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Authors: Johann Wolfgang von Goethe

Tags: #Clásico, #Drama, #Romántico

Werther (16 page)

A las once llamó Werther a su criado y le preguntó si había regresado Alberto. El criado contestó que le había visto pasar a caballo. Entonces le mandó una esquela abierta que sólo contenía estas palabras:

«¿Quieres hacerme el favor de prestarme tus pistolas para un viaje que he proyectado? Consérvate bueno. Adiós.»

La pobre Carlota apenas había podido dormir la noche anterior. Su sangre pura, que hasta entonces había corrido tranquilamente por sus venas, se agitaba en curso febril. Mil sensaciones distintas con movían su noble corazón. ¿Era que abrasaba su seno el calor de las caricias de Werther o que estaba indignada de su atrevimiento? ¿Era que le mortificaba comparar su situación del momento con su vida pasada, con sus días de inocencia, sosiego y confianza? ¿Cómo presentarse a su esposo? ¿Cómo confesarle una escena de que ella misma no quería darse cuenta, por más que no tuviese nada de que avergonzarse? Mucho tiempo hacía que marido y mujer no hablaban de Werther, y precisamente ella debía romper el silencio para hacerle una confesión no menos penosa que inesperada. Temía que el solo anuncio de la visita de Werther fuese para Alberto una gran mortificación. ¿Qué sucedería cuando supiera él todo lo ocurrido? ¿Podría esperarse que juzgara las cosas sin pasión y las viese tales como habían pasado? ¿Podría desearse que leyera claramente en el fondo de su alma? Y, por otra parte, ¿cómo disimular ante un hombre para quien el pecho de ella había sido siempre un transparente cristal y a quien no había ocultado ni quería ocultar nunca el menor pensamiento? Estas reflexiones la abrumaban, abismándola en una cruel incertidumbre, y siempre se volvía su pensamiento hacia Werther que la adoraba; hacia Werther, a quien no podía abandonar y a quien era preciso que abandonase. ¡Ah…, qué vacío para ella!

Aunque la agitación de su espíritu no le permitiese ver claramente la verdad de las cosas, comprendió que pesaba sobre ella la fatal desavenencia que separaba a su marido y Werther; dos hombres tan buenos y tan inteligentes que empezando por ligeras divergencias de sentimiento, habían llegado a una mutua reserva y a una indiferencia glacial. Cada uno se encerraba en el círculo de su propio derecho y de los errores del otro. Se había aumentado la tirantez por ambas partes y había llegado a ser tal la situación, que ya no podía despejarse sin violencia. Si los hubiera unido más una dichosa confianza en los primeros momentos, si la amistad y la indulgencia hubieran abierto sus almas a algunas dulces expansiones, acaso habría sido posible salvar al desgraciado joven. Una circunstancia particular aumentaba la perplejidad de Carlota. Werther, como hemos visto en sus cartas, no ocultó nunca su deseo de abandonar el mundo. Alberto había combatido esta idea muchas veces, y con frecuencia había cuestionado sobre ella con su mujer. Impulsado por una instintiva repugnancia hacia el suicidio, Alberto había sostenido muy a menudo, con una rudeza impropia de su carácter, que semejante resolución no era de hombre serio, y hasta se había permitido alguna burla sobre el asunto, haciendo así que su incredulidad se reflejara un tanto en Carlota. Esto la tranquilizaba un poco cuando en su espíritu aparecían siniestras imágenes; pero esto mismo impedía que participara sus temores a su marido.

No tardó Alberto en llegar, y ella salió a recibirle con una solicitud no exenta de embarazo. Alberto parecía disgustado. No había podido terminar sus asuntos por ciertas dificultades, hijas del carácter intratable y minucioso del juez. El mal estado de los caminos había acabado de ponerle de mal humor.

