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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (11 page)

"¡Dios mío, cuánto estás sufriendo!", dijo, con las facciones descompuestas. Salió de la alcoba enseguida, oí la puerta de la calle, y a poco volvió con una botella de coñac que había ido a comprar porque no quedaba en casa. Muy pronto comencé a sentirme bien, feliz. Mi abuela, la cara un poco encarnada, tenía aspecto de disgusto y a los ojos se le asomaba una expresión de cansancio y de descorazonamiento.

"Mira, prefiero dejarte y que te aproveches un poco de este alivio", me dijo, y se fue de pronto; pero antes le di un beso, y noté que tenía sus frescas mejillas como mojadas, no sé si por la humedad del aire de la noche que le había dado en la cara hacía un momento. Al día siguiente no entró en la alcoba hasta por la noche, porque, según me dijeron, tuvo que salir. A mí me pareció eso una prueba grande de indiferencia hacia mi y hube de contenerme para no echárselo en cara.

Como me seguían los ahogos, sin que pudiesen atribuirse a la congestión pulmonar, que ya estaba acabada del todo, mis padres llamaron a consulta al doctor Cottard. Un médico, requerido para un caso así, no basta con que sepa mucho. Como se encuentra con síntomas que pueden serlo de tres o cuatro enfermedades distintas, al fin y al cabo su olfato y su golpe de vista son los llamados a decidir qué dolencia tiene delante más probablemente, a pesar de las apariencias de semejanza con otras. Es éste un don misterioso que no implica superioridad en las demás partes de la inteligencia, y que puede poseer un ser vulgarísimo al que le guste la música más mala y la pintura más fea. En mi caso los síntomas materialmente observables podían achacarse igualmente a espasmos nerviosos, a un principio de tuberculosis a asma, a una disnea toxialimentícia con insuficiencia renal, a bronquitis crónica o a un estado complejo en el que entraran varios de estos factores. Y era lo grave que los espasmos nerviosos no requerían otro tratamiento que el desprecio; la tuberculosis demandaba muchos cuidados y un género de alimentación que hubiese sido perjudicial para un estado artrítico como el asma, y que hasta podría ser peligroso en un caso de disnea toxialimenticia, enfermedad esta que había que tratar con un régimen que, en cambio, para la tuberculosis sería funesto. Pero las vacilaciones de Cottard duraron muy poco y sus prescripciones fueron imperiosas: "Purgantes violentos y drásticos, unos días a leche sola, y nada más. Ni carne ni alcohol". Mi madre murmuró que ella creía que a mí me haría falta tomar fuerzas, que era ya de por mí muy nervioso y que esas purgas de caballo y ese régimen me pondrían muy decaído. Observé en los ojos de Cottard, inquietos como si tuviera miedo a perder el tren, que el doctor se preguntaba si no se había entregado esta vez a su bondad nativa. Hizo por acordarse de si se había revestido su máscara de frialdad, lo mismo que se busca un espejo para ver si no se nos olvidó el nudo de la corbata. En la duda, y a modo de compensación, por si acaso, respondió groseramente: "No tengo por costumbre repetir mis prescripciones. Denme una pluma. Y sobre todo, pónganlo a leche. Más adelante, cuando hayamos acabado con los ataques y con la
agripnia
[10]
, no tengo inconveniente en que tome usted alguna sopa y algún puré; pero a leche, siempre a leche. Eso le gustará a usted, porque en España está de moda
[11]
. (Este chiste era conocidísimo de sus alumnos porque lo soltaba en el hospital cada vez que ponía a régimen lácteo a un hepático o a un cardíaco.) Luego ya irá usted volviendo poco a poco a la vida ordinaria. Pero en cuanto vuelvan la tos y los ahogos, purgantes, lavados intestinales, cama y leche". Escuchó las últimas objeciones de mi madre con aspecto glacial, sin contestarlas, y como se fue sin haberse dignado explicar las razones de aquel régimen, que a mis padres les pareció que no tenía nada que ver con mi caso y que me debilitaría inútilmente, no me le hicieron adoptar. Claro es que procuraron ocultar al doctor Cottard su desobediencia, y para ello evitaban las casas donde se lo solía encontrar. Pero como mi estado se agravó, se decidieron a ponerme al régimen de Cottard con toda exactitud; a los tres días desaparecieron los estertores y la tos, y respiraba bien. Entonces comprendimos que Cottard, aunque me había encontrado bastante asmático, como más tarde nos dijo, y sobre todo "chiflado", vio claramente que lo que en aquel momento predominaba en mí era una intoxicación, y que lavándome bien el hígado y los riñones me descongestionaría los bronquios y me daría respiración, sueño y fuerzas. Y comprendimos que aquel imbécil era un gran clínico. Por fin pude levantarme. Pero ya no se hablaba de mandarme a los Campos Elíseos. Decían que era porque había un viento muy malo; yo me figuraba que se aprovechaban de ese pretexto para que ya no pudiera ver a la señorita de Swann, y no me quedó otro recurso que repetir a todas horas el nombre de Gilberta, como esa lengua natal que los naturales de un país vencido se esfuerzan por conservar para no olvidarse de la patria que nunca volverán a ver. Algunas veces mamá me pasaba la mano por la frente, diciéndome.

