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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (43 page)

—Estamos abusando de usted —decía mi abuela.

—Nada de eso, estoy encantada, me gusta mucho —respondía su amiga con zalamera sonrisa, afinando la voz y en melodioso tono, que hacía contraste con su sencillez acostumbrada.

Y es que, en efecto, en esos instantes no era natural; se acordaba de su educación, de los modales aristocráticos con que una gran señora debe mostrar a la gente de clase media de que se alegra de estar un rato con ellos y que no es orgullosa. Y la única falta de verdadera cortesía que en ella se podía observar era precisamente su exceso de cortesía; porque en eso se transparentaba ese hábito profesional de la dama del barrio de Saint-Germain que sabe que a esos amigos suyos de la burguesía tendrá que dejarlos descontentos alguna vez, y aprovecha ávidamente todas las ocasiones en que le es posible inscribir en su libro de cuentas con ellos un anticipo de crédito que poco más tarde compense en el debe el hecho de no haberlos invitado a una reunión o a una comida. El genio de su casta social había moldeado antaño a la marquesa de un modo definitivo, y no sabía que las circunstancias eran ahora muy distintas y las personas muy otras, y que en París podría permitirse el gusto de vernos a menudo en su casa; de modo que ese genio de raza la' impulsaba con febril ardor, como si el tiempo que se le concedía para ser amable fuera ya muy poco, a multiplicar con nosotros mientras estábamos en Balbec los regalos de rosas y de melones, los libros prestados, los paseos en coche y las efusiones verbales. Y de ahí que al igual del esplendor deslumbrante de la playa, que el llamear multicolor y los reflejos suboceánicos de los cuartos del hotel, y que las lecciones de equitación con que unos hijos de comerciante eran, deificados cual Alejandro de Macedonia, se me hayan quedado en la memoria como características de la vida de playa las amabilidades diarias de la señora de Villeparisis y también la facilidad momentánea, estival, con que las aceptaba mi abuela.

—Dé usted los abrigos para que se los suban.

Mi abuela se los daba al director, y yo, como estaba agradecido a él por sus atenciones conmigo, me desesperaba ante esa falta de consideración de mi abuela, que molestaba al director.

—Me parece que ese señor se ha molestado —decía la marquesa—. Probablemente es que se considera demasiado aristócrata para coger sus abrigos. Me acuerdo aún, era yo muy pequeñita, de cuando el duque de Némours entraba en casa de mi padre, que ocupaba el último piso del palacio Bouillon, con un gran paquete de cartas y periódicos debajo del brazo. Todavía me parece que veo al príncipe con su frac azul allí en la puerta (que por cierto tenía unos adornos muy bonitos en madera; creo que era Bagard quien hacia eso, esas molduritas tan finas, que el ebanista les daba forma de capullos y flores como los nudos que se hacen con la cinta para atar un ramo). "Tenga usted, Ciro —decía a mi padre—; esto me ha dado el portero para usted. Me ha dicho:

—"Ya que va usted a casa del señor conde, no vale la pena de que suba Yo dos pisos más; pero tenga usted cuidado de no deshacer el nudo." Bueno, ahora que ya se desembarazó usted de los abrigos, siéntese usted aquí —decía a mi abuela cogiéndola de la mano:

—No, en ese sillón, no, si le es a usted lo mismo. Es pequeño para dos, pero para mí sola es muy grande; no estaré a gusto.

