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Authors: Johann Wolfgang von Goethe

Tags: #Clásico, #Drama, #Romántico

Werther (13 page)

El preso miró a Werther sin despegar sus labios luego dijo fríamente:

—Ella no será de nadie, ni nadie será de ella.

Condujeron al asesino a presencia de su víctima y Werther se alejó precipitadamente. La extraña y violenta emoción que acababa de experimentar había trastornado su seso; se sintió arrancado de su melancólica apatía por el irresistible interés que le inspiraba aquel joven y por un deseo ardiente de salvarle. Comprendía tan bien la desesperación que le había impulsado al crimen; le encontraba tantas disculpas y se penetraba tan profundamente de la situación de aquel infortunado, que se creía capaz de hacer participar de sus sentimientos a todo el mundo.

Ardía ya en deseos de defender a voz en grito al acusado, el discurso más elocuente pugnaba ya por brotar de sus labios. Corrió a casa del juez, ordenando mentalmente los apasionados argumentos con que pensaba inclinar su ánimo en favor del prisionero.

Al entrar en el salón encontró a Alberto, cuya presencia le desconcertó por un instante; pero bien pronto se repuso, y dirigiéndose al juez, le manifestó su opinión sobre aquel trágico suceso, con la convicción de que se sentía animado.

El juez movió varias veces la cabeza durante el relato y, aunque Werther hizo uso de toda la energía, todo el arte persuasivo que un hombre puede emplear en defensa de un semejante, el magistrado, como era lógico, no dio señales de sensibilidad ni vacilación. Sin dejar concluir a nuestro amigo, refutó con brío sus doctrinas y le censuró por mostrarse tan decididamente protector de un criminal. Le demostró que, con tal sistema, todas las leyes serian fáciles de eludir y la seguridad pública se vería comprometida constantemente. Añadió que, en un asunto de tal gravedad, no podía intervenir del modo que lo hacía sin incurrir en una gran responsabilidad, y que era preciso que el proceso siguiera su curso ordinario.

Werther sin embargo, no se desanimó, y suplicó al juez que consintiese en hacer la vista gorda respecto a la evasión del prisionero; pero también sobre este punto fue inflexible el magistrado.

Alberto, que hasta entonces había permanecido silencioso tomó parte en la discusión para apoyar lo dicho por el juez. Werther, en vista de esto, enmudeció y se alejó con el corazón traspasado de amargura mientras el juez repetía:

—No, no; nada puede salvarle.

No es difícil calcular la impresión que estas palabras hicieron en el ánimo de Werther, conociendo algunas frases escritas, sin duda, aquel mismo día que hemos encontrado entre sus papeles.

“¡No es posible salvarte, desgraciado! No; bien veo que nada puede
salvarnos
.”

Lo que Alberto había dicho del criminal en presencia del juez, causó a Werther extraordinaria extrañeza. Creyó descubrir en sus palabras una alusión a él y sus sentimientos, y, por más que algunas maduras reflexiones le hicieron comprender que aquellos dos hombres podían tener razón, se resistía a abandonar su proyecto y sus ideas.

Entre sus papeles hemos encontrado otra nota que se refiere a esta circunstancia y expresa tal vez sus verdaderos sentimientos para Alberto:

«¿De qué sirve decirme y repetirme: es bueno y honrado? ¡Ah! Cuando así se me desgarra el corazón, ¿puedo yo ser justo?»

La tarde era apacible y el tiempo propendía al deshielo. Carlota y Alberto se volvieron a pie. De vez en cuando volvía ella la cabeza, como echando de menos la compañía de Werther. Alberto hizo recaer la conversación en su amigo y le censuró con justicia. Habló de su desgraciada pasión, y dijo que había debido alejarse por su propio interés.

—Yo lo deseo también por nosotros —añadió—. Y te ruego, Carlota, que trates de dar otro giro a sus ideas y sus relaciones contigo, diciéndole que escasee sus visitas. La gente empieza ya a ocuparse de esto, y yo sé que somos objeto de juicios poco caritativos.

