—¡Hay que arriesgarse! —exclamó Aquila—. ¡Debemos confiar en la ayuda de Dios!
Al obispo le invadió un sentimiento de admiración mezclado con temor. Permaneció caviloso y sumido en su miedo durante un largo rato, mientras los dos jóvenes esperaban su reacción.
Claudio, apremiante, le dijo:
—Venerable padre, esta era la capital del reino cristiano. ¿Vas a dejar pasar la oportunidad de hacer algo para liberarla? Piensa en tu grey… La cristiandad necesita que te unas a su causa… ¡Decídete!
El obispo se puso en pie y llamó a su secretario. Y cuando este entró servicial en la sala, le ordenó:
—Trae un pliego, el cálamo, la tinta, el lacre… ¡y mis sellos!; he de redactar urgentemente una carta.
Un día del fin de la luna de Rabí al-Awwal, que coincidía con mediados de marzo en el calendario cristiano, la fatigada ciudad de Mérida sacudía su sueño en el silencio del amanecer. El aire estaba muy claro y el último cielo descolorido del invierno había dejado todo impregnado de rocío, que empezaba a evaporarse enviando vahos perfumados de hierba fresca.
El centinela que concluía su turno en el puente miraba hacia el otro lado del Guadiana y vio adelantarse una larga fila de hombres a caballo que, a simple vista, le parecieron ser más de un centenar. Extrañado, se apresuró a dar el aviso al jefe de la guardia y este envió enseguida al más ligero de sus hombres para que alertara a su vez al destacamento que defendía la cabecera del puente. Pronto regresó a esta parte del río y, resollando aún, le dijo al oficial que se trataba del séquito de un magnate cordobés enviado por el emir solicitando ser recibido por el valí.
Cuando el gobernador Mahmud al-Meridí fue informado de esta circunstancia, perdió la tranquilidad y ordenó que fuera convocado su Consejo inmediatamente.
Un poco más tarde, reunidos los próceres en la sala de audiencias del palacio, debatían sobre lo que debía hacerse con aquella comitiva que esperaba al otro lado del río. El jefe de la guardia dijo con solemnidad:
—No cabe duda de que ese enviado del emir trae las noticias que el hijo de Marwán nos anunció.
El valí se volvió hacia él y, con una mirada apagada y resentida, atronó:
—¡Pues claro que son esas noticias! ¿A qué va a venir si no esa embajada? ¡No necesito que nadie me diga lo que ya sé!
Se hizo un gran silencio. Los presentes miraron al jefe de la guardia con enojo, solidarizándose con el valí. Y este, haciendo visible toda su preocupación, añadió:
—¡Qué tremendo problema! Si esas noticias que tanto hemos esperado son buenas… Es decir, si el emir ha decidido perdonarnos los impuestos… ¡Bendito sea Allah el Misericordioso! Pero… y si… En fin, y si ese enviado viene a decirnos que todo sigue igual…
Cuando Mahmud hizo una pausa y se quedó como abstraído con la mirada perdida en las alturas, todos allí estaban tan quietos y pendientes de sus palabras que se hubiera oído el caer de un alfiler. Entonces el valí paseó sus ojos ansiosos por ellos y se dio cuenta, con fulgurante y agitada percepción, de que era él y nadie más quien debía tomar una decisión al respecto. Entonces se irguió y, alzando las manos crispadas al cielo, gritó:
—¡Por la grandeza y la gloria del Profeta! ¡Ya no se puede exprimir más a esta ciudad! ¡No consentiré que nos lleven a la ruina!
Todos los miembros del Consejo se pusieron a gritar:
—¡No lo toleraremos! ¡Sería la mayor de las injusticias! ¡Nada de eso!…
El muftí se adelantó entonces y, encarándose con ellos, les preguntó angustiado:
—¿Y qué podemos hacer? ¡Decidme de una vez lo que pensáis!
Todas las miradas volvieron a dirigirse fijas y temerosas hacia Mahmud, volviendo a depositar la solución en sus manos. Y él, tras dudarlo unos momentos, le ordenó al jefe de la guardia:
—Ve en busca del cadí de los muladíes Sulaymán Aben Martín. Cualquier decisión que tomemos deberá ser de común acuerdo, según se juró aquí mismo antes de que se acudiera a Córdoba.
