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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

Alcazaba (31 page)

El corazón de Judit latía acelerado y la cabeza le daba vueltas por la excitación. Sin soltar las manos de su tía, dijo:

—Él me ha dicho que quiere casarse conmigo… ¿Te das cuenta? ¡Quiere que nos casemos!

Sigal volvió a sentarse sobre los cojines y se quedó pensativa. Judit, sentándose a su lado, prosiguió:

—¡Se siente feliz! Muhamad quiere ir cuanto antes a Mérida para decírselo a su padre. Si consigue pronto su autorización, podremos casarnos dentro de un par de semanas.

Gacha la cabeza, meditativa, mordiéndose los labios y retorciéndose las manos, su tía murmuró:

—El padre de Muhamad es un hombre de temperamento difícil…

—Sí, eso lo sabe Muhamad; pero, aunque de momento Marwán se enoje y se oponga, pronto terminará consintiendo, pues jamás le niega nada a su hijo.

Sigal levantó la cabeza y añadió con lentitud:

—Ya te advertí; te dije dónde te metías… Los Banu Yunus son orgullosos… Pero si eres feliz… Tú debes decidir.

—¡Soy muy feliz!

—Entonces no se hable más. Ahora deberás ir tú también a Mérida y contárselo a tus padres… ¡Qué susto se darán! Marwán es ahora el valí de la ciudad y su hijo Muhamad, el heredero… ¡Dónde te has metido, Judit al-Fatine! Estaba por verse que tu singular belleza acabara llevándote a la felicidad. Las cigüeñas no se equivocaron…

Judit se puso en pie bruscamente, sonreía nerviosa, excitada, y respondió:

—Mis padres también se alegrarán. Estaban preocupados… Después de todo, la solución de venir a los baños ha sido la mejor para mí.

Reflexionó Sigal y, abandonando su aire triste, dijo apremiante:

—¡Hay que darse prisa! Vamos, te ayudaré. Debes recoger tus cosas y partir inmediatamente a Mérida. Ahora lo mejor es que vuelvas a vivir con tus padres. Si no sabemos el tiempo que falta para el parto, debemos organizarlo todo para que parezca lo más natural.

—¿Y vosotros? —le preguntó Judit—. ¿No venís conmigo?

Su tía iluminó el bondadoso rostro con una sonrisa y respondió:

—Yo iré contigo a Mérida. Pero Adine se quedará aquí. Corren malos tiempos y en ninguna otra parte estará más segura que en este castillo. No te preocupes, cuando las cosas vuelvan a estar tranquilas, nos reuniremos y regresaremos a los baños, que es donde debemos estar las tres.

—Entonces, ¿por qué llorabas antes? ¿Era por lo que me ha reprochado Adine?

—¡Qué ocurrencia! —exclamó Sigal—. ¿Qué pena podía yo tener por eso? Lo que tenía era un gran disgusto a causa de esta dichosa hija mía, a la cual se la llevan los demonios por cualquier motivo… ¡Está como amargada! ¡Mira que enfurecerse porque tú seas feliz!

—Es una niña —observó comprensiva Judit—. Está aquí encerrada y es de comprender que pierda de vez en cuando la paciencia…

En esto, entró una criada y avisó:

—El señor Muhamad dice que partiréis inmediatamente para Mérida.

—¡Vamos! —exclamó Sigal—. Debemos preparar tus cosas.

52

En el barrio judío empezó a correr el vago e impreciso rumor de que se tramaba algo contra el valí Marwán. Abdías ben Maimun había salido muy temprano y, antes de llegar al mercado, vio gente arremolinada que hablaba en voz baja con aire de intranquilidad. Decidió indagar y se detuvo en casa de unos parientes para ver si estaban enterados de algo. Lo que le dijeron le puso el alma en vilo. En efecto, se hablaba de rebeldía y se juzgaba con mordacidad a Marwán. Se esperaba que, de un momento a otro, beréberes, muladíes y cristianos se levantaran unidos.

Abdías volvió a su casa preocupado y dio órdenes para que se cerraran todas las puertas y ventanas.

