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Authors: Johann Wolfgang von Goethe

Tags: #Clásico, #Drama, #Romántico

Werther (14 page)

—Podrían imprimirse vuestras palabras —dijo Werther sonriendo con amargura— y recomendarlas a todos los que se dedican a la enseñanza. ¡Ah, querida Carlota!, concededme un corto plazo, y todo se arreglará.

—Concedido; pero no volváis hasta la víspera de la Nochebuena.

Werther iba a responder cuando entró Alberto. Se saludaron en tono seco y desabrido, y ambos se pusieron a pasear, uno al lado del otro, visiblemente azorados. Werther habló de cosas insignificantes que dejaba a medio decir; Alberto, después de hacer otro tanto, preguntó a su mujer por algunos encargos que le tenía encomendados.

Al saber que no habían sido terminados, le dirigió algunas frases que Werther encontró no sólo frías sino duras. Éste quiso marcharse, y le faltaron las fuerzas. Permaneció allí hasta las ocho, aumentándose su mal humor, cuando vio que ponían la mesa, tomó su bastón y su sombrero. Alberto le invitó a quedarse; pero él consideró la invitación como un acto de obligada cortesía, y se retiró dando fríamente las gracias. Cuando volvió a su casa tomó la luz de mano de su criado, que quería alumbrarle, y subió solo a su habitación. Una vez en ella, se puso a recorrerla a grandes pasos, sollozando y hablando solo, pero en voz alta y con calor; acabó por arrojarse vestido sobre el lecho, donde el criado le halló tendido a las once, cuando entró a preguntarle si quería que le quitase las botas. Werther consintió que lo hiciera, prohibiéndole al mismo tiempo que entrara en su cuarto al día siguiente antes de que él le llamase.

El lunes 21 de diciembre, por la mañana, escribió a Carlota la siguiente carta, que se encontró cerrada sobre su mesa y fue remitida a la persona a quien se dirigía. La insertamos aquí por fragmentos, como parece que él la escribió:

«Es cosa resuelta, Carlota: quiero morir y te lo participo sin ninguna exaltación romántica, con la cabeza tranquila, el mismo día en que te veré por última vez.

»Cuando leas estas líneas, mi adorada Carlota yacerán en la tumba los despojos del desgraciado que en los últimos instantes de su vida no encuentra placer más dulce que el placer de pensar en ti. He pasado una noche terrible: con todo, ha sido benéfica, porque ha fijado mi resolución. ¡Quiero morir!

»Al separarme ayer de tu lado, un frío inexplicable se apoderó de todo mi ser; refluía mi sangre al corazón, y respirando con angustiosa dificultad pensaba en mi vida, que se consume cerca de ti, sin alegría, sin esperanza. ¡Ah!, estaba helado de espanto.

»Apenas pude llegar a mi alcoba, donde caí de rodillas, completamente loco. ¡Oh Dios mío!, tú me concediste por última vez el consuelo de llorar. Pero ¡qué lágrimas tan amargas! Mil ideas, mil proyectos agitaron tumultuosamente mi espíritu, fundiéndose al fin todos en uno solo, pero firme, inquebrantable: ¡morir! Con esta resolución me acosté, con esta resolución, inquebrantable y firme como ayer, he despertado: ¡quiero morir! No es desesperación, es convencimiento: mi carrera está concluida, y me sacrifico por ti. Sí, Carlota, ¿por qué te lo he de ocultar? Es preciso que uno de los tres muera, y quiero ser yo. ¡Oh vida de mi vida! Más de una vez en mi alma desgarrada ha penetrado un horrible pensamiento: matar a tu marido…, a ti…, a mí. Sea yo, yo solo; así será.

»Cuando al anochecer de algún hermoso día de verano subas a la montaña, piensa en mí y acuérdate de que he recorrido muchas veces el valle; mira luego hacia el cementerio, y a los últimos rayos del sol poniente vean tus ojos cómo el viento azota la hierba de mi sepultura. Estaba tranquilo al comenzar esta carta, y ahora lloro como un niño. ¡Tanto martirizan estas ideas mi pobre corazón!»

Werther llamó a su criado cerca de las diez. Mientras le vestía, le dijo que iba a hacer un viaje de algunos días, y que era preciso, por tanto, sacar la ropa y preparar las maletas; le mandó, además, arreglar las cuentas, recoger muchos libros que había prestado y dar a algunos pobres, a quienes socorría una vez por semana, el importe anticipado de la limosna de dos meses.