Pero todavía no había salido el jefe de la guardia de la sala cuando se presentó un oficial de los guardias muy azorado y anunció:
—El magnate de Córdoba exige la autorización para entrar en la ciudad; le ha dicho al oficial del puente que estamos faltando a la consideración debida.
El valí contestó fríamente:
—Hemos esperado esas noticias desde la luna de Rayab y se impacientan ellos por unas horas. ¡Es el colmo!
El tiempo transcurrió lento y espeso mientras iban a buscar al cadí de los muladíes. Los notables cuchicheaban y una atmósfera cargada de ansiedad se apoderaba de la reunión.
Y cuando al fin Sulaymán entró en la sala, el valí le manifestó con ansiedad:
—Ha llegado el momento de tomar una determinación. Las noticias de Córdoba están aquí, aguardando en las puertas de nuestra ciudad, puesto que un enviado del emir ha venido para parlamentar. Y ahora se presenta un gran dilema: si el emir ha decidido quitarnos de encima la pesada carga de los impuestos… ¡Oh, sería maravilloso! Entonces daremos una gran fiesta. Pero, ¡Dios no lo permita!, si ese enviado viene a cobrar, ¿cómo vamos a pagar tan enorme deuda?
Hizo una pausa para examinar en la cara del cadí el efecto de su declaración y siguió:
—Debemos estar prevenidos y ponernos en lo peor… Aquí mismo se juró no ceder en el caso de que no se nos hiciera justicia; y también permanecer unidos en cualquier circunstancia… Sulaymán Aben Martín, fiel a Allah, jefe de los muladíes, ¿qué tienes que decir a todo esto? ¡Sabes cómo confío en ti, leal amigo!
El cadí dejó a un lado la hosquedad de su semblante y sonrió levemente correspondiendo a los afectos del valí. Contestó:
—Opino que debes recibir de inmediato a ese enviado. Y una vez que hayas escuchado lo que el emir tenga que decirnos por su boca, no le des ninguna respuesta; no respondas ni «sí» ni «no». Reúne después a los jefes de la ciudad y decidamos entre todos lo que debe hacerse.
El valí se quedó pensando un rato y, dirigiéndose al jefe de la guardia, ordenó:
—Preparad todo para la recepción. El Consejo debe estar presente, para que no haya duda alguna sobre el sentido de las palabras que se digan. Y convocad también a Marwán Aben Yunus.
Poco antes del mediodía, cuando los muecines se aprestaban a convocar a los fieles para la oración del Zuhur, el cortejo del magnate cordobés atravesaba Mérida en dirección al palacio del valí. Avanzaba delante el estandarte de Abderramán, custodiado por soldados con libreas verdes y capas blancas, seguidos por varios nobles con lujosos atavíos y vistosos jaeces en sus monturas. Cerraban la fila veinte aguerridos caballeros con armaduras, entre los cuales iba el legado del emir, cuyo yelmo empenachado resaltaba por encima de los demás.
Todo esto contemplaba con asombro y regocijo el rico Marwán, que estaba en una angosta bocacalle que afluía a la vía principal frente a la fortaleza. Iban con él todos sus hijos, excepto el mayor, Muhamad, a quien había mandado aviso a primera hora de la mañana, en cuanto tuvo noticias de que la comitiva cordobesa se hallaba a las puertas de la ciudad.
Los hombres principales de Mérida, jefes árabes, muladíes, beréberes, judíos o cristianos, convocados para la reunión, fueron llegando sin que faltara ninguno de ellos; y con los ojos ansiosos, expectantes, los semblantes graves y guardando un elocuente silencio, ocupó cada uno el lugar que le correspondía en la sala de audiencias.
Al fondo, sobre el estrado, aguardaba el valí de pie delante de su trono, decidido a manifestar el máximo aplomo y a que nadie pudiese adivinar que en su interior se revolvía un nudo de incertidumbres.
