Qué candidez! Pues para mirarme y remirarme… ¡Se le caía la baba!

Adine se llevó las manos al rostro y se lo cubrió mientras se echaba a reír.

—Sí, ríete —le dijo Judit con resignación—. A mí no me hacía ninguna gracia aquello. Una cosa es que te lo cuenten y otra muy diferente estar allí… ¡Ay, no quiero ni acordarme! Imagina que te pasara a ti…

La muchacha se quedó pensativa y luego le rogó melosa:

—¿Y tú le viste? ¿Le viste a él? ¡Anda, cuéntamelo todo!; se me ha despertado la curiosidad…

—¿Qué quieres saber? ¡Pues claro que le veía! ¿Pues no te he dicho que había una lámpara?

—No me refiero a eso… Quiero decir… —La muchacha se ruborizó—. ¿Tú le viste a él…?

—¡Ah!… ¿Desnudo? —susurró Judit adusta—. ¡Por el Eterno, Adine, qué curiosidad!

Pero entendió que no debía enfadarse con su prima, ya que sabía que no preguntaba con malicia, pues no había caído aún presa del amor ni era culpable por querer saber ciertas cosas. Así que le pareció lícito hablarle sobre sus experiencias y continuó:

—Maldita la gana que tenía yo de ver aquel día a Aben Ahmad como su madre lo trajo al mundo. Además, ya te enterarás a su tiempo de lo reservados que son los hombres para eso: les gusta mirar, pero no soportan dejarse ver. Mi pobre marido no era nada agraciado y supongo que se avergonzaba al principio. Se remangaba la túnica y… ¡hala!

—¿Hala?

—Sí, ya sabes…

Adine volvió a cubrirse el rostro y se dejó dominar por una risa convulsiva y nerviosa, como un hipo.

—Hija mía —le dijo Judit—, cómo se nota lo verde que estás en estos asuntos y que todavía no te ha invadido esa desazón que… ¿Sientes algo por algún muchacho de por aquí?

Adine negó con tímidos movimientos de cabeza, mientras trataba de contener su risa.

Judit la besó en la frente y añadió con ternura:

—Pues confórmate mientras puedas y continúa siendo feliz cotorreando con tus amigas, cantando y bailando como si todavía fueras una niña; que ya vendrá lo que tiene que venir…

La prima logró al fin ponerse seria y sacó de sí una repentina grandilocuencia para observar:

—Eso lo dices porque aún no has conocido a un hombre que te enamore de verdad. Te casaron con Aben Ahmad y tuviste que aguantarte. Pero, con todo lo guapa que eres, está claro que no te conformarás envejeciendo sin buscar ese hombre.

Judit se la quedó mirando con pasmo. Contestó:

—¡Anda! Y parecías una mosquita muerta… Si llego a saber que te burlabas de mí, no te cuento nada.

—Lo estabas deseando, prima —replicó con una sonrisa maliciosa Adine—. Necesitabas desahogarte.

—Es verdad —asintió Judit, bajando la mirada—. No sé por qué tengo que andarme con tapujos ya. Cuando ahora soy libre y puedo hacer lo que me dé la gana…

Proseguían con esta conversación cuando se presentó allí Sigal y les reprochó:

—Así que estáis aquí las dos, dale que te pego, toda la tarde parloteando, mientras que yo me ocupo del trabajo. ¡Ya está bien! Venid a echarme una mano, que están los baños hasta arriba de gente.

—Si no había nadie esta mañana —repuso Adine.

—A primera hora no; pero desde el mediodía no paran de venir mujeres.

28

El Ramadán transcurrió para los musulmanes consagrado a sus ayunos, coincidiendo con el mes de septiembre en el calendario cristiano. Cuando llegó el tiempo en que maduran los membrillos y las granadas, el primer día del décimo mes, Shawaal, se celebraba la fiesta del Aid al-Fitr.

El valí Mahmud se levantó muy temprano ese día, hizo sus abluciones y abandonó el palacio cuando estaba amaneciendo; cruzó la pequeña plaza atestada de gente y se dirigió a la mezquita para la oración. Durante un largo rato, las alabanzas del Aid le ayudaron a olvidarse de sus muchas preocupaciones; pero, cuando dejaron de pronunciarse las repetidas fórmulas de
basmala
y de
hawlaqa,
volvió a disiparse su aplomo y no pudo evitar el deseo de mirar de reojo a su alrededor tratando de descubrir la presencia de conspiradores entre los fieles. Porque el valí había permanecido encerrado en sus aposentos de la fortaleza durante todo el mes de ayuno, sumido en una gran incertidumbre y en la desazón que le producía tener que esperar a que llegasen las inminentes «noticias» del emir.

No obstante, los notables que se aproximaron a él cuando concluyó la oración no manifestaron ninguna actitud sospechosa y le felicitaron con motivo de la fiesta igual que todos los años.

Incluso el rico árabe Marwán Aben Yunus se abrió paso entre los del Consejo y se acercó, con su cara llena, sonrosada, su abultado turbante y una holgada túnica que cubría su imponente corpulencia; le miró sonriente y le dijo:

—¡Felicidades, valí Mahmud! Que Allah nos conceda un Aid venturoso, a nosotros los musulmanes de Mérida y a todos los creyentes.

El valí se sintió muy complacido y le devolvió la felicitación con un abrazo. Entonces Marwán, con cierta expectación mezclada de cautela y lisonja, le invitó a compartir con él el desayuno de la fiesta.

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