¿De modo que los jovenzuelos no cuentan ya a sus mamás las penas que tienen?

Francisca se acercaba a mí todos los días, y decía: "¡Qué cara tiene el señorito! ¿No se ha mirado usted al espejo? Parece un muerto". Verdad es que Francisca habría tomado el mismo aspecto fúnebre si yo no hubiese tenido más que un simple constipado. Esas lamentaciones provenían más bien de su "posición" que de mi estado de salud. Yo no distinguía entonces si ese pesimismo implicaba en Francisca dolor o satisfacción Provisionalmente decidí que era un pesimismo de profesión y de clase.

Un día, a la hora del correo, mamá me puso en la cama una carta. La abrí distraídamente, puesto que no podía llevar la única firma que me hubiera hecho feliz, la de Gilberta, porque no me trataba con ella fuera de los Campos Elíseos. Precisamente en la parte baja del papel, timbrado con un sello de plata que representaba a un caballero con su casco, a cuyos pies se retorcía la leyenda
Per viam rectam
[12]
, al final de una carta escrita con letra muy grande y que parecía llevar casi todas las frases subrayadas, sencillamente porque el trazo horizontal de la t no iba en la letra misma, sino suelto por encima, vi la firma de Gilberta. Pero como consideraba imposible esta firma en una carta a mí dirigida, el verla no me causó alegría, porque la visión no iba acompañada por la fe. Por un instante esa firma revistió de irrealidad a todo lo que me rodeaba; jugaba ella, la inverosímil, con vertiginosa velocidad, a las cuatro esquinas con la cama, la chimenea y la pared. Vi que todo vacilaba corno cuando se cae uno de un caballo, y me pregunté si no había una existencia, enteramente distinta de la que yo conocía, en contradicción con ella, como que fuese la verdadera, y que al serme mostrada de pronto me infundía esa misma perplejidad puesta por los escultores que representan el juicio Final en las figuras de los muertos resucitados que se hallan en los umbrales del otro mundo. La carta decía: "Mi querido amigo: Me he enterado de que ha estado usted muy enfermo y de que ya no va a los Campos Elíseos. Yo tampoco, porque hay muchas enfermedades. Pero mis amigos vienen a casa a merendar los lunes y los viernes. Y de parte de mi mamá le digo que tendremos mucho gusto en que usted venga en cuanto esté bueno; podremos reanudar en casa nuestras gratas charlas de los Campos Elíseos. Adiós querido amigo. Espero que sus padres lo dejarán venir a merendar a menudo. Con los amistosos afectos de
Gilberta
".

