—¡Oh, la has mandado poner aquí! —exclamó Muhamad muy contento al verla.
—Como no podía ser de otra manera —afirmó el emir—. Es una verdadera joya y aquí, en el recibidor principal de mi pabellón, lucirá mejor que en ninguna otra parte. Pues es a este lugar adonde acudo yo solo para poder descansar cuando quiero apartarme de Córdoba, y también para algún encuentro íntimo, o para alguna privada reunión con pocas personas. Digamos que este es mi particular retiro. Y únicamente permito que lo disfruten conmigo los que componen mi círculo de confianza.
Muy honrado al oírle decir aquello, Muhamad suspiró profundamente, besó la mano de Abderramán y le preguntó:
—Entonces, ¿podré decirle a mi padre que su regalo te gustó?
—Por supuesto. ¡Me ha encantado! Díselo y no le mentirás, amigo mío. La fuente es extraordinaria. En Mérida se reunían en la antigüedad los más ricos tesoros de Occidente. Muchos de ellos fueron llevados a Damasco como botín de guerra cuando la ciudad se ganó a los rumíes. Aunque no todo fue esquilmado, pues no hubo saqueo, sino entrega de tributos a los vencedores; se reservaron muchas cosas y los dimmíes tenían en sus iglesias y palacios un gran tesoro. Cuando fui gobernador de la ciudad vi muchas joyas como esta y mandé luego traer bellas columnas para la ampliación de la mezquita Aljama de Córdoba. Y ahora dime: ¿quedan allí todavía objetos valiosos?
Muhamad se le quedó mirando con brillo en los ojos, sonrió ampliamente y respondió sin temor a exagerar:
—¡Te asombrarías! En sus basílicas se custodian aún alhajas de valor inestimable.
El emir se irguió e inhaló aire de forma profunda. Luego suspiró y, con timbre ronco, dijo muy serio:
—Con razón se manifiestan así de soberbios y rebeldes… Tienen mucho a lo que aferrarse esos de Mérida… Si fueran pobres como ratas, no darían ruido. Pero su rebeldía delata su mucha codicia.
—Eso mismo opina mi padre —observó Muhamad—. La gente de Mérida se obstina en su pasado; no quieren desprenderse de su añeja gloria. Deberías volver allí y ver cuántos recuerdos quedan de la grandeza que hubo un día: columnas de fino mármol pulido, antiguas estatuas, piedras labradas, antiquísimas casas con mosaicos; por no hablar del oro, la plata y las gemas de las iglesias.
Abderramán se acercó a la pila y acarició pensativo el borde delicado de ónice rojo, esbozando una misteriosa sonrisa.
Muhamad se aproximó a él y, con entusiasmo, añadió:
—¡Deberías ir! Prepara un viaje y ve a poner en orden aquello.
—Iré, pero a su tiempo… —murmuró el emir enigmáticamente. Y dando por terminada la conversación, se volvió hacia los criados y les ordenó—: Preparad todo lo necesario para dentro de una hora. La tarde decae; hará fresco y será el momento oportuno para sacar los halcones. Mientras tanto, Muhamad y yo nos refrescaremos en la alberca.
Estuvieron chapoteando durante un rato en el agua fría que manaba en los montes y llegaba por un canal, renovando constantemente el estanque. El jardín que rodeaba al pabellón era grande, de unas dos fanegas. Crecían allí viejos arces y tilos, un solitario ciprés y el resto eran árboles frutales: guindos, perales, manzanos, castaños y almendros. Una ordenada y compleja red de acequias regaba los bancales y hacía que la tierra húmeda y caliente desprendiera un vapor sofocante.
Al atardecer, el aire de la sierra empezó a moverse y refrescó algo el ambiente. Entonces Abderramán dijo:
—Es la hora de la caza. Verás qué oportunos para las aves de presa son estos parajes.
Salieron del estanque, se vistieron, se calzaron convenientemente y cada uno se puso su guante.
