Read A la sombra de las muchachas en flor Online

Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (10 page)

"Pues, ¿sabe usted?, ellos no lo pueden tragar"; y escurridiza corno una ondina —que así era ella—, se echó a reír. Muchas veces la risa de Gilberta no estaba acorde con sus palabras, y parecía describir en otro plano una superficie invisible, como hace la música. Los señores de Swann no dijeron a Gilberta que dejara de jugar conmigo; pero se le figuraba a ella que sus padres hubiesen preferido que no empezáramos a jugar juntos. No veían con agrado mi trato con ella porque no me creían de grandes prendas morales y se figuraban que no ejercería en su hija más que una mala influencia. Y yo me representaba esa clase de muchachos poco escrupulosos, a los cuales Swann se imaginaba que me parecía yo, como personas que detestan a los padres de su novia, que los halagan cuando están delante, y después, a solas con ella, se burlan de ellos y la incitan a que los desobedezca, y que si al fin conquistan a la muchacha luego no la dejan ir a ver a sus padres. A estos caracteres (que no son nunca aquellos con que se ve a sí mismo un gran miserable) oponía mi corazón, con violencia suma, los sentimientos que le inspiraba Swann, tan fogosos, por el contrario, que yo estaba seguro de que de haberlos sospechado en mí se habría arrepentido de su juicio como de un error judicial. Tuve el atrevimiento de escribir una larga carta donde le contaba todo el afecto que por él sentía, y se la confié a Gilberta para que se la entregase. Gilberta accedió. Pero, ¡ay!, que sin duda me tenía por más impostor aún que lo que yo me figuraba: no prestó fe a la veracidad de esos sentimientos que yo le describía en dieciséis carillas con tanta exactitud; la carta mía, tan sincera y tan ardiente como las palabras que dije al señor de Norpois, no lograron más éxito que éstas. Al otro día Gilberta me llevó a un paseo lateral, y allí, ocultos tras un bosquecillo de laureles y sentados en sendas sillas, me contó que su padre, al leer la carta, se encogió de hombros y dijo: "Todo esto no quiere decir nada; lo que demuestra es que tengo mucha razón". Y yo, que sabía lo puro de mis intenciones y lo bondadoso de mi alma, me indigné de que mis palabras no hubiesen hecho la más ligera mella en el absurdo error de Swann. Porque entonces yo estaba seguro de que era un error. Tenía yo la sensación de haber descrito con tanta exactitud ciertas irrecusables características de mis sentimientos generosos, que si después de eso Swann no los había sabido reconstituir enseguida y no había venido a pedirme perdón confesando que se había equivocado, tenía que ser porque él no sintió nunca esos nobles sentimientos, lo cual debía de incapacitarlo para comprenderlos en los demás.

