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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (7 page)

Entre la gente que consideraba ridículo un matrimonio de esa especie, de esos que se preguntaban en su propio caso: ¿Qué opinará el señor Guermantes, qué dirá Bréauté cuando me case con la de Montmorency?", entre las personas que tenían ese linaje de ideal social habría habido que incluir veinte años antes al propio Swann, a aquel Swann que se tomó tantas fatigas para que lo admitieran en el jockey, y que por entonces calculaba hacer una boda brillante que, consolidando su posición, acabara de convertirlo en uno de los hombres más distinguidos de París. Pero las ilusiones que ofrece a la imaginación del interesado un matrimonio de esa clase necesitan, como todas las ilusiones, que se alimenten desde fuera para no decaer y llegar a borrarse por completo. Supongamos que nuestro más vehemente deseo es humillar al hombre que nos ha ofendido. Pero si se marcha a otras tierras y ya no oímos hablar nunca de él, ese enemigo acabará por no tener ninguna importancia a nuestros ojos. Si perdemos de vista durante veinte años a todas las personas en consideración a las cuales nos habría gustado entrar en el jockey o en la Academia, ya no nos tentará absolutamente nada la perspectiva de ser académico o socio del Jockey. Pues bien, entre las varias cosas que traen ilusiones nuevas en substitución de las antiguas están las enfermedades, el retraimiento del mundo las conversiones religiosas y también unas relaciones amorosas de muchos años. De modo que cuando Swann se casó con Odette no tuvo que hacer renuncia de las ambiciones mundanas, porque ya hacía tiempo que Odette lo había apartado de ellas, en el sentido espiritual de la palabra. Esos matrimonios infamantes son generalmente los más estimables de todos, porque implican el sacrificio de una posición más o menos halagüeña en aras de una dicha puramente íntima (y no se puede entender por matrimonio infamante uno hecho por dinero, pues no hay ejemplo de un matrimonio en que el marido o la mujer se hayan vendido al que no se acabe por abrirle las puertas, aunque sólo sea por tradición, basada en tantos casos análogos y para no medir a la gente con distintos raseros). Además, Swann, por lo que tenía de artista o de corrompido, quizá sintiera cierta voluptuosidad en emparejarse, en uno de esos cruces de especies como los que practican los
mendelianos
[6]
o como los que nos cuenta la mitología, con un ser de raza distinta, archiduquesa o
cocotte
[7]
, haciendo o una boda regia o una mala boda. No había en el mundo más que una persona que le preocupara cada vez que pensaba en la posibilidad de casarse con Odette, y en ello no entraba el snobismo: la duquesa de Guermantes. Y en cambio a Odette no se le ocurría pensar en esa persona, sino en otras situadas en escala inmediatamente superior a la suya; pero nunca en aquel vago empíreo. Cuando Swann, en sus ratos de soñaciones, veía a Odette convertida en su esposa, se representaba invariablemente el momento en que la llevaría a ella, y sobre todo a su hija, a casa de la princesa de los Laumes, que ya era por la muerte de su suegro, duquesa de Guermantes. No sentía deseos de presentarla en ninguna otra parte; pero se enternecía inventando y hasta enunciando las palabras, todas las cosas a él referentes que Odette contaría a la duquesa y la duquesa a Odette y pensando en el cariño y los mimos con que trataría la señora de Guermantes a Gilberta y en lo orgulloso que estaría él de su hija. Se representaba a sí mismo la escena de la presentación con idéntica precisión de detalles imaginarios que esas personas que calculan en qué van a emplear, si es que les cae, el importe de un premio cuya cifra se fijan ellas mismas arbitrariamente. En cierta medida, la imagen ilusoria que lleva consigo una resolución nuestra es motivo para que la adoptemos, y así, podría decirse que si Swann se casó con Odette fue para presentarla a ella y a Gilberta, sin que hubiera nadie delante, y hasta sin que nadie lo supiera, a la duquesa de Guermantes. Ya se verá cómo esa única ambición mundana que Swann ansiaba para su mujer y su hija fue la única cuya realización le fue negada por un veto tan absoluto, que Swann murió sin poder suponer que hubiesen de tratarse nunca Odette y Gilberta con la duquesa. Y se verá también que, por el contrario, la duquesa de Guermantes trabó amistad con ellas después de muerto Swann. Y acaso hubiera sido más sabio por parte de Swann —en cuanto que atribuía importancia a tan poca cosa— no formarse una idea demasiado negra del porvenir en lo relativo a esta amistad y guardar idea de que el proyectado encuentro quizá ocurriera cuando él ya no estuviese presente para poder gozarlo. El trabajo de causalidad, que acaba por determinar casi todos los efectos posibles, y, en consecuencia, hasta aquellos que más imposibles se creían, labora muy despacio (y aun más despacio si lo miramos a través de nuestro deseo, que al querer acelerarlo le estorba) por nuestra existencia, y llega a la meta cuando ya hemos dejado de desear y a veces de vivir. ¿Es que Swann no lo sabía por experiencia propia? ¿Acaso no hubo en su vida —como prefiguración de lo que iba a ocurrir después de él muerto— algo como una felicidad póstuma en ese matrimonio con Odette, a la que quiso con tanta pasión —aunque al principio no le había gustado— y con la que no se casó hasta que dejó de quererla, cuando aquel ser que Swann llevaba en sí y que tanto deseó, y sin esperanza, vivir siempre con Odette estaba ya muerto?

