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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (3 page)

Mi médico —ése que me tenía prohibidos los viajes— disuadió a mis padres de su intención de dejarme ir al teatro: volvería a casa malo, quizá para mucho tiempo, y sacaría, en final de cuentas, más pena que alegría de aquella tarde. Temor era éste lo bastante fuerte quizá para preocuparme, si lo que yo esperaba de aquella función hubiera sido únicamente un placer, que, después de todo, un dolor ulterior podía anular, por compensación. Pero lo que yo pedía a esa tarde de teatro —como lo que pedía al viaje a Balbec y a Venecia, que tanto deseaba— era cosa distinta de un placer: eran verdades pertenecientes a un mundo más real que aquel en que yo vivía, y que una vez adquiridas ya no podrían serme arrebatadas por incidentes menudos de mi ociosa existencia, aunque fueran muy dolorosos para el cuerpo. El placer que yo habría de sentir durante la representación aparecíaseme, a lo sumo, como la forma, necesaria acaso, de la percepción de esas verdades; y eso ya bastaba para que yo desease que las enfermedades anunciadas no empezaran hasta terminada la representación, con objeto de que ese placer no se viera comprometido o adulterado por el malestar físico. Suplicaba a mis padres, los cuales, desde que viniera el médico, ya no querían dejarme ir a
Phédre
. Me recitaba continuamente ese trozo de:

On dit qu 'un prompt départ vous éloigne de nous…

buscando todas las entonaciones que se le podían dar, con objeto de apreciar luego mejor la novedad de la entonación que descubriría la Berma. Oculta, como el sanctasanctórum, por una cortina que me la substraía, y tras la cual la entreveía yo a cada momento con un aspecto nuevo, con arreglo a las palabras de Bergotte —en el folletito que me encontró Gilberta— que se me venían a la imaginación: "Nobleza plástica, cilicio cristiano, palidez jansenista, princesa de Trecena y de Cléves, drama Miceniano, símbolo délfico, mito solar'", la divina Belleza que habría de revelarme el arte de la Berma reinaba día y noche en un altar constantemente encendido en el fondo de mi alma; de esa alma mía, en donde mis padres, severos y frívolos, iban a decidir si entrarían o no para siempre las perfecciones de la Diosa, revelada y descubierta por fin en ese lugar mismo en que se alzaba su forma invisible. Y con los ojos fijos en la inconcebible imagen luchaba desde por la mañana hasta por la noche contra los obstáculos que me oponía mi familia. Pero cuando esos obstáculos se rindieron y cuando mi madre —aunque el día de la función era precisamente el mismo en que papá iba a traer a cenar al señor de Norpois después de salir de la Comisión, que se reunía ese día— me dijo: "Bueno, no queremos verte apenado; de modo que si tú crees que vas a sacar tanto placer de la función, puedes ir"; cuando aquella tarde de teatro, hasta entonces vedada, dependió sólo de mí mismo, entonces, por vez primera, como ya no tenía que ocuparme en que dejara de ser imposible, me pregunté si era cosa tan deseable en realidad y si no hubiera debido renunciar a ella por otras razones que la prohibición de mis padres. En primer término, tras haberme parecido odiosa su crueldad, ahora el consentimiento me inspiraba tal cariño hacia ellos, que la idea de apenarlos me apenaba a mí también; y a través de ese sentimiento la vida ya no se me aparecía como teniendo por objeto único la verdad, sino el cariño, y se me representaba como mejor o peor tan sólo según estuvieran mis padres contentos o enfadados. "Mejor quiero no ir, si eso os tiene que disgustar", dije a mi madre, que, por el contrario, se esforzó por quitarme ese recelo de que ella se iba a disgustar, el cual, según me decía, echaría a perder la alegría que iba a sentir en
Phédre
, esa alegría que decidió a mis padres a que volvieran de su acuerdo prohibitivo. Además, si volvía malo del teatro, ¿me curaría lo bastante pronto para poder ir a los Campos Elíseos en cuanto pasaran las vacaciones y Gilberta fuera por allí?