—Empezaremos con el gerifalte —dispuso el emir—. Dentro de un rato llegarán las palomas para pasar la noche, pero podemos levantar antes algún bando de perdices.
En un altozano próximo descaperuzó al soberbio halcón, que alzó el vuelo enseguida, buscando dominar por altanería los claros que se abrían en el bosque. Y no tardó en avistar las perdices que escapaban, con un rumor asustado, ladera abajo. El gerifalte se lanzó como una centella y atrapó una al pie de un roquedal.
—¡Magnífico! —exclamó Muhamad.
Luego le llegó el turno al peregrino y era formidable verle perseguir una paloma torcaz a lo largo de una quebrada. Así fueron soltando las pihuelas de todos los halcones, y se hicieron con una veintena de capturas, antes de que la oscuridad les hiciera temer el extravío de tan valiosas aves de presa. Era la hora de regresar y estaban encantados por los espléndidos lances.
Entraron en el pabellón y calmaron la sed que traían bebiendo abundante agua en la fuente del recibidor. Después accedieron a una pequeña cámara, revestida de frescos zócalos pétreos y cubierta de inmensos cojines de cuero y seda bordada. Allí en el centro, sobre mesitas bajas, estaban dispuestos platos con fruta, tortas, pan y otros alimentos. Se sentaron el uno frente al otro, dejando las sandalias a un lado, y se pusieron a comer y a beber con avidez. Muhamad sonreía lleno de felicidad y pensaba: «¡Si mi padre me viera en este momento!». Y sin poder sujetar su emoción, estalló en un torrente de palabras agradecidas.
—Nunca pensé, emir Abderramán, que serías un hombre tan generoso y tan cercano. ¡Allah el Clemente, el Misericordioso, te ha colmado de simpatía y de gracia! ¡Resulta un auténtico gozo compartir tu compañía! Ahora comprendo por qué tienes tantos amigos y tanta gente te quiere… ¡Ah, cuando le cuente todo esto a mi señor padre Marwán Aben Yunus!
El emir dijo riéndose:
—Me alegra mucho saber que lo estás pasando bien, amigo mío. Y he de ser sincero: tu compañía también me es muy grata. Tienes una manera de ser, ¿cómo decirlo?, ¡auténtica! Así eres tú, Muhamad. No creas que me resulta fácil encontrar gente que sea capaz de librarse del temor y la distancia en mi presencia. Tu naturalidad me complace sobremanera.
Muhamad se puso muy serio, se llevó la mano al corazón y le aseguró:
—Siempre te seré fiel. Sabes que puedes confiar plenamente en mí. Cuando regrese a Mérida, mi padre y yo sembraremos aquello de partidarios tuyos. ¡Lo juro!
Abderramán dirigió su mirada hacia él muy fijamente.
—Ya lo sé. Pero… ahora necesito hablarte con mucha sinceridad.
—Tú eres el que ordena —dijo Muhamad, y pensó para sus adentros: «Ahora me confiará lo que ha resuelto hacer con Mérida».
El emir empezó a decir:
—Aunque apenas hace poco más de un mes desde que viniste, es como si te conociera de toda la vida…
—¡Lo mismo me pasa a mí! —afirmó entusiasmado Muhamad.
—Deja que me explique —le pidió Abderramán poniéndole la mano en el antebrazo—. Lo que tengo que decirte es muy importante para los dos.
Muhamad, recomido por la impaciencia, se recostó en el asiento y fijó en él unos ojos que denotaban todo su interés. Pensó: «¡Ojalá haya resuelto actuar pronto y con firmeza, como espera mi padre, y así podré regresar a casa!».
Pero el emir le apretó el antebrazo y, con una expresión firme, le dijo:
—Me gustaría mucho que te quedaras aquí en la corte.