—Me recuerda usted, porque era exactamente igual que éste, un sillón que tuve mucho tiempo, pero que al cabo no pude conservar, porque se lo había regalado a mi madre la duquesa de Praslin. Mi madre, a pesar de ser la persona más sencilla del mundo, como tenía ideas de esas de otros tiempos y que a mí ya entonces no me entraban bien en la cabeza, no quiso a lo primero dejarse presentar a la duquesa de Praslin, que era una simple señorita Sebastiani, y ésta, por su parte, como era duquesa, se creía que ella no debía ser la que buscara la presentación. Y en realidad —añadía la señora de Villeparisis, olvidándose de que ella no distinguía ese género de matices— esa pretensión era insostenible como no hubiese sido una Choiseul. Los Choiseul son una casa de primera, proceden de una hermana del rey Luis el Gordo, eran soberanos de verdad en Basigny. Comprendo que nosotros le llevamos ventaja por nuestros enlaces y por el brillo, pero la antigüedad de las familias es poco más o menos la misma. Hubo incidentes cómicos por esta cuestión de precedencia, como un almuerzo que hubo que servir con un retraso de más de una hora, que fue todo el tiempo que se necesitó para convencer a una de esas señoras de que se dejara presentar. Pues a pesar de todo eso se hicieron muy amigas, y la duquesa regaló a mi madre un sillón como ése, en el que nadie se quería sentar, como le ha pasado a usted ahora. Un día mi madre oye entrar un coche en el patio de nuestra casa, y pregunta; a un criado quién es. "Es la, señora duquesa de La Rochefoucauld, señora condena." "Muy bien, que suba." Pasa un cuarto de hora, y no aparece nadie. "Bueno; pero, ¿dónde está la señora duquesa de La Rochefoucauld, no había venido?" "Está en la escalera, soplando, sin— poder subir más, señora condesa", dijo el criadito, que hacía poco había llegado del campo, donde mi madre tenía la costumbre de buscar su servidumbre. Muchas veces eran gente que había visto nacer. Así es como puede uno tener criados decentes. Y ése es el primero de los lujos. Bueno; pues, en efecto, la duquesa de La Rochefoucauld iba subiendo con mucho trabajo, porque —era enorme; tan enorme, que, cuando entró, mi madre estuvo preocupada un momento pensando en dónde la acomodaría. En aquel instante cayó su mirada sobre el sillón que le había regalado la señora de Praslin. "Hálame usted el favor de sentarse", dijo mi madre, empujando el sillón hacia la duquesa. La duquesa lo llenó hasta el borde. A pesar de ese aspecto imponente, era bastante agradable. Un amigo nuestro decía que al entrar en un salón siempre causaba efecto. "Sobre todo, al salir", respondía mi madre, que muchas veces tenía salidas un poco atrevidas para nuestra época. Hasta en la misma casa de la duquesa se gastaba bromas relativas a sus enormes proporciones, y ella era la primera en reírse. Un día mi madre fue a visitar a la duquesa; a la puerta del salón la recibió el duque, y mi madre no vio a su esposa, que estaba en el vano de un balcón. "¿Está usted solo? Creí que estaba la duquesa, pero no la veo." "¡Qué amable es usted!", contestó el duque, que era un hombre de los de menos discernimiento que yo he conocido, pero que a veces tenía gracia.

Después de cenar, cuando subía a mi cuarto con la abuela, le decía yo que las buenas cualidades con que nos seducía la señora de Villeparisis, tacto, finura, discreción, olvido de sí misma, no debían de ser de gran valor, puesto que la gente que sobresalía en esas condiciones no pasaron de ser Molés y Loménies, y en cambio, el no tenerlas, por desagradable que fuera en el trato diario, no estorbó para llegar a lo que fueron Chateaubriand, Vigny, Hugo y Balzac, vanidosos de poco juicio que se prestaban mucho a la broma, como Bloch. Pero al oír el nombre de Bloch, mi abuela se indignaba. Y me hacía el elogio de la señora de Villeparisis. Como dicen que en materia amorosa lo que determina las preferencias de cada individuo es el interés de la especie, y que para que el niño tenga una constitución perfectamente normal el instinto lleva a las mujeres delgadas hacia los hombres gordos y al contrario, mi abuela, impulsada también aunque inconscientemente, por el interés de mi bienestar, amenazado por los nervios y por mi enfermiza tendencia a la tristeza y al aislamiento, colocaba en primera fila esas facultades de ponderación y de juicio, propias no sólo de la señora de Villeparisis, sino de una parte de la sociedad donde me era dable hallar distracción y tranquilidad; sociedad semejante a aquella en donde floreció el talento de un Doudan, de un Rémusat, por no decir de una Beausergent, de un Joubert o de una Sevigné, porque esa clase de talento proporciona mayor ventura y dignidad en la vida que los refinamientos opuestos, que llevaron a un Baudelaire, a un Poe, a un Verlaine o a un Rimbaud a sufrir dolores y desconsideraciones que mi abuela no quería para mí. Corté sus palabras para darle un abrazo, y le pregunté si se había fijado en algunas frases de la señora de Villeparisis, en las que se transparentaba la mujer que tiene su linaje en mucha más estima de lo que dice. Y así, sometía yo a mi abuela todas las impresiones, porque yo nunca sabía el grado de consideración debido a una persona hasta que ella me lo indicaba. Todas las noches le llevaba yo los apuntes que durante el día hiciera de los seres inexistentes que no eran la abuela misma. Una vez le dije que no podría vivir sin ella.