Y a estas razones confrontaba, para decidir cuál es la que debía triunfar, aquella idea, invisible tras su velo, de la perfección de la Berma. Ponía en uno de los platillos de la balanza: "sentir que mamá está disgustada y arriesgarme a no ver a, Gilberta en los Campos Elíseos"; y en el otro" palidez jansenista, mito solar"; pero hasta estas palabras acababan por obscurecerse delante de mi alma; ya no me decían nada, perdían todo su peso; poco a poco mis vacilaciones se me hicieron tan dolorosas, que si hubiera optado ahora por el teatro habría sido tan sólo para acabar con esas dudas, para librarme de ellas de una vez. Y hubiese sido el deseo de aliviar mi sufrimiento, y no ya la esperanza de un beneficio intelectual y el atractivo de la perfección, lo que me habría encaminado hacia la que no era ya Diosa de la Sabiduría, sino implacable Deidad, sin nombre y sin rostro, que subrepticiamente había ocupado el lugar de la otra detrás del velo. Pero repentinamente cambió todo, y mi deseo de ver a la Berma recibió un nuevo espolazo, con el que ya pude esperar, impaciente y alegre, aquella función "de tarde"; y ocurrió cuando fui a hacer delante de la columna anunciadora de los teatros mi estación diaria, desde hacía poco dolorosa, de estilita, y vi aún húmedo el cartel detallado de
Phédre
, que acababan de pegar (y en el que, a decir verdad, el resto del reparto no me aportaba ningún nuevo aliciente con fuerza para decidirme). Pero el cartel, que llevaba la fecha no del día en que yo lo estaba leyendo, sino de aquel en que tendría lugar la representación, y hasta la hora de alzarse el telón, daba a uno de los extremos entre los cuales oscilaba mi indecisión una forma más concreta, casi inminente, ya en vía de realización; tanto, que me puse a saltar delante de la cartelera al pensar que ese día determinado, exactamente a esa hora indicada, estaría yo sentado en mi sitio dispuesto a oír a la Berma; y temeroso de que mis padres ya no llegaran a tiempo de encontrar dos buenas localidades para mi abuela y para mí me puse en casa de un salto espoleado por aquellas palabras mágicas que substituyeron en mi ánimo a "palidez jansenista" y "mito solar": "en butacas las señoras deberán permanecer sin sombrero" y "las puertas de la sala se cerrarán a las dos en punto".