Preguntó si había ido alguien durante su ausencia, y su mujer se apresuró a decirle que Werther había estado allí la víspera por la tarde. Informado después de que en su cuarto tenía algunas cartas y paquetes que habían llevado para él, dejó sola a Carlota. La presencia del hombre por quien sentía tanto cariño y tanto respeto, operó una nueva revolución en el espíritu de ella. El recuerdo de la generosidad del esposo, de su amor y de sus bondades, le devolvió el sosiego. Experimentó un secreto deseo de seguirle, y decidida a ello, hizo lo que hacía muchas veces: ir a buscarle a su cuarto. Le encontró abriendo y leyendo las cartas; algunas parecían preñadas de noticias desagradables. Le formuló varias preguntas sobre esto, y él contestó lacónicamente, poniéndose luego a escribir.

Durante una hora permanecieron silenciosos, uno enfrente del otro. Carlota se entristecía por momentos. Comprendía que, aunque su marido estuviese del mejor humor del mundo, iba a verse apurada para darle cuenta de lo que sentía su corazón, y cayó en un abatimiento que se tornaba más profundo a medida que se esforzaba ella por ocultar y devorar sus lágrimas.

La llegada del criado de Werther aumentó la turbación que experimentaba. El hombre entregó la carta de su amo, y Alberto, después de leerla, se volvió fríamente hacia su mujer, y le dijo:

—Dale mis pistolas —y volviéndose luego al criado, añadió—: Decid a vuestro amo que le deseo un buen viaje.

Estas palabras produjeron en Carlota el efecto de un rayo. Apenas tuvo fuerzas para levantarse. Se dirigió lentamente a la pared, descolgó las armas y las limpió con mano temblorosa.

Estaba indecisa, y habría tardado largo rato en entregárselas al criado si Alberto, con una mirada interrogadora, no la hubiese obligado a obedecer al punto. Carlota entregó las pistolas al criado sin poder articular una sola palabra. Cuando éste hubo salido, ella volvió a tomar su labor y se retiró a su cuarto, presa de una turbación espantosa y con el corazón agitado por siniestros presentimientos.

Tan pronto quería ir a arrojarse a los pies de su marido y confesarle la escena de la víspera, la turbación de su conciencia y sus terribles temores, como desistía de hacerlo, preguntándose de qué serviría aquel paso. ¿Podría esperar que su marido, atendiendo a sus ruegos, corriese inmediatamente a casa de Werther?

La comida estaba en la mesa. Llegó una amiga de Carlota sin más objeto que charlar un poco, pero temiendo importunar, quiso retirarse. Carlota la retuvo en su compañía. Esto dio margen a una conversación que animó la comida, y, aunque esforzándose, se charló, y al cabo se dio todo al olvido.

El criado de Werther llegó a su casa con las pistolas y las entregó a su amo, que se apresuró a cogerlas al saber que venían de manos de Carlota.

Mandó que le llevaran pan y vino, y encargando después a su criado que fuera a comer, se puso a escribir:

«Han pasado por tus manos; tú misma les has quitado el polvo, tú las has tocado…, y yo las beso ahora una y mil veces.

»¡Angel del cielo, tú favoreces mi resolución! Tú, Carlota, eres quien me presentas este arma destructora, así recibiré la muerte de quien yo quería recibirla. ¡Qué bien me he enterado por el criado de los menores detalles! Temblabas al entregarle estas armas…; pero ni un adiós me envías. ¡Ay de mí!, ni un adiós. ¿Acaso el odio me ha cerrado tu corazón por aquel instante de embriaguez que me ha unido a ti para siempre? ¡Ah, Carlota!, el transcurso de los siglos no borrará aquella impresión; y tú, estoy seguro de ello, no podrás aborrecer nunca a quien tanto te idolatra.»