—Nadie debe salir… —le dijo balbuciente a su mujer—. Durante los próximos días permaneceremos aquí dentro, sin movernos para nada…

—Pero… ¿qué pasa? —le preguntó Uriela asustada, pasándose la mano trémula por el cabello ensortijado.

—Va a haber una revuelta.

—¿Cuándo?

—Es imposible saberlo… Tal vez hoy mismo, mañana… Nadie lo sabe…

La mujer, con la mirada perdida, se dejó caer lentamente en una silla. Su cara se tornó pálida y dijo con un hilo de voz:

—Nuestra hija Judit está en Alange…

—No temas por ella —la tranquilizó Abdías—. El peligro no está allí, sino aquí. En la casa de mi hermana estará a salvo. Nadie las molestará en los baños.

—¿Y nosotros? —observó ella.

—¡No hay que tener miedo! Los judíos no nos hemos puesto de parte de nadie. Y si echan abajo a Marwán, será un beneficio para todo el mundo en esta ciudad. No se puede prosperar aquí con estos impuestos. ¡La gente está harta de Marwán!

Se levantó Uriela, fue hacia la ventana y miró por una rendija.

—No hay movimiento alguno en la calle —dijo—. ¡Qué miedo!

Abdías fue hacia ella de una zancada y la apartó de la ventana. Después, mirándola a los ojos, afirmó con seguridad:

—Nada malo puede sucedernos. Permaneceremos en casa hasta que todo haya pasado. Tenemos alimentos suficientes en la despensa para sobrevivir durante más de un mes.

—Me da miedo; sí, mucho miedo… —observó ella—. Los judíos salimos siempre malparados en todos los conflictos. Mi padre decía que, en caso de guerra, nosotros somos los primeros que debemos poner tierra de por medio…

—De nada sirve tener miedo. Hagámonos a la idea de que esto no va con nosotros. Confiemos en el Eterno…

El día pasó lentamente.

Por la tarde llamaron a la puerta. Con voz sofocada, Uriela exclamó:

—¡Llaman! ¡Abdías, están llamando!

—Ya lo he oído —dijo él—. Tú quédate aquí.

Abdías, andando con precaución, atravesó el zaguán y pegó la oreja a la puerta. Oíase en la calle un cauteloso murmullo de voces. Y, al cabo, resonaron de nuevo unos insistentes golpes.

—¿Quién anda ahí? —preguntó Abdías sin abrir.

—Soy yo, padre —contestó una voz conocida—. ¡Soy Judit!

—¡Oh, Judit! ¡Es Judit! —le gritó él a su mujer.

Abrieron y, con extraña rapidez, se introdujo en la casa una figura esbelta, la cabeza y la cara cubiertas con velos, y tras ella otra, igualmente embozada; eran Judit y su tía Sigal.

Llevándose las manos a la cabeza, Abdías exclamó:

—¡Vosotras aquí! ¡Precisamente ahora! ¿Por qué habéis venido?

Ambas mujeres descubrieron sus caras. Sonreían despreocupadamente.

—¿Qué os pasa? —preguntó Sigal jadeante—. ¿No os alegráis de vernos?

Uriela corrió a abrazarlas. Las tres, felices por el encuentro, empezaron a lanzar suspiros y a dar gritos de emoción.

Resoplando, Abdías les ordenó:

—¡Callad, mujeres! ¡Bajad la voz!

Surgió un silencio. Todos se miraban.

—Vamos al interior —propuso Uriela—. Tenemos que contaros lo que está pasando en Mérida, pues se ve que no estáis enteradas.

Una vez en el pequeño patio que había en el centro de la casa, Abdías, con las manos en la espalda, empezó a pasear lentamente mirando de reojo a su hermana y a su hija. Luego carraspeó y, acercándose, les dijo en voz baja:

—No sé cómo habéis podido entrar en la ciudad… ¡Están sucediendo cosas horribles!

Con naturalidad, Judit contestó sonriendo:

—Hemos venido con el señor del castillo.