Y puede que todo proviniera de que Swann sabía que muchas veces la generosidad no es sino el aspecto interior que toman nuestros sentimientos egoístas cuando todavía no los hemos denominado y clasificado. Acaso descubrió en aquella simpatía que yo le expresaba sólo el simple efecto —y la confirmación entusiasta— de mi amor a Gilberta, el cual amor —y no mi secundaria veneración por Swann— sería fatalmente en lo por venir norma de mis actos. Y no me era posible compartir sus previsiones porque yo no había logrado abstraer mi amor de mi propia persona, incluirlo en la generalidad de los demás amores y soportar experimentalmente sus consecuencias; así, que me desesperé. Fue menester separarme un momento de Gilberta porque Francisca me había llamado, y tuve que acompañarla a un pabelloncito con celosías verdes, muy parecido a los antiguos fielatos del París viejo, donde estaban instalados hacía poco lo que en Inglaterra llaman lavabos y en Francia, por una anglomanía mal informada, water— closets. De las —paredes, viejas y húmedas, de la entrada, en donde yo me quedé esperando a Francisca, se desprendía un fresco olor a lugar cerrado que, aliviándome de la pena que en mí despertaran las palabras de Gilberta, me llenó de un placer que no era del mismo linaje de los otros placeres, que nos dejan aún más inestables y sin poder retenerlos y poseerlos, sino un placer consistente en el que yo podía apoyarme, delicioso, apacible y henchido de verdad duradera, cierta e inexplicada. Yo hubiese querido, como antaño en mis paseos por el lado de Guermantes, intentar profundizar en la seducción de esa impresión que me había sobrecogido y estarme quieto interrogando aquella aviejada emanación que me invitaba no ya a gozar del placer que me daba por añadidura, sino hasta descender a la realidad que en sí me ocultaba. Pero la encargada del establecimiento, una vieja con la cara enyesada y peluca rojiza, empezó a hablarme. Francisca la consideraba "de muy buena casa". Su hija se había casado con lo que Francisca denominaba "un muchacho de familia", es decir, un ser a quien ella encontraba más diferencias con un artesano que las que veía Saint-Simón entre un duque y un hombre "salido de la hez del pueblo". Indudablemente, la encargada, para llegar a ese estado, debió de pasar por reveses de fortuna. Pero Francisca afirmaba que era marquesa y de la familia de Saint-Férreol. La tal marquesa me aconsejó que no estuviera allí al fresco y hasta me abrió un retrete, diciéndome: "Pase usted, si quiere. Éste está muy limpio y no le cobraré nada". Quizá lo hacía como las señoritas dependientas de casa de Gouache que me ofrecían bombones que tenían encima del mostrador bajo unas campanas de cristal, bombones que mamá me prohibía, ¡ay!, que aceptara, o acaso, menos inocentemente, como la florista vieja que llenaba a mamá sus "jardineras", y que al darme una rosa ponía unos ojos muy tiernos. En todo caso, si la "marquesa" tenía afición a los jovenzuelos y les abría la puerta hipogea de esos cubículos de piedra donde los hombres están acurrucados como las Esfinges, debía de ir buscando, en su generosidad, más que la esperanza de corromperlos, el placer que se siente en mostrarse vanamente pródigo con las personas queridas, porque nunca vi que tuviera más visitas que un guarda viejo del jardín.

Un momento después Francisca y yo nos despedimos de la marquesa, y yo me separé de Francisca para volver a Gilberta. La vi enseguida, sentada en su silla, detrás del bosquecillo de laureles. Era para que no la vieran sus amigas; estaban jugando al escondite. Fui a sentarme a su lado. Llevaba una gorra achatada que le caía bastante sobre los ojos, prestándole ese mismo mirar "por bajo", pensativo y engañoso, como cuando la vi por primera vez en Combray. Le pregunté si no habría medio de que yo tuviera una explicación verbal con su padre. Gilberta me dijo que ya se lo había propuesto, pero que su padre consideraba que sería inútil.

—Tenga —añadió—, no me deje usted con la carta; voy a buscar a las otras, porque no me han encontrado.

Si Swann hubiese llegado entonces, antes de coger yo aquella carta de la sinceridad, esa carta por la cual me parecía insensato que no se dejara convencer, quizá habría visto que él tenía razón. Porque al acercarme a Gilberta, que, echada para atrás en su silla, me decía que cogiera la carta, pero sin dármela, me sentí tan atraído por su cuerpo, que le dije:

—Vamos a ver si usted no me impide que la agarre y cuál de los dos puede más.

Ella escondió la carta detrás del cuerpo, y yo le eché las dos manos por el cuello, alzando las trenzas, que aun llevaba colgando, bien porque estuviera todavía en edad de eso, bien porque su madre quisiera hacerla pasar por más niña, con objeto de rejuvenecerse ella; nos agarramos. Yo hice por atraerla hacía mí; ella se resistía y se le pusieron los carrillos encendidos por el esfuerzo, rojos y redondos cual cerezas; se reía como si le hiciese cosquillas; yo la tenía bien enlazada con mis piernas, lo mismo que un arbusto al que se quiere trepar; y en medio de aquella gimnasia que yo hacía, sin que se acelerara apenas la sofocación que me causaba el ejercicio muscular y el ardor del juego, se escapó mi placer como unas cuantas gotas de sudor arrancadas por el esfuerzo, y sin que me quedase ni siquiera tiempo, saborearlo; enseguida cogí la carta. Entonces Gilberta me dijo bondadosamente:

—Bueno; si usted quiere, podernos pelear aún otro poco.