El rostro de Muhamad se demudó:
—¿Aquí?… ¿En Córdoba?…
—Sí. Es aquí, junto a mí, donde hallarías un verdadero futuro. Podrías tener un gran palacio, un harén a tu medida, un centenar de criados… En ninguna parte encontrarás mejor lugar para educar a tus hijos.
—Pero… ¡señor! —balbució Muhamad tratando de disimular su contrariedad—, mi padre está allí… Él me necesita…
—Soy comprensivo… —dijo el emir—. ¡Nada hay como la familia! Y además… —añadió después de un silencio—, los Banu Aben Yunus debéis prestarme un gran servicio. Pon mucha atención al plan que he trazado…
Muhamad se tranquilizó y pensó: «Ahora me lo dirá».
La comitiva emprendió su regreso el día 25 del mes de Sha’ban de los musulmanes, que coincidía con el 30 de agosto del calendario cristiano. Se pusieron en marcha dos horas antes de la salida del sol y salieron por el extremo septentrional de las fortificaciones, bordeando el arrabal y avanzando entre barbechos, antes de emprender el serpenteante camino que ascendía por las sierras. Era completamente de noche aún cuando remontaban el último altozano, entre encinas y jaras, y veían la ciudad extendida en la llanura, clareando a la luz de la luna.
Después la caravana se adentró por los intricados parajes montañosos cuando empezó a amanecer. Los soldados iban a la cabeza y detrás de ellos cabalgaban Sulaymán Aben Martín y Muhamad Aben Marwán, algo distanciados el uno del otro y en completo silencio. Les seguían los comerciantes con sus mulas aplastadas bajo el enorme peso de las mercancías, y los viajeros que se habían unido a la caravana para cubrir seguros el peligroso trayecto de los montes, siempre tan asaltado por los bandidos. Detrás, cerrando la fila, guardaba la retaguardia otro medio centenar de soldados en monturas ligeras, siempre dispuestos a avanzar o retroceder con rapidez en caso de amenaza.
Así prosiguieron con mucho calor, por aquellos desiertos terrenos en los que se avistaban muy pocos pueblos. Se detenían cuando el sol subía a lo más alto y reanudaban la marcha a media tarde, hasta bien avanzada la noche, para librarse de la fuerza implacable del astro. Cuando encontraban un río, un arroyo o un abrevadero, aprovechaban y daban descanso a las bestias.
Transcurrieron de esta manera dos jornadas y luego el camino abandonó la sierra y culebreó por solitarios campos de labor; discurriendo más tarde, ya en el tercer día de viaje, recto e interminable en dirección al poniente.
Durante todo este tiempo, Muhamad iba con impaciencia, deseoso de llegar a Mérida, dándole vueltas en la cabeza a cuanto el emir Abderramán le había confiado; procurando retener cada palabra, cada instrucción y cada gesto; pues sabía que su padre querría saberlo todo con destalle. Y al mismo tiempo se mantenía esquivo y reservado, temiendo que el cadí le pidiera explicaciones y acabase poniéndole en un aprieto.
No obstante, Sulaymán se manifestaba caviloso y distante. Porque, estando todavía en Córdoba, el día anterior a la partida, se había dado cuenta de que el hijo de Marwán no estaba siendo del todo sincero. Ya durante las primeras semanas empezó a sospechar del joven, cuando intentó por todos los medios que le dejase acompañarle a los Alcázares y él se negaba siempre, con evasivas muy poco convincentes. No era tan necio el cadí como para no percatarse de que Muhamad había estado haciendo el juego por su cuenta y riesgo, sin contar con él para nada. Pero resultó mucho más desconcertante la manera tan simple con la que buscó contentarle y hacerle ver que debían regresar. «El emir ha manifestado que no debemos preocuparnos; que pronto tendremos noticias suyas», le había transmitido escuetamente Muhamad. Y cuando trató de que fuera más explícito, se escabulló insistiendo en que debían regresar a Mérida cuanto antes.