Después de comer mandó al criado que acabase de empaquetarlo todo. Rompió muchos papeles, salió a pagar algunas cuentas que tenía pendientes y se volvió luego a su casa. Más tarde, a pesar de que llovía, salió de nuevo y llegó hasta el jardín del difunto conde de M., fuera de la población. Estuvo paseándose largo tiempo por los alrededores y regresó a su morada al anochecer. Entonces se puso a escribir:

«Guillermo: por última vez he visto los campos, el cielo y los bosques. También a ti te doy el último adiós. Tú, madre mía, perdóname. Consuélala, Guillermo. Dios os colme de bendiciones. Todos mis asuntos quedan arreglados. Adiós, volveremos a vernos…, y entonces seremos más felices.»

«Mal he pagado tu amistad, Alberto; pero sé que me perdonas. He turbado la paz de tu hogar, he introducido la desconfianza entre vosotros… Adiós: ahora voy a subsanar estas faltas. ¡Quiera el cielo que mi muerte os devuelva la dicha! ¡Alberto, Alberto!, haz feliz a ese ángel para que la bendición de Dios descienda sobre ti.»

Por la noche aún estuvo revolviendo sus papeles; rompió muchos, que arrojó al fuego, y cerró algunos pliegos dirigidos a Guillermo. El contenido de éstos se reducía a breves disertaciones y pensamientos sueltos, de los cuales no conozco más que una parte. A eso de las diez hizo que encendieran lumbre, mandó que le llevaran una botella de vino y envió a dormir a su criado. El cuarto de éste, como los de todos los que vivían en la casa, se hallaba a gran distancia del de Werther. El criado se acostó vestido para estar dispuesto muy temprano, porque su amo le había dicho que los caballos de posta llegarían antes de las seis de la mañana.

DESPUÉS DE LAS ONCE

«Todo duerme en torno mío, y mi alma está tranquila. Te doy gracias, ¡oh Dios!, por haberme concedido en momento tan supremo resignación tan grande. Me asomo a la ventana, amada mía, y distingo a través de las tempestuosas nubes algunos luceros esparcidos en la inmensidad del cielo. ¡Vosotros no desapareceréis, astros inmortales! El Eterno os lleva, lo mismo que a mí. Veo las estrellas de la Osa, que es mi constelación favorita, porque, de noche, cuando salía de su casa, la tenía siempre delante. ¡Con qué delicia la he contemplado muchas veces! ¡Cuántas he levantado mis manos hacia ella para tomarla por testigo de la felicidad de que entonces disfrutaba! ¡Oh Carlota!, ¿qué hay en el mundo que no traiga a mi memoria tu recuerdo? ¿No estás en cuanto me rodea? ¿No te he robado codicioso como un niño, mil objetos insignificantes que habías santificado con sólo tocarlos?

»Tu retrato, este retrato querido, te lo doy suplicándote que lo conserves. He estampado en él mil millones de besos, y lo he saludado mil veces al entrar en mi habitación y al salir de ella. Dejo una carta escrita para tu padre, rogándole que proteja mi cadáver. Al final del cementerio, en la parte que da al campo, hay dos tilos, a cuya sombra deseo reposar. Esto puede hacer tu padre por su amigo, y tengo la seguridad de que lo hará. Pídeselo tú también, Carlota. No pretendo que los piadosos cristianos dejen depositar el cuerpo de un desgraciado cerca de sus cuerpos. Deseo que mi sepultura esté a orillas de un camino o en un valle solitario, para que, cuando el sacerdote o el levita pasen junto a ella, eleven sus brazos al cielo, bendiciéndome, y para que el samaritano la riegue con sus lágrimas. Carlota, no tiemblo al tomar el cáliz terrible y frío que me dará la embriaguez de la muerte. Tú me lo has presentado, y no vacilo. Así van a cumplirse todas las esperanzas y todos los deseos de mi vida, todos, sí, todos.