Carlota guardó silencio, y Alberto creyó comprender el motivo de esta reserva. Desde aquel momento no volvió a hablar de Werther: si ella, por casualidad o intencionadamente, pronunciaba el nombre de su amigo, él mudaba o interrumpía la conversación. La vana tentativa de Werther para salvar al infeliz aldeano, fue como el último resplandor de una llama moribunda. Cayó en un abatimiento cada vez más profundo, y una desesperación mansa se apoderó de él cuando supo que quizá le llamarían para declarar contra el asesino, que procuraba defenderse negando su crimen. Todo lo que había sufrido hasta entonces en el transcurso de su vida activa, sus disgustos en casa del embajador, sus proyectos frustrados, todo, en fin, lo que le había herido o contrariado, acudía en tropel a su memoria y le agitaba terriblemente. Creyéndose condenado a la inacción por tan repetidas contrariedades, todo lo veía cerrado a su paso y se sentía incapaz de soportar la vida.

Así, pues, encerrado perpetuamente en sí mismo, consagrado a la idea fija de una sola pasión, perdido en un laberinto sin salida por sus relaciones diarias con la mujer adorada cuyo reposo turbaba, agotando inútilmente sus fuerzas y debilitándose sin esperanza, se iba familiarizando cada vez más con el horrible proyecto que bien pronto debía realizar.

Insertaremos aquí algunas cartas que dejó y que dan exacta idea de su turbación, de su delirio de sus crueles angustias, de sus luchas supremas y del desprecio que sentía por la vida:

12
DE DICIEMBRE

«Querido Guillermo: Me encuentro en un estado que debe parecerse al de los que antiguamente se creían poseídos del espíritu maligno. No es el pesar, no es tampoco un deseo ardiente, sino una rabia sorda y sin nombre lo que me desgarra el pecho, me anuda la garganta y me sofoca. Sufro, quisiera huir de mí mismo, y paso las noches vagando por los parajes desiertos y sombríos de que abunda esta estación enemiga.

»Anoche salí. Sobrevino súbitamente el deshielo y supe que el río se había salido de madre, que todos los arroyos de Welhein corrían desbordados y que la inundación era completa en mi querido valle. Me dirigí a él cuando rayaba la medianoche, y presencié un espectáculo aterrador. Desde la cumbre de una roca vi a la claridad de la luna revolverse los torrentes por los campos, por las praderas y entre los vallados, devorándolo y sumergiéndolo todo; vi desaparecer el valle; vi en su lugar un mar rugiente y espumoso, azotado por el soplo de los huracanes. Después, profundas tinieblas; después la luna, que aparecía de nuevo para arrojar una siniestra claridad sobre aquel soberbio e imponente cuadro. Las olas rodaban con estrépito…, venían a estrellarse a mis pies violentamente… Un extraño temblor y una tentación inexplicable se apoderaron de mí. Me encontraba allí con los brazos extendidos hacia el abismo, acariciando la idea de arrojarme en él. Sí, arrojarme y sepultar conmigo en su fondo mis dolores y sufrimientos. Pero ¡ay qué desgraciado soy! No tuve fuerzas para concluir de una vez con mis males, mi hora no ha llegado todavía, lo conozco. ¡Ah, Guillermo! ¡Con qué placer hubiera dado esta pobre vida humana para confundirme con el huracán, rasgar con él los mares y agitar sus olas! ¡Ah!, ¿no alcanzaremos nunca esta dicha los que nos consumimos en nuestra prisión? ¡Qué tristeza se apoderó de mí cuando mis ojos se fijaron en el sitio donde había descansado con Carlota bajo un sauce después de un largo rato de paseo! También allí había llegado la inundación, y a duras penas pude distinguir la copa del sauce. Pensé entonces en la casa del juez en sus prados… El torrente debía de haber arrancado también nuestros pabellones y destruido nuestros lechos de césped. Un luminoso rayo del pasado brilló ante mi alma, como brilla en los sueños de un cautivo una ola de luz que le finge praderas ganado o grandezas de la vida. Yo estaba allí de pie… ¡Ah! ¿Es que me falta valor para morir? Yo debía… Y, sin embargo, heme aquí como una pobre vieja que recoge del suelo sus andrajos y va de puerta en puerta pidiendo pan para sostener y prolongar un instante más su miserable vida.»