Quizá se había dado cuenta de que mi juego tenía otro objeto que el que yo declaraba; pero no supo notar si lo había logrado o no. Y yo, que tenía miedo de que lo hubiese notado (y cierto movimiento retráctil y contenido de pudor ofendido que hizo un momento después me obligó a pensar que mi temor no era equivocado), acepté la pelea de nuevo, temeroso de que ella se figurase que yo no me proponía otra cosa que aquella que después de realizada no me dejó más granas que de estarme quieto a su lado.

Al volver a casa vi, por un recuerdo brusco, la imagen, hasta entonces oculta, que me acercó, pero sin dejarme verla ni reconocerla, aquel frescor, casi olor de hollín, del pabelloncito verde. Era dicha imagen la del cuartito de mí tío Adolfo en Combray, que, en efecto, exhalaba el mismo olor a húmedo. Pero lo que no pude comprender, y dejé el averiguarlo para más tarde, fue por qué me produjo tal sensación de felicidad el retorno de una imagen tan insignificante. Y mientras lo descubría, me pareció que yo merecía realmente el desdén del señor de Norpois; porque hasta aquí había preferido a todos los escritores ese que él llamaba un simple "artista de flauta", y porque me exaltaba sinceramente no al contacto de alta idea importante, sino al le un olor a cosa enmohecida.

Desde algún tiempo atrás, en algunas casas, cuando una visita hablaba de los Campos Elíseos, las madres cogían este nombre con el mismo gesto malévolo que se pone al oír hablar de un médico afamado al que ellas dicen haber visto diagnosticar erróneamente demasiadas veces para que puedan seguir teniendo confianza en él; aseguraban que esos jardines no sentaban bien a los niños y que podían citarse más de un dolor de garganta, varios sarampiones y bastantes fiebres de las que era responsable. Y había algunas amigas de casa que, sin dudar abiertamente del cariño de mamá por mí, deploraban, sin embargo, su ceguera en seguir mandándome a ese sitio.

A pesar de la frase consagrada, los neurópatas son las personas que menos caso se hacen; ven en ellos tantas cosas que los alarman y que después se dan cuenta de que no eran en realidad alarmantes; que acaban por no dar importancia a ninguna. Tan a menudo les grita su sistema nervioso "¡Socorro!", igual que si los amenazara una enfermedad grave, sólo porque va a nevar o porque se mudan de casa, que se acostumbran a no tener ya en cuenta esos avisos, como le ocurre a un soldado que en el ardor de la acción apenas si se entera de ellos y es capaz, aunque se esté muriendo, de seguir por unos días haciendo la misma vida de hombre sano. Una mañana, cuando yo llevaba ordenados dentro de mí mis padecimientos de costumbre, de cuyo circular constante e intestino tenía yo apartado mi espíritu lo mismo que del circular de la sangre, fui corriendo hacia el comedor, donde ya estaban mis padres sentados a la mesa; y después de decirme a mí mismo que muchas veces tener frío no significa necesidad de calentarse, sino otra cosa, por ejemplo, que le han regañado a uno, y que no tener gana puede significar que va a llover, y no que uno no debe comer, me puse a la mesa, y en el instante de ir a tragar el primer bocado de una apetitosa chuleta sentí una náusea y un mareo que me hicieron pararme, y que eran la respuesta febril de una enfermedad ya comenzada, cuyos síntomas se enmascararon tras el hielo de mí indiferencia, pero que rechazaba tercamente ese alimento que yo no estaba en disposición de absorber. Y en el mismo momento se me ocurrió que si se daban cuenta de que estaba malo no me dejarían salir, y esa idea me dio fuerza, lo mismo que el instinto de conservación se la da a un herido, para arrastrarme hasta mi cuarto, donde vi que tenía una fiebre de cuarenta grados, y para prepararme a salir con dirección a los Campos Elíseos. Mi pensamiento, a través de aquel cuerpo lánguido y permeable que lo envolvía, se posaba todo sonriente en el placer de jugar a justicias y ladrones con Gilberta, lo exigía; una hora después, sin poder apenas sostenerme, pero feliz de estar a su lado, aun tenía fuerzas para saborear ese goce.