—No, no, eso no —me contestó con voz alterada—. Hay que tener el corazón más fuerte. Porque entonces, ¿qué iba a ser de ti el día que yo me fuera de viaje? Al contrario, serás juicioso y feliz.

—Sí, seré juicioso si te vas nada más que por unos días; pero me los pasaré contando las horas.

—¿Y si me voy por unos meses… (sólo de oírlo se me encogía el corazón), o por años…, o por…?

Los dos nos quedábamos callados y no nos atrevíamos á mirarnos. Pero a mí me causaba mayor dolor su angustia que la mía. Así, que me acerqué al balcón y dije a mi abuela muy distintamente, mirando a otro lado:

—Ya sabes tú que yo soy un ser de costumbres. Los primeros días que paso separado de las personas que más quiero estoy muy triste; pero luego, sin dejar de quererlas, me voy acostumbrando, la vida se vuelve otra vez tranquila y grata, y resistiría unaseparación de meses, de años…

Pero no pude seguir y me puse a mirar a la calle sin decir nada. La abuela salió de la habitación un momento. Al otro día empecé a hablar de filosofía con tono de gran indiferencia, pero arreglándomelas para que la abuela se fijara en mis palabras y dije que era muy curioso ver cómo después de los últimos descubrimientos científicos el materialismo estaba en ruinas, y que de nuevo se consideraba como muy probable la inmortalidad de las almas y su futura reunión en la otra vida.

La señora de Villeparisis nos dijo que ahora ya no podríamos vernos tan a menudo porque un sobrino suyo que se preparaba para ingresar en la escuela de Saumur, y que estaba de guarnición cerca de Balbec, en Donciéres, iba a venir a pasar unas semanas de licencia con ella y le robaría mucho tiempo. Durante nuestros paseos la marquesa nos había hablado de su sobrino alabándonos su mucha inteligencia y, sobre todo, su buen corazón; yo me figuraba que le iba a inspirar simpatía, que sería su amigo favorito, y como antes de que llegara su tía dejó entrever a mi abuela que el muchacho, desgraciadamente, había caído en manos de una mala mujer que le había trastornado el seso y no lo soltaría nunca., yo, convencido de que esa clase de amores acaba fatalmente en locura, crimen o suicidio me daba a pensar en el poco tiempo que estaba reservado a nuestra amistad, tan grande ya en mi alma aunque todavía no había visto al amigo, y sentía mucha pena por ella y por las desgracias que la esperaban, como ocurre con un ser querido del que nos acaban de decir que está gravemente enfermo y que tiene los días de vida contados.