Palideció Abdías, se demudó su rostro. Temblándole las aletas de la nariz, gritó:

—¡¿Con Muhamad Aben Marwán?!

Cerró un instante los ojos, apretó los labios. En un rápido ademán, se agarró el pecho con ambas manos, y mirando a Judit con enrojecidos ojos, añadió:

—¡Qué locura! ¡Os habrá visto todo el mundo con él!

Tras un instante de silencio, su hija preguntó completamente extrañada:

—¿Por qué te preocupas de esa manera? ¿Qué hay de malo en que hayamos venido con el señor del castillo? Él nos ha estado protegiendo durante todo este tiempo…

Abdías aspiró ruidosamente aire por la nariz, como si estuviese ofendido.

—¡Marwán es un tirano! ¡Está aplastando nuestra ciudad! La gente está harta y puede ser que muy pronto haya una revuelta. Por eso estamos aquí, encerrados en casa sin salir. ¿No os habéis dado cuenta de que no hay nadie en las calles? ¡El peligro es inminente!

Sus palabras fluían pesadas, cargadas de preocupación, pero libremente; mientras se acariciaba la barba con su delicada mano y miraba con fijeza a su hija.

Judit sonrió, tenía los dientes blancos y un bello rubor en las mejillas. Dijo tímidamente:

—Marwán es el valí y tiene al emir de su parte…

—¡Calla, insensata! —rugió Abdías—. ¿Por qué dices eso? ¿Qué sabes tú de estas cosas?

Judit se cubrió el rostro con las manos, asustada por esta inesperada reacción, tan violenta, de su padre.

—¡No grites a la muchacha de esa manera! —replicó Uriela, echando el brazo por encima de los hombros de su hija—. Acaba de llegar a nuestra casa, ¡a su casa! Y debemos recibirla con cariño. Ella no sabe nada de lo que está sucediendo.

Sigal se abrió paso hacia delante y se puso frente a su hermano. Le dijo:

—Muhamad fue a los baños a por nosotras para defendernos de los hombres que andaban por allí merodeando. Si no hubiera sido por él, cualquiera sabe lo que nos habría pasado…

Abdías, ya dueño de sí, empezó a hablar con mayor cordura y calma.

—Tenéis razón —dijo—. No debemos juzgar al hijo igual que al padre. Seguramente Muhamad no es tan avaricioso como Marwán… Pero debéis comprender que las cosas se van a poner muy feas para esa familia… Aunque tengan de su parte al emir, los Banu Yunus están acabados.

Al oírle decir aquello, Judit empezó a sollozar sonoramente, estremeciéndose, abrazada a su madre.

—Pero… ¡hija! ¿Qué te pasa? —le preguntaba Uriela, cubriéndola de besos.

Entonces Sigal propuso sensatamente:

—Será mejor que vayamos a sentarnos. Judit y yo debemos contaros algo…

Fueron los cuatro a una sala y se sentaron junto al fuego. Recorriendo con la mirada las caras atentas y sombrías de su hermano y de su cuñada, la tía de Judit prosiguió con dulzura y fuerza:

—Judit va a tener un hijo.

Aquellas palabras hicieron temblar a Abdías. Estaba pálido, tenía la barba revuelta y temblorosa. Balbuciente, preguntó:

—¿Un hijo? ¿Quién será el padre?

Irguiose entonces Judit y contestó con dulces lágrimas y voz clara:

—Muhamad Aben Marwán, el señor del castillo.

Guardó silencio y todos callaron sombríos, dominados por oscuros presagios.

Abdías se puso en pie y comenzó a ir y venir por la estancia. Se acercó a la ventana, miró a la calle, volvió a andar, enarcó las cejas, se estremeció, miró a su hija y buscó algo. Luego cogió una jarra y se sirvió un poco de vino. Bebió sin poder mitigar su sed ni extinguir en su pecho el fuego abrasador de la angustia y el agravio.

—¡¿Qué hacer ahora?! —exclamó al fin, con el semblante dominado por una gran perplejidad.