Me puse a hablar del conde de París, y pregunté si no era amigo de Swann, porque temía que la conversación tomase otro rumbo.

—Sí, lo es —contestó el señor de Norpois, volviéndose hacia mí fijando en mi modesta persona aquel mirar azulado en el que flotaban como en su elemento vital las grandes facultades de trabajo y el espíritu de asimilación del embajador—. Y me parece —siguió, dirigiéndose a mi padre— que no es traspasar los límites del respeto que profeso a dicho príncipe (aunque no lo conozco personalmente, porque eso sería delicado dada mi posición, por poco oficial que ésta sea) contar un chistoso lance, y es que, no hará aún cuatro años, el príncipe tuvo ocasión de ver en una pequeña estación de una nación de la Europa Central a la señora de Swann. Claro que ninguno de sus familiares se permitió preguntarle qué le parecía. No hubiese sido pertinente. Pero cuando, por casualidad, salía su nombre en la conversación, el príncipe daba a entender por señales imperceptibles casi, pero que no engañan, que la impresión que le hizo no tuvo nada de desfavorable.

—Pero, ¿no habrá habido posibilidad de presentársela al Conde de París? —preguntó mi padre.

—¡Qué quiere usted! Con los príncipes no sabe uno nunca a qué atenerse. Los más poseídos de su posición, esos que saben hacer de modo que se les dé todo lo que se les debe, muchas veces son, precisamente, los que menos se preocupan de las sentencias de la opinión pública, por muy justificadas que sean; siempre que se trate de recompensar a ciertos amigos. Y es indudable que el conde de París siempre ha aceptado con mucha benevolencia el afecto de Swann, que ya sabemos todos que es un muchacho inteligente si los hay.

¿Y cuál ha sido su impresión de usted, señor embajador? —preguntó mi madre, por cortesía y por curiosidad.

El señor de Norpois respondió, con una energía de aficionado viejo que rompió la acostumbrada moderación de sus palabras:

—¡Excelentísima!

Y como sabía que el confesar la fuerte sensación que le ha hecho a uno una mujer entra, siempre que se haga con buen humor, en una forma muy apreciada del arte de la conversación, soltó una risita que le duró un poco y que empañó los ojos azules del viejo diplomático, y le hizo vibrar las alas de la nariz, cruzadas de rojas fibrillas.

— ¡Es de todo punto encantadora!

¿Asistía a esa comida un escritor llamado Bergotte, señor de Norpois? —le pregunté yo, tímidamente, para que la conversación siguiera recayendo sobre los Swann.