Pero, ¡ay!, aquella primera función fue un gran desengaño. Mi padre se brindó acompañarnos, a la abuela y a mí, hasta el teatro, de paso que él iba a la sesión de la Comisión. Antes de salir de casa dijo a mamá: "A ver si tenemos una buena cena. No se te habrá olvidado que voy a traer a de Norpois". A mi madre no se le había olvidado. Y ya desde el día antes Francisca, contentísima por poder entregarse a ese arte de la cocina, para el que tenía indudablemente nativa aptitud, y estimulada además por el anuncio de un invitado nuevo, sabía que tendría que confeccionar, con arreglo a los métodos que nadie más que ella conocía, vaca a la gelatina, y vivía en la efervescencia de la creación; como concedía extrema importancia a la calidad intrínseca de los materiales que debían entrar en la fabricación de su obra, fue ella misma al Mercado Central para que le dieran los mejores brazuelos para
romsteck
y los jarretes de vaca y patas de ternera más hermosos, lo mismo que se pasaba Miguel Angel ocho meses en las montañas de Carrara para escoger los más bellos bloques de mármol con destino al monumento de julio II. Y tal ardor desplegaba Francisca en estas idas y venidas, que mamá, al verla con el rostro encendido, temía que se pusiera mala de trabajar, como le pasó al autor del sepulcro de los Médicis en las canteras de Pietraganta. Y ya la víspera mandó Francisca a cocer al horno del panadero, protegido por una capa de miga de pan, como mármol rosa, lo que ella llamaba jamón de
Neu York
. Sin duda por considerar el idioma menos rico de lo que es y por no fiarse mucho de sus oídos, Francisca, la primera vez que oyó hablar del jamón de York se figuró —porque le parecía prodigalidad inverosímil del vocabulario el que pudieran existir al mismo tiempo York y New York— que había oído mal y que querían decir ese nombre que ella conocía ya. Y desde entonces la palabra York llevaba por delante en sus oídos, o en sus ojos si leía un anuncio, un New que ella pronunciaba
Neu
. Con la mejor buena fe del mundo decía a la moza de cocina: "Ve por jamón a casa de Olinda. La señora me ha encargado que sea del de
Neu York
". Aquel día a Francisca le tocaba la ardiente seguridad del que crea y a mí la cruel inquietud del que busca. Claro que mientras que no hube oído a la Berma disfruté. Disfruté en la placita que precedía al teatro, con sus castaños sin hojas, que dos horas después relucirían con metálico reflejo en cuanto las luces de gas iluminaran los detalles de su ramaje; disfruté al pasar por delante de los empleados que recogen los billetes, esos cuyo nombramiento, ascenso y fortuna dependían de la gran artista —que era la única que mandaba en aquella administración por la que pasaban obscuramente directores y directores puramente efímeros y nominales—, y que recibieron nuestras entradas sin mirarnos porque estaban muy preocupados pensando en si habrían sido bien dadas al personal nuevo las órdenes de la señora Berma; en si la
claque
[2]
había comprendido bien que nunca tenía que aplaudirla a ella; en que las ventanas debían estar abiertas mientras ella no estuviera en escena y luego cerradas todas; en si pondrían bien el cacharro de agua caliente disimulado junto a ella para que no se alzara polvo de las tablas; porque, en efecto, un momento más tarde pararía delante del teatro su coche de dos caballos con largas crines, y de él iba a bajar la artista, envuelta en pieles, contestando a los saludos con huraño gesto; y mandaría a una de sus doncellas que fuera a enterarse de cuál era el proscenio reservado para sus amigos, de la temperatura de la sala y del porte de las acomodadoras, pues público y teatro no eran para ella más que como un segundo traje más externo, en el que iba a meterse, y un medio mejor o peor conductor que su talento tenía que atravesar. También disfruté dentro de la sala; desde que sabía que —muy al contrario de lo que mis figuraciones infantiles me representaron durante mucho tiempo— no había más que un escenario para todo el mundo, me creía yo que no debían de dejarle a uno ver bien los demás espectadores, como ocurre en medio de una multitud; y vi que, muy lejos de eso, gracias a una disposición que viene a ser como símbolo de todas las percepciones, cada cual se siente centro del teatro; y así me expliqué que Francisca, una vez que la mandamos a ver un melodrama desde el último anfiteatro, volviera diciendo que su localidad era la mejor del teatro, y que en vez de creer que estaba muy lejos la hubiera azorado la misteriosa y viva proximidad del telón. Aun gocé más al empezar a percibir detrás del telón, bajado, unos ruidos confusos, como esos que se oyen bajo la cáscara de un huevo cuando va a salir el pollo, ruidos que fueron en aumento y que de pronto, desde aquel mundo que nos veía, pero que en cambio nuestras miradas no podían penetrar, se dirigieron indudablemente a nosotros en la imperiosa forma de tres golpes tan conmovedores como si llegaran del planeta Marte. Y aun siguió mi gozo cuando, alzado el telón, una mesita de escribir y una chimenea ordinaria que había en el escenario me indicaron que los personajes que iban a entrar no serían actores que venían aquí a recitar, como yo ya había visto en una reunión una noche, sino hombres que estaban viviendo en su casa un día de su vida, en la cual penetraría yo por efracción sin que ellos pudieran verme; una corta preocupación vino a interrumpir mi goce; y fue que cuando yo tenía ya el oído alerta porque la obra iba a empezar, entraron en el escenario dos hombres que debían de estar muy encolerizados, porque hablaban muy fuerte y en una sala en donde había más de mil personas se oían todas sus palabras, mientras que en el pequeño local de un café tenemos que preguntar a un mozo qué es lo que dicen esos dos individuos que se van a agarrar; pero instantáneamente, extrañado al ver que el público los oía sin protesta y estaba sumergido en unánime silencio, en el que pronto comenzaron a saltar risas acá y allá, comprendí que aquellos insolentes eran los actores y que la piececita de entrada acababa de empezar. Después vino un entreacto tan largo, que los espectadores que ya habían vuelto a sus sitios se impacientaron y empezaron a patear. A mí eso me dió miedo; porque lo mismo que al leer en el relato de una vista que un hombre de nobles sentimientos iba a ir a declarar, con desprecio de sus intereses, en favor de un inocente, temía yo siempre que no fueran con él lo deferentes que debían, que no se lo agradecieran bastante, que no se le recompensara con la debida largueza, y que entonces él, asqueado, se pusiera de parte de la injusticia, así ahora asimilando en esto el genio a la virtud, tenía miedo de que la Berma, despechada por los malos modos de un público tan mal educado —público en el que, por el contrario, me habría a mí gustado que pudiese reconocer la Berma a alguna celebridad cuyo juicio le interesaba—, fuera a expresarle su descontento y desdén trabajando mal. Y miraba yo con aire de súplica a esos brutos que pateaban, y que con su furia iban a quebrar la frágil y preciosa impresión que yo venía buscando. En fin, los últimos momentos en que yo disfruté fueron los de las primeras escenas de
Phédre
. En el principio de este segundo acto no aparece el personaje principal; y sin embargo, en cuanto se alzó el telón grande y luego otro segundo telón, de terciopelo rojo, que dividía la profundidad del escenario en todas las obras en que trabajaba la estrella, asomó por el fondo una actriz de voz y aspecto semejantes a los que, según me dijeran, tenía la Berma. Debían de haber cambiado el reparto, y todo aquel cuidado que yo puse en estudiar el papel de la mujer de Teseo iba a ser inútil. Pero salió una nueva actriz, que replicó a la otra. Indudablemente me equivoqué al tomar a aquella primera por la Berma, porque esta segunda tenía mayor parecido en figura y dicción con la Berma. Ambas realzaban su papel con nobles ademanes —que yo distinguía claramente, comprendiendo su relación con el texto, mientras ellas agitaban sus hermosos peplos y entonaciones ingeniosas, ya irónicas, ya apasionadas, que me revelaban la significación de un verso que yo leyera en casa sin conceder atención bastante a lo que quería decir. Pero de pronto, por la abertura de aquella roja cortina del santuario, apareció, lo mismo que en un marco, una mujer, e inmediatamente, por el miedo que yo sentí, mucho más ansioso que pudiera serlo el de la Berma a que la molestaran abriendo una ventana, a que al arrugar un programa alterasen el sonido de su voz a que la enfadaran aplaudiendo a sus compañeras y no aplaudiéndola a ella lo debido, por mi manera, mucho más absoluta aún que la de la Berma, de no considerar desde aquel momento sala, público, actores y obra, y hasta mi propio cuerpo, más que como un medio acústico importante tan sólo en la medida en que era favorable a sus inflexiones de voz, por todo eso comprendí que las dos actrices que antes admiraba no se parecían en nada a aquella que yo había venido a oír.

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