14
DE DICIEMBRE

«¿Qué es esto, amigo mío? Estoy asustado de mí mismo. El amor que ella me inspira, ¿no es el más puro, el más santo y el más fraternal de los amores? ¿He abrigado nunca en lo más recóndito de mi alma un deseo culpable? ¡Ah!, no me atrevería a asegurarlo. ¡Si ahora mismo sueño! ¡Cuánta razón tienen los que dicen que somos juguetes de fuerzas misteriosas!

»Anoche…, temo decirlo…, la tenía entre mis brazos, fuertemente estrechada contra mi corazón… Sus labios balbuceaban palabras de cariño, interrumpidas por un millón de besos, y mis ojos se embriagaban con la dicha que rebosaba de los suyos. ¿Soy culpable, Dios mío, por acordarme de tanta felicidad y porque deseo soñar otra vez lo mismo? ¡Carlota!, ¡Carlota!… Hace ocho días que mis sentidos se han turbado; ya no tengo fuerzas ni para pensar; mis ojos se llenan de lágrimas. No me hallo bien en ninguna parte, y, sin embargo, estoy bien en todas. No espero nada, nada deseo. ¿No es mejor que me ausente?»

La resolución de abandonar este mundo había ido robusteciéndose y afirmándose en el ánimo de Werther. Desde su vuelta al lado de Carlota había considerado la muerte como el término de sus males y como recurso extremo de que siempre podría disponer. Pero se había propuesto no acudir a él de una manera brusca y violenta. No quería dar este último paso sino con mucha calma e impulsado por la más firme convicción. Sus incertidumbres, sus luchas se reflejan en algunas líneas que parecen ser el principio de una carta a su amigo. El papel no tiene ninguna fecha:

«Su presencia…, su situación…, el interés que manifiesta por mi suerte, arrancan lágrimas de mi cerebro petrificado.

»Levantar el vuelo y seguir adelante: esto es todo…

»¿Por qué asustarse? ¿Por qué dudar? ¿Acaso porque se ignore lo que hay allá, porque no vuelve, o más bien porque es propio de nuestra naturaleza suponer que todo es confuso y tinieblas en lo desconocido?»

Cada vez se acostumbraba más a estos funestos pensamientos, y llegaron a hacérsele en extremo familiares. Su proyecto fue, al fin, determinado de una manera irrevocable. La prueba se encuentra en la siguiente carta de doble sentido que escribió a su amigo:

20
DE DICIEMBRE

«Agradezco, querido Guillermo, que tu amistad haya comprendido tan bien lo que yo quería decir. Tienes razón; lo mejor que puedo hacer es ausentarme. Pero la invitación que me haces para que vuelva a vuestro lado no está muy en armonía con mi pensamiento. Antes haré una corta excursión, a la que convidan el frío continuado que es de esperar y los caminos que estarán en buen estado. Tu deseo de venir a buscarme me agrada mucho; pero te ruego me concedas un plazo de quince días, y que esperes a recibir otra carta mía en la que te comunique mis últimas noticias. Di a mi madre que ruegue a Dios por su hijo; dile también que le pido perdón por todos los pesares que le he causado. Sin duda, entraba en mi destino apesadumbrar a las personas a quienes hubiera querido hacer fe luces. Adiós, mi querido amigo; el cielo derrame sobre ti sus bendiciones.»

No intentamos describir ahora lo que pasaba en el corazón de Carlota y los sentimientos que en él despertaban su esposo y su desgraciado amigo, por más que el conocimiento que tenemos de su carácter nos permite formar una idea aproximada.