—Sí, allí estaba Bergotte —contestó el señor de Norpois inclinando cortésmente la cabeza hacia el lado donde yo me encontraba, como si, en su deseo de estar amable con mi padre, atribuyese gran importancia a todo lo suyo, hasta a las preguntas de un mozo de mis años, que no estaba acostumbrado a verse tratado con tanta cortesía por personas de su edad—. ¿Lo conoce usted? —añadió, posando en mí aquella mirada cuya penetración admiraba Bismarck.

—Mi hijo no lo conoce, pero lo admira mucho dijo mi madre.

—Pues yo dijo el señor de Norpois, inspirándome dudas mucho más grandes que las que por lo general me atormentaban sobre mi capacidad de inteligencia, al ver que lo que yo colocaba miles de veces más alto que yo, en lo más elevado del mundo, estaba, en cambio, para él en el ínfimo rango de sus admiraciones no comparto esa opinión. Bergotte es lo que yo llamo un artista de flauta; hay que reconocer, desde luego, que la toca muy bien, aunque con cierto amaneramiento y afectación. Pero nada más que eso, y no es gran cosa. Son las suyas obras sin músculo, en las que rara vez se encuentra un plan. No tienen acción, o tienen muy poca, y, además, no se proponen nada. Pecan por la base o, mejor dicho, carecen dé base. En una época como la nuestra, cuando la creciente complejidad de la vida apenas si nos deja espacio para leer, cuando el mapa de Europa acaba de experimentar profundas modificaciones y está, acaso, en vísperas de pasar a otras mayores y hay tantos problemas nuevos y amenazadores asomando por doquiera, me reconocerá usted que tenemos derecho a pedir a un escritor que sea algo más que un ingenio sutil que nos hace olvidar en discusiones ociosas y bizantinas sobre méritos de pura forma ese peligro en que estamos de vernos invadidos de un momento a otro por un doble tropel de bárbaros, los de afuera y los de adentro. Sé que esto es blasfemar contra la sacrosanta escuela que esos caballeros llaman del Arte por el Arte; pero en estos tiempos hay tareas de más urgencia que la de ordenar palabras de un modo armonioso. El modo como lo hace Bergotte es muchas veces muy atractivo; estamos de acuerdo; pero en conjunto resulta amanerado, muy poca cosa, muy poco viril. Ahora comprendo mucho mejor, por esa admiración de usted tan exagerada a Bergotte, esas líneas que usted me enseñó antes, y que yo tuve el buen acuerdo de pasar por alto, porque, como usted mismo me dijo con toda franqueza, no eran más que un entretenimiento de chico (verdad que yo se lo había dicho, pero no me lo creía así) ¡Misericordia para todo pecado, y sobre todo para los pecados de mocedad! Después de todo, no es usted solo, son muchos los que tienen sobre su conciencia culpas de ésas, y no es usted el único que se haya creído poeta en un determinado momento. Pero yen eso que usted me enseñó se aprecia la mala influencia de Bergotte. Cierto que no le sorprenderá a usted que yo le diga que en ese trocito no se mostraba ninguna de sus, buenas cualidades, porque es un maestro en ese arte, superficial, por lo demás, de dominar un estilo del que usted a sus años no puede conocer ni siquiera los rudimentos. Pero los defectos son los mismos: ese contrasentido de poner unas detrás de otras palabras sonoras, sin preocuparse por lo pronto del fondo. Eso es tomar el rábano por las hojas, hasta en los mismos libros de Bergotte. A mí me parecen vacíos todos esos jugueteos chinos de forma y esas sutilezas de mandarín delicuescente. Por unos cuantos fuegos artificiales que arregla con arte un escritor, se lanza enseguida a los cuatro vientos la calificación de obra maestra. ¡Las obras maestras no abundan tanto como eso! Bergotte no tiene en su activo, en su catálogo, por decirlo así, una novela de altos vuelos, uno de esos libros que se colocan en el rinconcito preferido de nuestra biblioteca. En toda su producción no doy con un libro de esa clase. Claro que eso no quita que las obras sean infinitamente superiores al autor. Este caso es uno de los que dan la razón a aquel hombre ingenioso que dijo que no se debe conocer a los escritores más que por sus libros. Es imposible encontrar un individuo que responda menos a lo que son sus obras, un hombre más presuntuoso y más solemne, de trato menos agradable. Y a ratos Bergotte es un hombre vulgar, que habla a los demás como un libro; pero ni siquiera como un libro suyo, no, como un libro pesado, y los suyos, por lo menos, pesados no son. Es una mentalidad confusa, alambicada, lo que nuestros padres llaman un cultiparlista. Y las cosas que dice son todavía más desagradables por la manera que tiene de decirlas. No sé si es Loménie o Sainte-Beuve el que cuenta que Vigny chocaba por el mismo defecto. Pero Bergotte no ha escrito el
Cinq-Mars
ni el
Cachet Rouge
, donde hay páginas que son verdaderos trozos de antología.