»Sereno y tranquilo voy a llamar a la puerta de bronce del sepulcro. ¡Ah, si me hubiese cabido en suerte morir sacrificándome por ti! Con alegría con entusiasmo hubiera abandonado este mundo, seguro de que mi muerte afianzaba tu reposo y la felicidad de toda tu vida. Pero, ¡ay!, sólo algunos seres privilegiados logran dar su sangre por los que aman y ofrecerse en holocausto para centuplicar los goces de sus preciosas existencias. Carlota, deseo que me entierren con el traje que tengo puesto, porque tú lo has bendecido al tocarlo. La misma petición hago a tu padre. Prohíbo que me registren los bolsillos. Llevo en uno aquel lazo de cinta color de rosa que tenías en el pecho el primer da que te vi rodeada de tus niños… ¡Oh! Abrázalos mil veces y cuéntales el infortunio de su desdichado amigo. ¡Cuánto los quiero! Aún los veo agruparse en torno mío. ¡Ay, cuánto te he amado desde el momento en que te vi! Desde ese momento comprendí que llenarías toda mi vida… Haz que entierren el lazo conmigo… Me lo diste el día de mi cumpleaños, y lo he conservado como sagrada reliquia. ¡Ah!, nunca sospeché que aquel principio tan agradable me condujese a este fin. Ten calma, te lo ruego; no te desesperes… Están cargadas… Oigo las doce… ¡Sea lo que ha de ser! Carlota…, Carlota… ¡Adiós, adiós!»

Un vecino vio el fogonazo y oyó la detonación; pero como todo permaneció tranquilo, no se cuidó de averiguar lo ocurrido. A las seis de mañana del siguiente día entró el criado en la alcoba con una luz, y vio a su amo tendido en el suelo, bañado en su sangre y con una pistola al lado. Le llamó y no obtuvo respuesta. Quiso levantarle y observó que todavía respiraba. Corrió a avisar al médico y a Alberto. Cuando Carlota oyó llamar, un temblor convulsivo se apoderó de todo su cuerpo. Despertó a su marido y se levantaron. El criado, acongojado y sollozando, les dio la fatal noticia. Carlota cayó desmayada a los pies de su marido.

Cuando el médico llegó al lado del infeliz Werther, le halló todavía en el suelo y en un estado deplorable. Latía el pulso aún; pero todos sus miembros estaban paralizados. Había entrado la bala por encima del ojo derecho, haciendo saltar los sesos. Le sangraron de un brazo, y corrió la sangre; todavía respiraba. Unas manchas de sangre que se veían en el respaldo de su silla indicaban que consumó el suicidio sentado delante de la mesa donde escribía y que en las convulsiones de la agonía había rodado al suelo. Se hallaba tendido boca arriba, cerca de la ventana, vestido y calzado, con frac azul y chaleco amarillo.

La gente de la casa y de la vecindad, y poco después todo el pueblo, se pusieron en movimiento. Llegó Alberto. Habían acostado a Werther en su lecho con la cabeza vendada. Su rostro tenía ya el sello de la muerte. No se movía; pero sus pulmones funcionaban aún de un modo espantoso: unas veces casi imperceptiblemente, otras con ruidosa violencia. Se esperaba que de un momento a otro exhalase el último suspiro.

No había bebido más que un vaso de vino de la botella que tenia sobre la mesa. El libro
Emilia Galotti
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estaba abierto sobre el pupitre. Eran indescriptibles la consternación de Alberto y la desesperación de Carlota.

El anciano juez llegó turbado y conmovido. Abrazó al moribundo, bañándole el rostro con su llanto. No tardaron en reunírsele sus hijos mayores, y se arrodillaron junto al lecho, besando las manos del herido y no pudieron contener el más intenso dolor. El mayor, que había sido siempre el predilecto de Werther, se colgó al cuello de su amigo y permaneció abrazado a él hasta que expiró.

La presencia del juez y las medidas que tomó evitaron todo desorden. Hizo enterrar el cadáver por la noche a las once en el sitio que había indicado Werther. El anciano y sus hijos fueron formando parte del fúnebre cortejo; Alberto no tuvo valor para tanto.

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