A la vuelta Francisca declaró que me había "puesto malo" que debía de haber cogido un "calofrío", y el doctor, que llamaron enseguida, dijo que prefería la "severidad y la virulencia" de la subida febril que llevaba consigo mi congestión pulmonar, y que no sería más que "fuego de virutas", a otras formas más "insidiosas y latentes". Desde algún tiempo atrás me sentía yo propenso a tener ahogos, y el médico, a pesar de la desaprobación de mi abuela, que me veía ya morir de alcoholismo, me recomendó, además de la cafeína, que me había recetado para ayudarme a la respiración, que tomara cerveza, champaña o coñac cuando sintiese que se acercaba un ahogo, fue así abortarían, decía el médico, en la "euforia" determinada por el alcohol. Y muchas veces no me cabía más remedio que no intentar disimular mi estado de ahogo, casi de exhibirlo, para que mi abuela dejase que me dieran alcohol. Además, cuando sentía yo que el malestar se acercaba, sin saber nunca las proporciones que tomaría, me preocupaba del disgusto que iba a tener mi abuela, al que yo temía más aún que a mi dolencia, pero al mismo tiempo mi cuerpo, ya por ser excesivamente débil para guardar él solo el secreto de mi malestar, ya porque temiera que, en la ignorancia del mal inminente, se exigiera de él algún esfuerzo imposible o peligroso, me dictaba la necesidad de ir a visitar a mi abuela en cuanto me sentía malo, con una exactitud en la que acabé por poner una especie de escrúpulo fisiológico. Y apenas me notaba algún síntoma desagradable, sin poder discernirlo aún claramente, mi cuerpo se sentía todo apurado hasta que se lo comunicaba a mi abuela. Si ella fingía no darle importancia, mi cuerpo me pedía que insistiese. Y yo muchas veces me excedía y veía asomar en aquel rostro querido, que ya no sabía dominar sus emociones tan bien como antes, una expresión de piedad y una contracción de dolor. Mi corazón se retorcía al ver aquella pena, y me echaba en sus brazos como si pudiesen borrarla mis besos, como si con mi cariño pudiera yo dar tanta alegría a mi abuela como con mi bienestar. Y como los escrúpulos se calmaban ya con la certidumbre de que la abuela estaba enterada de mi sufrimiento, mi cuerpo no se oponía a que la tranquilizara. Hacía yo protestas de que ese sufrimiento no era penoso; decía que no había motivo para compadecerse de mí, que no tuviese duda de que me sentía feliz; mi cuerpo ya había logrado toda la compasión que se merecía, y con tal que se supiera que tenía un dolor en el costado derecho no veía inconveniente en que declarase yo que ese dolor no era malo y no servía de obstáculo a mi bienestar; porque mi cuerpo no se jactaba de filósofo, su cuerda no era ésa. Mientras duró la convalecencia tuve ahogos de esos casi a diario. Una tarde mi abuela salió y me dejó muy bien; pero al volver ya por la noche a mi cuarto vio que me faltaba la respiración.

Other books

Sudden Sea by R.A. Scotti
Silk and Spurs by Cheyenne McCray
Take Me in the Dark by Ashe, Karina
What the Spell Part 1 by Brittany Geragotelis


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024