Aterrado por lo que el señor de Norpois acababa de decirme respecto al trocito que yo le enseñé, y pensando además en las dificultades con que tropezaba cuando quería escribir un ensayo o reflexionar seriamente, una vez más me di cuenta de mi nulidad intelectual, de que no había nacido para literato. Claro que en Combray algunas impresiones muy humildes o una lectura de Bergotte me transportaban a un estado de arrobamiento que a mí se me antojaba de valor considerable. Pero ese estado lo reflejaba mi poema en prosa; e indudablemente, de haber existido, el señor de Norpois habría sabido coger y distinguir enseguida en aquellas impresiones lo que a mí me parecía bonito por un espejismo engañoso, puesto que el embajador no era víctima de ese engaño. Al contrario, acababa de enseñarme en qué lugar tan ínfimo estaba yo (al verme juzgado desde fuera, objetivamente, por un hombre tan perito en la materia, tan bien dispuesto y tan inteligente como aquél) Tuve una sensación de consternación y pequeñez; mi alma, al igual que un fluido que no tiene otras dimensiones que las de la vasija que le dan, se dilató antes hasta llenar las capacidades inmensas del genio, y se encogía ahora para caber entera en la estrecha mediocridad que la talló y le dio por cárcel el señor de Norpois.

—El vernos frente afrente Bergotte y yo no deja de ser un tanto espinoso (que al fin y al cabo es una manera de ser divertido) —dijo, volviéndose hacia mi padre—. Hace ya unos años Bergotte hizo un viaje a Viena, cuando yo era embajador allí; me le presentó la princesa de Metternich, se inscribió en la embajada y mostró deseos de ser invitado a sus recepciones. Yo como era representante en el extranjero de la nación francesa a la que, después de todo, hace honor con su literatura, en cierto grado (para ser exacto habría que decir que en muy escaso grado), habría pasado por alto la deplorable opinión que tengo de su vida privada. Pero no viajaba solo, y tenía la pretensión de que fuera invitada también su compañera de viaje. Yo creo que no peco de pudibundo, y, además, como soltero, podría abrir las puertas de la embajada con más liberalidad que si hubiese sido casado y con hijos. Pero confieso que la ignominia llevada a cierto grado no puedo con ella; sobre todo, me asquea mucho más por el tono moral o, por decirlo de una vez, moralizador que adopta Bergotte en sus libros, donde no se ven más que análisis perpetuos y, dicho sea entre nosotros, bastante flojos de escrúpulos dolorosos y remordimientos malsanos por pecadillos; verdaderos sermones, que van muy baratos, mientras que da muestras de tanta inconsciencia y tanto cinismo en su vida privada. Me hice el sordo, y la princesa volvió a la carga, pero sin resultado. Así, que ese señor no debe de tenerme en olor de santidad, y no sé cómo habrá tomado la idea de Swann de invitarnos juntos. A no ser que lo haya pedido él mismo, ¡quién sabe!, porque en el fondo es un enfermo. Y ésa es su única excusa.

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