Entró el legado cordobés y avanzó por el pasillo central deslizando sus zapatos de seda verde oliva, como la túnica y el dolmán que cubrían su abultado cuerpo; llevaba bordados por todas partes, cual si fuera un ídolo de oro y pedrería. Sus negros ojos también brillaban en su cara de carrillos abultados; erguía la cabeza orgullosa tocada con turbante orondo repleto de brillantes alfileres y gemas de todos los colores; y sus manos asomaban entre los encajes de las mangas, tostadas por el sol y abarrotadas de anillos. Le seguían cuatro secretarios igualmente emperifollados, llenos de adornos y alhajas.
Al entrar el séquito en la sala hubo un gran movimiento de curiosidad. Se alzaron en sus sitiales los miembros del Consejo y se extendió un murmullo que pronto dio paso al silencio expectante.
El secretario privado del valí se puso frente al estrado y proclamó con solemnidad:
—Bienvenido, ilustre legado de nuestro altísimo señor el emir Abderramán, príncipe de los fieles.
El magnate cordobés se inclinó levemente y contestó sonriente:
—Mi nombre es Abdallah al-Wahid y me anuncias bien al revelar que me envía nuestro emir Abderramán, ¡Allah le conserve! Estoy aquí, en esta leal ciudad de Mérida, para manifestar la clemencia de nuestro buen príncipe.
Un murmullo alegre y aprobatorio estalló en la concurrencia. Los presentes se agitaron y empezaron a hablar entre ellos a media voz; meneaban las cabezas en expresivos asentimientos y un júbilo, aunque impreciso, se apoderó de la sala.
El valí Mahmud, de pie en lo alto del estrado, se puso a manotear y a ordenar con su voz débil y trémula:
—¡Callad! ¡Callad y dejad hablar a quienes deben hacerlo!
Retornó el silencio y tomó de nuevo la palabra el legado Abdallah para, con voz presurosa, añadir:
—Se perdonará un tercio del tributo a los musulmanes y…
Una explosión de aclamaciones discordes ahogó su voz.
—¡Cómo un tercio!
—¡¿A los musulmanes?!
—¿Eso es clemencia?
—¡Dejadle terminar!
Los gritos de los presentes se hacían suplicantes, enervados, fundiéndose en una confusa agitación, en la que sobresalían la desesperanza y la queja.
El valí volvió a elevar las manos y a gritar de manera casi inaudible:
—¡Silencio! ¡Callaos, por Allah! ¡Dejad que nos entendamos!
Entonces se abrió paso entre la multitud, a empujones, el comes Landolfo, alto, fornido; se encaró con el legado cordobés y le gritó:
—¿Qué has querido decir con eso de un tercio a los musulmanes? ¿Y los dimmíes? ¿Y nosotros? ¿Acaso nos vais a exigir la totalidad de ese impuesto injusto?
Abdallah al-Wahid permaneció hierático, en arrogante silencio; puso su mirada en el comes y después volvió hacia otro lado la cara.
Desde el estrado, Mahmud hizo uso de su voz blanca, sin tonos y sin altibajos, para decirle a Landolfo:
—Nadie te ha dado la palabra… Te ordeno que abandones este salón.
El comes miró a la muchedumbre que le rodeaba en semicírculo y les habló con desesperación, alzando las manos por encima de la cabeza y agitándolas en el aire:
—¿Es acaso esto justicia? ¡Un tercio! Os perdonan un miserable tercio de todo lo que debéis… ¿Qué es eso? ¿Y nosotros? ¡Nosotros debemos pagar toda la deuda! ¡Qué justicia ni qué justicia…! ¡Clemencia dice! ¿Qué clase de clemencia es esta?
La espuma que se le había formado en los labios le descendió hasta la barba pelirroja; se la limpió y volvió a alzar la mano grande.
—¡Me voy! ¡Fuera todos los cristianos de esta sala! ¡Dejemos que se entiendan ellos solos con su justicia!
El duc Agildo contemplaba atónito la escena y descendió hasta donde estaba el comes. Le suplicó:
—¡Un momento! ¡Por Dios, no perdamos la calma!