Mientras que yo iba leyendo estas palabras mi sistema nervioso recibía con admirable diligencia la noticia de que me había ocurrido una cosa felicísima. Pero mi alma, es decir yo mismo, el principal interesado, seguía ignorándolo. La felicidad, la felicidad venida por el camino de Gilberta, era cosa en la que yo había pensado constantemente, una cosa toda de pensamientos; lo mismo que decía Leonardo de la pintura,
mentale
. Y una hoja de papel cubierta de caracteres es algo que el pensamiento no se asimila enseguida. Pero en cuanto acabé la carta pensé en ella, se convirtió en objeto de meditación ella también, en cosa
mentale
, y le tomé tanto cariño que tenía que leerla y besarla cada cinco minutos. Y entonces ya me di cuenta de mi felicidad.

La vida está llena de milagros de estos, milagros que pueden esperar siempre los enamorados. Quizá éste hubiese sido provocado artificialmente por mi madre, que al ver cómo desde hacía algún tiempo iba yo perdiendo el ánimo de vivir pudo pedir a Gilberta que me escribiera; igual que en la época de mis primeros baños de mar, para que me gustara zambullirme, cosa que yo detestaba porque me cortaba la respiración, entregaba a escondidas al bañero preciosas cajitas de conchas y ramitas de coral que yo me creía que encontraba en el fondo del agua. Además, en todos esos acontecimientos que en la vida y en sus situaciones contrapuestas se refieren al amor lo mejor es no intentar comprender, puesto que en lo que tienen de inexorable y como de inesperado parecen regidos más bien por leyes mágicas que por leyes racionales. Un millonario, hombre encantador a pesar de sus millones, se ve despedido por la mujer pobre y sin atractivos con quien vivía; apela en su desesperación a toda la potencia del oro y pone en juego todas las influencias de la tierra para que su querida vuelva con él, sin lograrlo; ante la testarudez invencible de esa mujer, más vale suponer que el Destino quiere agobiarlo y hacerlo morir de una enfermedad al corazón que no buscar una explicación lógica. Esos obstáculos con que tienen que luchar los amantes, y que su imaginación, excitada por el dolor, intenta adivinar en vano, consisten muchas veces en una rareza del carácter de esa mujer de la que no pueden triunfar, en su necedad, en la influencia que sobre ella ejercen y los temores que le inspiran personas que el amante no conoce, o en la clase de placeres que momentáneamente pide a la vida, y que ni su amante ni la fortuna de su amante pueden proporcionarle. Sea como fuere, ello es que el amante está muy mal colocado para poder averiguar la naturaleza de esos obstáculos que la astucia femenina le oculta y que su propio discernimiento, viciado por el amor, le impide apreciar con exactitud. Se parecen a esos tumores que el médico acaba de reducir, pero sin saber cuál fue su origen. Porque, como ellos, esos obstáculos permanecen en el misterio; pero no son eternos, aunque, por lo general, suelen durar más que el amor. Y como el amor no es pasión desinteresada, ocurre que el enamorado que va dejando de estarlo ya no intenta averiguar por qué se negó obstinadamente años y años a ser querida suya esa mujer pobre y ligera de la que estuvo enamorado.

Y en materias amorosas, un misterio semejante al que oculta a nuestra vista muchas veces la causa de una catástrofe envuelve igualmente con harta frecuencia esas repentinas soluciones felices (como la que me trajo la carta de Gilberta) Soluciones felices o que al menos lo parecen, porque no hay solución realmente venturosa cuando está en juego un sentimiento de tal naturaleza que cualquier satisfacción que se le dé sólo sirve para mudar de sitio el dolor. Sin embargo, a veces parece que se da una tregua, y por algún tiempo triunfa la ilusión de estar curado.