53

Bordeando el barrio cristiano por su parte baja, dos hombres vestidos con túnicas raídas y capas viejas se encaminaban hacia los lagares abandonados cuyas portadas miraban al adarve norte. Entraron en el mercado de los labradores, materialmente abarrotado por una multitud andrajosa que se detenía en los puestos de verdura, donde apenas se veía algún puñado de berzas ajadas, nabos terrosos, habas secas y castañas. De ahí pasaron a la calle del aceite y el vino, y se detuvieron en una pequeña tienda donde vendían velas. Salió el tendero, que era un hombrecillo más pálido aún que la cera que trabajaba, y les estuvo haciendo algunas indicaciones con sigilo y visible miedo en su rostro macilento. Después el cerero echó el cierre a su establecimiento y los tres hombres, juntos, se metieron en una estrecha calle que discurría paralela al murallón. Todo aquel barrio tenía un aire infame, sucio; el empedrado, de pedruscos en punta, estaba sembrado de hoyos llenos de basura. Deambulaban mujeres harapientas, niños héticos, mendigos, tullidos, y perros infectos.

Una vieja vestida con andrajos les salió al paso a los tres hombres y les gritó con desprecio:

—¡Dios os pedirá cuentas por tenernos así! ¡Dios juzgará el mundo!

El vendedor de velas se volvió hacia ella y le recriminó:

—¡Calla! ¡Calla, vieja, no alborotes!

Pero la anciana, en vez de callar, se enardeció aún más, alzó el palo en que se apoyaba y gritó con mayor enojo:

—¡Nos habéis echado a los dientes de Satanás! ¡Esto es el infierno! ¡Mirad! ¡Mirad a la gente enferma y muerta de hambre! ¿Cuándo nos vais a sacar de encima el yugo de los sarracenos?

Viendo que la vieja no se iba a callar y que la gente los miraba ya, los tres hombres apretaron el paso. Cruzaron ahora otro pequeño mercado que apestaba a pescado podrido. Se detuvieron delante de un caserón alto, negro y sucio, entraron en su portal y avanzaron por un corredor lleno de cestos vacíos apilados hasta el techo. Se respiraba dentro un aire pestilente, agrio, avinagrado. De ahí pasaron a una antigua bodega, donde se mezclaba el olor aceitoso, el del sebo rancio y el del vino añejo. Salieron por una puerta trasera y fueron a parar a un patio donde se veían aperos de labranza desvencijados: trillos, yuntas, arados, carros…

El cerero señaló el portón de una bodega e indicó:

—Ahí es la reunión.

Llamaron con tres golpes, fuertes y espaciados. Al cabo salió un hombrecillo con unas barbas negras, largas y espesas, y una gran cruz de madera colgándole de un cordón sobre el pecho. Dijo en un susurro:

—Pasad y poneos donde podáis.

Dentro apenas se cabía; se apretujaba una masa de hombres que estaban en silencio. Todas las miradas permanecían muy atentas, fijas en el fondo de la bodega, donde, sobre un armazón que sujetaba las tinajas a la pared, se veía al obispo Ariulfo, que le hablaba a la reunión con aire sombrío y monótona voz:

—¡¿Quién podrá, pues, narrar todo lo que nos ha sucedido?! ¡¿Quién podrá enumerar desastres tan lamentables?! Pues no podrá de manera alguna la naturaleza humana referir la ruina de nuestro reino cristiano, ni tantos ni tan grandes males como hemos soportado en los últimos cien años. Porque, dejando de lado los innumerables desastres que desde Adán hasta hoy, por incontables regiones y ciudades, causó cruelmente este mundo caído en el pecado, todo lo que según la historia aguantó la conquistada Troya, lo que soportó Jerusalén, según vaticinaron los Profetas, lo que padeció Babilonia, según el testimonio de las Escrituras… y, en fin, todo cuanto aquella Roma, enriquecida por la dignidad de los apóstoles, alcanzó por la sangre de sus mártires; todo esto y mucho más lo sintió España tanto en su honra, como también en su deshonra, pues antes éramos un reino grande y atrayente, y ahora un reino sumido en el sueño y la desdicha. ¡Despertemos, hermanos!

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