Se hizo servir el almuerzo en su cuarto, y después de haber comido, se dirigió a la casa del juez, a quien no encontró. Se paseó por el jardín con aire pensativo que parecía indicar el deseo de fundir en una sola todas las ideas capaces de avivar sus amarguras. Los niños del juez no le dejaron solo mucho tiempo: salieron a su encuentro saltando de alegría y le dijeron que cuando llegase mañana y pasado mañana, y el día siguiente, Carlota les daría los aguinaldos: sobre esto le contaron todas las maravillas que les prometía su imaginación. “¡Mañana —exclamó Werther—, y pasado mañana…, y después otro día!”

Los abrazó cariñosamente, se disponía a abandonarlos, cuando el más pequeño dio señales de querer decir algo al oído. El secreto se redujo a participarle que sus hermanos mayores habían escrito felicitaciones para el año nuevo: una para el papá, otra para Alberto y Carlota, y otra para Werther. Todas las entregarían por la mañana temprano el primer día del año. Estas palabras le enternecieron: hizo algunos regalos a todos y tras de encargarles que saludaran a su papá, montó a caballo y se marchó llorando.

A las cinco volvió a su casa; recomendó a la criada que cuidase de la lumbre hasta la noche, y encargó al criado que empaquetase los libros y la ropa blanca y metiese en la maleta los trajes.

Parece probable que después de esto debió de ser cuando escribió el siguiente párrafo de su última carta de Carlota:

«Tú no me esperas; tú crees que voy a obedecerte y a no volver a tu casa hasta la víspera de la Navidad… ¡Oh Carlota!…, hoy o nunca. El día de la Nochebuena tendrás este papel en tus manos trémulas y lo humedecerás con tus preciosas lágrimas. Lo quiero…, es preciso. ¡Oh, qué contento estoy de mi resolución!»

Entre tanto, Carlota se encontraba en una situación de ánimo bien extraña. En su última entrevista con Werther había comprendido cuán difícil le sería decidirle a que se alejara, y había adivinado mejor que nunca los tormentos que el infeliz iba a sufrir separado de ella.

Habiendo participado a su marido, como incidentalmente, que Werther no volvería hasta la víspera de la Navidad. Alberto se marchó a ver al juez de un distrito inmediato para ventilar un asunto que debía retenerle hasta el siguiente día.

Carlota estaba sola, ninguna de sus hermanas se encontraba a su lado. Aprovechando esta circunstancia, se abandonó a sus ideas y dejó vagar su espíritu entre los afectos de su pasado y su presente.

Se contemplaba unida a un hombre cuyo amor y fidelidad le eran bien conocidos y a quien amaba con toda su alma; a un hombre que por su carácter, tan entero como apacible, parecía formado para asegurar la felicidad de una mujer honrada. Comprendía lo que este hombre era y debía ser siempre para ella y para su familia. Por otra parte, le había sido tan simpático Werther desde el momento en que se conocieron, y llegó a serle tan querido, era tan espontáneo el afecto que los unía, y había engendrado tal intimidad el largo trato que medió entre ambos, que el corazón de Carlota conservaba de ello impresiones indelebles. Se había acostumbrado a contarle todo lo que pensaba, todo lo que sentía.

Su marcha, por tanto, iba a producir en la vida de Carlota un vacío que nada podía llenar. ¡Ah!, si ella hubiera podido hacerle su hermano, ¡qué feliz habría sido! ¡Si hubiera podido casarlo con alguna de sus amigas! ¡Si hubiera podido restablecer la buena inteligencia que antes reinó entre Alberto y él! Pasó en su mente revista a todas sus amigas, y en todas encontraba defectos…; ninguna le pareció digna del amor de Werther. Después de mucho reflexionar concluyó por sentir confusamente, sin atreverse a confesárselo, que el secreto deseo de su corazón era reservárselo para ella, por más que se decía a sí misma que ni podía ni debía hacerlo. Su alma, tan pura y tan hermosa, y hasta entonces tan inaccesible a la tristeza, recibió en aquel momento una herida cruel. La perspectiva de su dicha se disipaba entre las nubes que cubrían el horizonte de su vida.