Landolfo le miró con irritación; no contestó y, bajando la cabeza, se dio media vuelta y salió de la estancia por el pasillo central, braceando. Se oían sus pasos firmes y pesados, mientras la multitud le abría camino. Las fisonomías de los presentes tomaron una expresión sombría, abatida. Se apaciguó el clamor de las voces y el valí Mahmud dijo con su voz aguda y sin matices:
—Será mejor disolver esta reunión. Yo me reuniré en privado con el legado del emir y después os comunicaré lo que se haya acordado.
No había terminado de hablar cuando alguien gritó:
—¡Nada de eso!
Todas las miradas se volvieron ahora hacia el lugar de donde había surgido el grito. Allí estaba Salam Aben Martín, el hermano del cadí de los muladíes, avanzando hacia el legado del emir con rostro desencajado, furioso.
—¡De aquí no se irá nadie más! —rugió—. Hicimos un juramento y se cumplirá.
El valí, aunque estaba visiblemente nervioso, contestó con voz queda:
—Por Allah, no compliquemos más las cosas. Dejemos por ahora lo del juramento…
Pero una nueva explosión de aclamaciones ahogó su ruego:
—¡Hagamos como se acordó!
—¡Respetemos el juramento!
—¡No cedamos!
—¡Fuera! ¡Fuera el legado!
Completamente desconcertado, el valí Mahmud buscó con la mirada en la sala y puso sus ojos suplicantes en Sulaymán Aben Martín, que se erguía entre los muladíes.
—¡Sulaymán! —imploró—. ¡Sujeta a tu gente, cadí!
Pero Sulaymán, ignorando esta petición, anduvo hasta donde estaba su hermano y también lanzó reproches al legado cordobés:
—Te atreves a venir aquí así, cubierto de oro de pies a cabeza, con toda esta arrogancia, ¡maldito espantajo! Anda, regresa a Córdoba y dile a tu amo que ya no nos exprimirá más.
Esto animó aún más a su hermano Salam, que seguía gritando fuera de sí:
—¡Un tercio! ¡Un miserable tercio de la deuda nos perdona ese tirano! ¡Cumplamos el juramento! ¡Rompamos de una vez con Córdoba!
—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Rompamos! ¡Rompamos con Córdoba! —coreó la concurrencia.
Abdallah al-Wahid, turbado, dio un resoplido, y alargando torpemente el cuello, miró al valí, con la boca abierta de un modo cómico:
—¿Vas a consentir este desprecio? ¿Este es el respeto que tributa tu ciudad al príncipe de los fieles?
Mahmud, alisándose con su manaza morena la barba rizosa, contestó irritado:
—Esperábamos clemencia y nos has traído ira y división. Será mejor que te marches ahora mismo o no respondo de lo que pueda pasarte.
El legado, muy sulfurado, se dio media vuelta y caminó hacia la puerta levantando los hombros, sacando el pecho y arrastrando su capa verde oliva. Aprovechando el silencio expectante que acompañó a su partida, se volvió antes de salir y proclamó con aire sombrío:
—Si yo estuviera en vuestro lugar, no dormiría tranquilo a partir de hoy.
Judit y Muhamad estaban echados el uno junto al otro en la torre más alta del castillo, en la alcoba desde cuya ventana podían contemplar la maravillosa visión del campo infinito; se dibujaba el perfil azulado de los montes y, más allá, donde la vista no podía distinguir en el horizonte el campo del cielo, centelleaba ya una estrella, porque caía la tarde. Los enamorados eran saludados por una fría fragancia, por una mezcla de perfume y de sudores. Se abrazaban, se besaban, y ella no podía dejar de mirar el cabello oscuro y brillante del joven, como tampoco sus ojos negros, sus pestañas, su piel saludable… Y, entre la suavidad de una manta de pieles de nutria, él desabrochaba el vestido blanco de Judit, y besaba con pasión sus ardientes hombros, mientras ambos guardaban silencio, y solo sus miradas destellaban, y ella se estremecía, gemía, suspiraba, cuando la piel de su pecho desnudo empezaba a templarse con el contacto de sus labios y el húmedo aire que entraba por la ventana…