Una tarde muy calurosa estaba yo en el comedor del hotel; lo habían dejado medio a obscuras para protegerlo del calor echando las cortinas, que el sol amarilleaba, y por entre sus intersticios dejaba pasar el azulado pestañeo del mar; en esto vi por el tramo central que va de la playa al camino a un muchacho alto, delgado, fino de cuello, cabeza orgullosamente echada hacia atrás, de mirar penetrante, dorada tez y pelo tan rubio como si hubiera absorbido todo el oro del sol. Llevaba un traje de tela muy fina, blancuzca, como nunca me figuré yo que se atreviera a llevarlo un hombre, y que evocaba por su ligereza el frescor del comedor a la par que el calor y el sol de fuera; iba andando de prisa. Tenía los ojos color de mar, y de uno de ellos se descolgaba a cada momento el monóculo. Todo el mundo se quedaba, mirándolo con curiosidad, porque sabían que este marquesito de Saint-Loupen-Bray era famoso por su elegancia. Los periódicos habían descrito el traje que llevó poco antes, cuando sirvió de testigo en un duelo al duque de Uzes. Parecía como si la calidad tan particular de su pelo, de sus ojos, de su tez y de su porte, que lo harían distinguirse en el seno de una multitud como precioso filón de ópalo luminoso y azulino embutido en una materia grosera, hubiese de corresponder a una vida distinta de la de los demás hombres. Y por eso, antes de aquellas relaciones que disgustaban a la señora de Villeparisis, cuando se lo, disputaban las mujeres más bonitas del gran mundo, su presencia, por ejemplo, en una playa al lado de la renombrada beldad a quien estaba haciendo la corte, no sólo ponía a ella en el foco de la atención, sino que atraía también muchas miradas sobre su persona. Por su gran
chic
, por su impertinencia de joven "gomoso", por su hermosura física, había quien le encontraba un aspecto un tanto afeminado, pero sin echárselo en cara, porque era muy conocido su ánimo varonil y su apasionada afición a las mujeres. Aquel era el sobrino de que nos hablara la señora de Villeparisis. A mí me encantó la idea de que iba a tratarlo durante unas semanas, y estaba muy seguro de que me ganaría por completo su afecto. Atravesó todo el hotel como si fuera persiguiendo a su monóculo, que revoloteaba por delante de él como una mariposa. Venía de la playa, y el mar, cuya franja subía hasta la mitad de las vidrieras del
hall
, le formaba un fondo en el que se destacaba su figura, como esos retratos en que los pintores modernos, sin traicionar la observación exactísima de la vida actual, escogen para su modelo un marco apropiado: campo de polo, de golf o de carreras, o puente de yate, para dar un equivalente moderno de esos lienzos donde los primitivos plantaban una figura humana en el primer término de un paisaje. A la puerta lo esperaba un coche de dos caballos; y mientras que su monóculo volvía a danzar en la soleada calle, el sobrino de la señora de Villeparisis, con la misma elegancia y maestría que un pianista encuentra ocasión de mostrar en una cosa sencillísima en la que parecía imposible que pudiese revelarse superior a un ejecutante de segunda fila, cogió las bridas que le entregaba el cochero, se sentó a su lado, y al mismo tiempo que abría una carta que le entregara el director del hotel, hizo arrancar a los caballos.

Los días que siguieron tuve una gran decepción cada vez que me lo encontraba en el hotel o en la calle —cuellierguido, equilibrando constantemente los movimientos del cuerpo con arreglo a su monóculo bailarín y escurridizo, que parecía su centro de gravedad—, al darme cuenta de que no quería acercarse a nosotros, y vi que no nos saludaba aunque sabía muy bien que éramos amigos de su tía. Y acordándome de lo amables que conmigo estuvieron la señora, de Villeparisis y antes el señor de Norpois, se me ocurrió que quizá no eran más que nobles de mentira, y que en las leyes que gobiernan a la aristocracia debe de haber un artículo secreto en que se permita a las damas y a algunos diplomáticos que falten en su trato con los plebeyos, por urea razón misteriosa, a esa altivez que un marquesito tiene que practicar implacablemente. Mi inteligencia me habría dicho todo lo contrario. Pero la característica de esa edad ridícula porque yo pasaba —edad nada ingrata, sino muy fecunda— es que no se consulta a la inteligencia y que los mininos atributos de los humanos nos parece que forman arte indivisible de su personalidad. La tranquilidad es cosa desconocida, porque está uno siempre rodeado de monstruos y dioses. Y casi todos los ademanes que entonces hacemos querríamos suprimirlos más adelante. Cuando, al contrario, lo que debía lamentarse es no tener ya aquella espontaneidad que nos los inspiraba. Más tarde se ven las cosas de un modo más práctico, más en conformidad con las demás gentes, pero la adolescencia es la única época en que se aprende algo.

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