Por lo que se refiere a esa carta que llevaba al pie un nombre que Francisca no quería creer que era el de Gilberta, porque la G, muy historiada y apoyada en una i sin punto, parecía una A, y la última sílaba estaba indefinidamente prolongada por una festoneada rúbrica, si se quiere buscar una explicación racional de la mudanza que suponía, y que tanto me alegró, acaso se llegue a la consecuencia de que se la debí en parte a un incidente que me pareció, muy por el contrario, que me perdería para siempre en el ánimo de los Swann. Poco tiempo antes Bloch vino s verme, en ocasión que el profesor Cottard, que volvió a asistirme cuando adoptamos su régimen, estaba en la alcoba. El médico ya me había reconocido, y seguía en el cuarto en calidad de amigo, porque aquella noche estaba invitado a cenar en casa; así, que dejaron pasar a Bloch. Estábamos charlando, y Bloch contó que había oído decir a una persona con quien cenara la noche antes y que era muy amiga de la señora de Swann, que ésta me quería mucho; yo habría deseado contestarle que sin duda estaba equivocado, y afirmar que no conocía a la señora Swann y nunca había hablado con ella, por el mismo escrúpulo que me impulsó a decírselo al señor de Norpois y por temor a que la señora de Swann me tuviese por un embustero. Pero me faltó coraje para rectificar el error de Bloch porque comprendí muy bien que era voluntario y que si él inventaba una cosa que no pudo decir la señora de Swann era para hacer ostentación de que había cenado junto a una amiga de esta señora, cosa que Bloch consideraba muy lisonjera y que era mentira. Y ocurrió que, mientras que el señor de Norpois, al enterarse de que yo no conocía a la señora de Swann y de que me hubiera gustado conocerla, se guardó muy mucho de hablarle de mí, en cambio Cottard, que era su médico, indujo de lo que oyó decir a Bloch que la madre de Gilberta me conocía y apreciaba mucho, y pensó en decirle cuando la viera que yo era un muchacho encantador y que él me trataba, lo cual sería útil para mí y halagüeño para él, razones ambas que le decidieron a hablar a Odette de mi persona en cuanto tuvo ocasión.

Y entonces me fue dado conocer aquella casa aromada hasta en la escalera por el perfume que usaba la señora de Swann, pero embalsamada sobre todo por la dolorosa y característica seducción que emanaba de la persona de Gilberta. El implacable portero se trocó en benévola Euménide, y cuando yo le preguntaba si podía subir, tomó la costumbre de indicarme, quitándose la gorra con mano propicia, que mi plegaria había sido oída. Y aquellos balcones que desde fuera interponían entre mi persona y los tesoros que no me estaban destinados una mirada brillante, superficial y lejana que me parecía el mirar mismo de los Swann, llegué yo, un día de buen tiempo, después de haber estado hablando toda una tarde con Gilberta, a abrirlos con mi propia enano para que entrara un poco de aire, y a ellos me asomaba con Gilberta al lado los días en que recibía su madre, para ver llegar a las visitas, que muchas veces, al bajar del coche, levantaban la cabeza y me decían adiós con la mano, tomándome por algún sobrino de la señora de la casa. En aquellos momentos las trenzas de Gilberta me rozaban la cara. Esas trenzas, por lo fino de su grama, que parecía a la vez natural y sobrenatural, y por lo vigoroso de su artístico follaje, se me antojaban obra única hecha con césped del mismo Paraíso. ¡Qué celestial Herbario no hubiese yo dado por relicario a un mechón de esa grama, por poca que fuese! Pero ya que no tenía esperanza de lograr un pedacito verdadero de aquellas trenzas, habriame gustado poseer por lo menos una fotografía de ellas, cuánto más preciosa que la de las florecillas que dibujaba el Vinci. Por poderla obtener llegué a cometer verdaderas bajezas con algunos amigos de Swann y hasta con fotógrafos, bajezas que no me procuraron lo que yo deseaba, pero que me ligaron para siempre a tipos muy desagradables.

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