A las seis y media oyó a Werther, que subía la escalera, preguntando por ella. Al momento reconoció sus pasos y su voz, y el corazón le latió vivamente por primera vez, podemos decirlo, al acercarse el joven. De buena gana habría mandado que le dijesen que no estaba en casa, y, cuando le vio entrar, no pudo menos que exclamar con visible azoramiento y llena de emoción.

—¡Ah!, habéis faltado a vuestra palabra.

—Yo nada os prometí —repuso él.

—Pero debisteis haber atendido mis súplicas, teniendo en cuenta que os las hice para bien de amigos.

No se daba cuenta de lo que hacía, ni de lo que decía y envió por dos amigas suyas para no encontrarse sola con Werther. Éste dejó algunos libros que había llevado y pidió otros.

Carlota esperaba con afán que sus amigas llegasen, pero un momento después deseaba lo contrario. Volvió la criada y dijo que ninguna de las dos podía complacerla.

Entonces se la ocurrió dar a la criada orden de que se quedara en la habitación inmediata haciendo labor; pero en seguida cambió de idea.

Werther se paseaba por la sala con visible agitación.

Carlota se sentó al clavicémbalo y quiso tocar un minué; pero sus dedos se resistían a secundar su intento. Abandonó el clavicémbalo y fue a sentarse al lado de Werther, que ocupaba en el sofá su sitio de costumbre.

—¿No traéis nada que leer? —dijo Carlota.

No traía él nada.

—Ahí, en la cómoda —prosiguió ella—, tengo la traducción que hicisteis de algunos cantos de Ossián. Todavía no la he visto, porque esperaba que vos me la leeríais; pero hasta ahora no se ha presentado ocasión.

Werther sonrió y fue a buscar el manuscrito. Al cogerlo experimentó un involuntario estremecimiento; al hojearlo se llenaron de lágrimas sus ojos. Luego, esforzándose para que su voz pareciera segura, leyó lo que sigue:

—«¡Estrella del crepúsculo que resplandeces soberbia en occidente, que asomas tu radiante faz entre las nubes y te paseas majestuosa sobre la colina!…, ¿qué miras a través del follaje? Los indómitos vientos se han calmado; se oye lejano el ruido del torrente; las espumosas olas se estrellan al pie de las rocas y el confuso rumor de los insectos nocturnos se cierne en los aires. ¿Qué miras, luz hermosa? Sonríes y sigues tu camino. Las ondas se elevan gozosas hasta ti, bañando tu brillante cabellera. ¡Adiós, rayo de luz dulce y tranquilo! ¡Y tú, sublime luz del alma de Ossián brilla aparece a mis ojos! Vedla; allí asoma en todo su esplendor. Ya distingo a mis amigos muertos; se reúnen en Lora como durante mejores días… Fingal avanza con una húmeda columna de bruma; en torno suyo están sus valientes. Ved los dulcísimos bardos: Ulino, con su cabello gris; el majestuoso Ryno; Alpino, el celestial cantor, y tú, quejumbrosa Minona. ¡Cuánto habéis cambiado, amigos míos, desde las fiestas de Selma, donde nos diputábamos el honor de cantar, como los céfiros de primavera columpian unas tras otras las lozanas hierbas de la montaña! Se adelantó Minona, en todo el esplendor de su belleza, con la vista baja y los ojos llenos de lágrimas. Flotaba su cabellera a merced del viento que soplaba desde la colina. El alma de los héroes se entristeció al oír su dulce canto, porque habían visto muchas veces la tumba de Salgar, y muchas también la agreste morada de la blanca Colma…, de Colma, abandonada en la montaña, sin más compañía que la del eco de su voz armoniosa. Salgar había prometido ir; pero, antes que llegase, la noche envolvió en sus tinieblas a Colma. Escuchad su voz; oíd lo que cantaba vagando por la montaña:

»
COLMA
.—Es de noche; estoy sola, extraviada en las tempestuosas cimas de los montes. El viento silba en torno mío. El torrente se precipita con estruendo desde lo alto de las rocas. No tengo ni una cabaña que me defienda contra la lluvia, y estoy abandonada entre estos peñascos azotados por la tormenta. Rompe, ¡oh luna!, tu prisión de nubes. ¡Dejadme ver vuestros resplandores, luceros de la noche! Guíeme un rayo de luz al sitio donde el dueño de mi amor reposa de las fatigas de la caza, con el arco suelto a sus pies, con los perros jadeando en su derredor. ¿Es preciso que permanezca aquí, sola y sentada sobre la roca, encima de la cóncava cascada? Oigo los rugidos del torrente y del huracán, pero, ¡ay!, no llega a mi oído la del que amo. ¿Por qué tarda tanto mi Salgar? ¿Habrá olvidado su promesa? Éstos son la roca y el árbol, éstas las espumosas ondas. Tú me ofreciste venir aquí al anochecer… ¡Ah! ¿Dónde estás, Salgar mío? Yo quería huir contigo, yo quería abandonar por ti a mi orgulloso padre y a mi orgulloso hermano. Hace mucho tiempo que son enemigas nuestras familias; pero nosotros no somos enemigos, Salgar. ¡Cálmate por un momento, huracán! ¡Enmudece por un instante, potente catarata! Dejad que mi voz resuene por todo el valle, y que la oiga mi viajero. Salgar, yo soy quien te llama. Aquí están el árbol y la roca. Salgar, dueño mío, aquí me tienes; ven… ¿Por qué tardas? La luna aparece; las olas, en el valle, reflejan sus rayos; las rocas se esclarecen; las cumbres se iluminan. Sin embargo, no veo a mi amado. Sus perros, que siempre se le adelantan, no me anuncian su venida. ¡Ah, Salgar! ¿Por qué me dejas sola? Pero ¿quiénes son aquellos que se distinguen allá abajo entre los arbustos? Hablad, amigos míos… ¡Oh!, no contestan… ¡Qué ansiedad siente mi alma!… ¡Están muertos! Sus cuchillas se han enrojecido con la sangre del combate. ¡Oh, hermano mío!…, ¿por qué has matado a mi Salgar? Y tú mi querido Salgar, ¿por qué has matado a mi hermano? ¡Os quería tanto a los dos! ¡Estabas tú tan bello entre los mil guerreros de la montaña! ¡Y él era tan bravo en la pelea! Escuchad mi voz y respondedme, amados míos. Pero, ¡ay de mí!, se hallan mudos, mudos para siempre. Sus corazones permanecen helados como la tierra. ¡Oh!, desde las altas rocas, desde las cumbres en que se forman las tempestades, habladme vosotros, espíritus de los muertos. Yo os escucharé sin pavor. ¿Adónde habéis ido a reposar? ¿En qué gruta del monte podré encontrarlos? Ninguna voz suspira en el viento; ningún gemido solloza entre los de la tempestad. Aquí, abismada en mi dolor, anegada en llanto, espero la nueva aurora. Cavad su sepultura, amigos de los muertos; pero no la cerréis hasta que yo baje a ella. Mi vida se desvanece como un sueño. ¿Acaso puedo sobrevivirlos? Aquí, cerca del torrente que salta entre peñascos, es donde quiero quedarme con ellos. Cuando la noche caiga sobre la montaña y silbe el viento entre los matorrales, mi espíritu se lanzará al espacio lamentando la muerte de mis amigos. El cazador me oirá desde su cabaña de follaje; mi voz le dará miedo y, sin embargo me amará, porque será dulce mientras llore por ellos. ¡Los quería tanto! Así cantabas, ¡oh Minona, bella y pálida hija de Thormann! Nuestras lágrimas corren por Colma y nuestra alma se torna sombría como la noche. Ulino apareció con el arpa y nos hizo oír el canto de Alpino. Alpino fue un cantor melodioso, y el alma de Ryno era un rayo de fuego. Pero uno y otro yacían en la estrecha mansión de los muertos, y sus voces no resonaban ya en Selma. Un día, volviendo Ulino de la caza, antes que los dos héroes hubiesen sucumbido, los oyó cantar en la colina. Su canto era dulce, pero no triste. Se lamentaban de la muerte de Morar, el mayor de los héroes. El alma de Morar era gemela de la de Fingal; su espada, semejante a la espada de Oscar. Murió; gimió su padre, y los ojos de su hermana Minona se llenaron de lágrimas al oír el canto de Ulino. Minona retrocedió como la luna esconde su cabeza detrás de las nubes cuando presiente la tempestad. Yo acompañaba con el arpa el canto de las lamentaciones.

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