A pesar de esta actitud escurridiza de su compañero de embajada, Sulaymán estaba decidido a no dejar que transcurriese todo el viaje sin intentar sonsacarle algo más.
Y con tal fin, cumpliéndose la quinta jornada de camino, que era casi la mitad del trayecto, aprovechó que se encontraban detenidos por la tarde en la amenidad de unas frescas alamedas, junto a una fuente, se aproximó a Muhamad y, buscando dentro de sí toda la simpatía que pudo hallar, le dijo astutamente:
—Debe de ser una gran experiencia para un joven como tú haber conocido en persona al emir de Córdoba.
Muhamad le miró sonriente y contestó escueto:
—Pues sí.
—Tengo mucha curiosidad —prosiguió el cadí— y me gustaría saber si has podido hablar con él largo y tendido; si has tenido tiempo para expresarle todo lo que debe saber sobre Mérida. Aunque… te ruego que no dudes de mí…
El joven apartó los ojos, pero no se movió, dominado por el mal humor que empezaba a brotarle dentro.
—¿No me respondes? —preguntó Sulaymán acercándosele—. Sería bueno que yo supiera lo que te dijo. Debes comprender que he de rendir cuentas de la embajada ante el valí y…
Muhamad se giró y puso en él una mirada dura. Aunque trataba de sonreír.
—Ya te he dicho lo que el emir manifestó: «Pronto tendréis noticias mías». ¿Qué más te voy a contar? Dile eso al valí y esperemos todas esas noticias.
Sulaymán también aguantaba su rabia y su impaciencia. Insistió:
—Has estado reuniéndote con el emir durante diez semanas… ¿Solo eso te dijo?
—¡Diez semanas! —replicó Muhamad—. ¡Qué exageración! Si apenas le vi un par de veces.
Sulaymán se enojó por esta respuesta, porque durante los últimos días le había estado siguiendo y sabía que mentía. Sin embargo, no quiso complicar las cosas y, conteniéndose, únicamente expresó:
—Si no quieres decirme nada más, no insistiré. Pero me veo en la obligación de advertirte: pon mucho cuidado en no dejarte utilizar. Los ánimos en Mérida están muy encendidos y no prosperará ninguna maniobra aislada.
—No sé a qué viene esa advertencia y no comprendo tus suspicacias —replicó Muhamad—. Habla claro.
—Sospecho que ocultas algo.
Muhamad se le quedó mirando con altivez y contestó:
—Pues allá tú con tus sospechas.
Se dio por zanjada la conversación y montó cada uno en su caballo. En los días siguientes ya ninguno volvió a sacar aquel asunto. Se trataban cordialmente, pero guardaban las distancias.
El duc Agildo se acercó a la balaustrada y contempló el campo desde la galería de su palacio. Ya había caído la noche y en el horizonte, por encima de la torre albarrana que se alzaba en la parte sur de la muralla, surgía una luna llena teñida de púrpura. Todo estaba en silencio, pero a él le zumbaban los oídos y le dominaba un raro malestar. En el fondo, le avergonzaba el recuerdo de su pusilanimidad de la víspera, en el patio del comes Landolfo. Porque había sido incapaz de adoptar una resolución valiente ante las dos contradictorias posibilidades que se le pusieron delante: ceder a las razones de Simberto y de la mayoría de los nobles o enfrentarse a ellos y hacer valer su legítima autoridad. En cambio, no optó por ninguna de ellas y se retiró; no por cobardía, sino porque se sintió como paralizado e incapaz de hallar dentro de sí la fuerza necesaria.
Oyó un suspiro a su espalda. Se dio la vuelta y vio a su mujer en la penumbra. Estaba muy quieta y parecía mirarle con pena. Él le rogó en un susurro:
—Es mejor que no digas nada, Salustiana. He meditado durante todo el día sobre lo que nos pasa y… ¡Estoy tan desanimado!