Toda mujer dotada de un alma noble se identificará con ella y comprenderá lo que ha debido sufrir. Indudablemente, estaba decidida a hacer cuanto de su parte dependiera para alejar a Werther. Si aún vacilaba, su vacilación era hija de afectuosa piedad: sabía bien cuánto había de costar a su amigo aquel paso supremo, porque conocía hasta dónde llegaban sus fuerzas. Y, sin embargo, no tardó en verse obligada a tomar una resolución. Su marido continuaba guardando silencio sobre el asunto, y ella hacía otro tanto; pero esto era un nuevo motivo para que demostrase con hechos que sus sentimientos encerraban la misma dignidad que los de Alberto.

El día en que Werther escribió a su amigo la última carta que hemos copiado era el domingo anterior a la Navidad. Fue por la tarde a casa de Carlota y la encontró sola, entretenida en preparar algunos regalos que pensaba hacer a sus hermanos el día de Nochebuena. Con este motivo él habló de la alegría que iban a experimentar los niños cuando, abriéndose de pronto una puerta, viesen aparecer el árbol de la Navidad lleno de velitas, de dulces y de juguetes.

—Vos también —dijo, ocultando con una sonrisa el embarazo que la presencia de Werther le causaba— tendréis vuestro aguinaldo si sois juicioso: una vela y alguna otra cosa.

—¿A qué llamáis ser juicioso? —preguntó él—. ¿Cómo debo, cómo puedo yo ser, Carlota?

—El jueves —repuso ella— es la víspera de la Navidad, y vendrán los niños con mi padre. Cada uno recibirá entonces su aguinaldo. Venid también ese día…, pero antes, no.

Werther se quedó aterrado.

—Os ruego —añadió Carlota— que lo hagáis así, y os lo ruego porque lo exige mi tranquilidad. Esto no puede continuar, Werther; no, no puede continuar.

Él bajó los ojos y, paseándose por la habitación a grandes pasos, murmuraba entre dientes: “Esto no puede continuar.”

Carlota, al ver el violento estado en que habían sumido sus palabras, trató por mil medios de distraerle de sus pensamientos; pero fue en vano.

—No, Carlota —exclamó—, no volveré a veros.

—¿Por qué, Werther? Podéis y hasta debéis venir a vernos, pero también debéis procurar ser más dueño de vos. ¡Ah! ¿Por qué habéis nacido con ese fuego indomable y esa apasionada violencia que mostráis en vuestras afecciones? Os suplico —añadió cogiéndole la mano— que procuréis dominaros. Vuestro talento, vuestras relaciones, vuestra instrucción os tienen reservados muchos goces. Sed hombre… y triunfaréis de esa fatal inclinación que os arrastra hacia una mujer que todo lo que puede hacer por vos es compadeceros.

Werther rechinó los dientes y la miró con aire sombrío. Carlota, mientras tanto, retenía entre sus manos la de su amigo.

—Tened calma —le dijo—. ¿No comprendéis que corréis voluntariamente a vuestra ruina? ¿Por qué he de ser yo, precisamente yo…, que pertenezco a otro hombre?… ¡Ah!, temo que la imposibilidad de obtener mi amor es lo que exalta vuestra pasión.

Werther retiró su mano y miró a Carlota con disgusto.

—Está bien —asintió—; sin duda esa observación se le ha ocurrido a Alberto. Es profunda…, ¡muy profunda!…

—Cualquiera puede hacerla —repuso ella—. ¿No habrá en todo el mundo una joven capaz de satisfacer los deseos de vuestro corazón? Buscadla; yo os respondo de que la encontraréis. Hace bastante tiempo que deploro, por vos y por nosotros, el aislamiento en que os habéis condenado. Vamos, haced un pequeño esfuerzo; un viaje puede distraeros; si buscáis bien, encontraréis algún objeto digno de vuestro cariño, y entonces podéis volver para que disfrutemos todos de esa tranquilidad que da una amistad sincera.

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