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Authors: Ken Grimwood

Tags: #Ciencia Ficción

Volver a empezar (35 page)

Jeff lo interrumpió para aclararle:

—Lo único que logrará es fortalecer su determinación. Ho Chi Minh será poco menos que canonizado, se convertirá en un mártir. Le pondrán su nombre a Saigón en…, cuando hayan recuperado la ciudad.

—Iba a decir usted una fecha —dijo Hedges, entrecerrando los ojos para verlo a través de la nube de humo.

—Opino que debemos ser selectivos con lo que le digamos —repuso Jeff cuidadosamente, al tiempo que le lanzaba a Pamela una mirada de advertencia—. No queremos aumentar los problemas del mundo, sino ayudar a evitar algunos de los desastres más evidentes.

—No lo sé… En el departamento quedan aún algunos incrédulos como santo Tomás, y si lo único que nos pueden ofrecer son comentarios generales evasivos…

—Kosiguin y Chu En Lai —declaró Jeff vigorosamente—. Se entrevistarán en Pekín la semana que viene, y a principios del mes próximo la Unión Soviética y China acordarán mantener conversaciones formales para resolver las disputas sobre sus límites. Hedges frunció el ceño con incredulidad.

—Kosiguin nunca visitaría China.

—Lo hará —le aseguró Jeff con una sonrisa forzada—. Y Richard Nixon no tardará en seguir su ejemplo

El viento de marzo que soplaba desde la bahía de Chesapeake agitó la ligera lluvia convirtiéndola en una niebla fina y helada, detuvo la caída de las gotitas aisladas y las azotó de aquí para allá hasta formar un microcosmos atmosférico sobre las cabrillas que golpeaban la bahía. El impermeable con capucha de Jeff brillaba bajo la humedad omnipresente mientras la fría llovizna le golpeaba la cara infundiéndole vigor.

—¿Qué me dice de Allende? —le preguntó Hedges, tratando infructuosamente de encender un Camel humedecido—. ¿Tiene alguna posibilidad?

—¿Quiere decir si tiene posibilidades a pesar de que su gente se está inmiscuyendo en la política chilena?

Hacía tiempo que Jeff y Pamela sabían que la relación que Russell Hedges tenía con el Departamento de Estado era más bien insustancial. Ignoraban si pertenecía a la CIA, a la Agencia Nacional de Seguridad o quién sabe qué. En realidad no les importaba; el resultado final era el mismo.

Hedges lanzó una de sus sonrisas ambiguas y se las arregló para encender su cigarrillo.

—No tiene que decirme si lo van a elegir o no, sólo si tiene alguna posibilidad razonable.

—Si le digo que sí, ¿qué pasará luego? ¿Correrá la misma suerte que Gadafi?

—Nuestro país no tuvo nada que ver con el asesinato de Gadafi; se lo he dicho mil veces. Fue pura y exclusivamente un asunto interno de Libia. Ya sabe cómo funcionan las luchas de poder en esos países del tercer mundo.

No tenía sentido que volviera a discutir con el hombre; Jeff sabía muy bien que a Gadafi lo habían asesinado incluso antes de que asumiera el poder, como resultado directo de lo que él y Pamela le habían contado a Hedges sobre las políticas del futuro dictador. No era que Jeff llorara la muerte de un maníaco sediento de sangre como aquél, pero en general se suponía que la CÍA había estado relacionada con el asesinato y esos rumores bien fundados habían llevado a la creación de una organización terrorista inexistente hasta ese momento que respondía al nombre de Escuadrón Noviembre, dirigida por el hermano menor de Gadafi. El grupo había jurado venganza eterna en nombre del asesinado dirigente. En el desierto, al sur de Trípoli, unos pozos petrolíferos ardían descontroladamente como consecuencia del atentado perpetrado tres meses antes por el Escuadrón Noviembre contra la instalación de Mobil Oil, atentado en el que habían muerto once norteamericanos y veintitrés empleados libios. Salvador Allende no era ningún Gadafi; era un hombre decente y con buenas intenciones, el primer presidente marxista libremente elegido de la historia. Según el curso que tomaría la historia, no tardaría en morir, probablemente por instigación de los norteamericanos. Jeff no tenía ninguna intención de adelantar ese fatídico día.

—No tengo nada que decir sobre Allende. No representa una amenaza para Estados Unidos. Dejémoslo así.

Hedges intentó darle una calada al cigarrillo humedecido, pero había vuelto a apagársele y el papel mojado había empezado a romperse. Lo lanzó al rompeolas y el cigarrillo cayó desmayadamente a las aguas inquietas.

—No le hizo tantos ascos a contarnos que Heath sería elegido primer ministro de Inglaterra este verano. Jeff le lanzó una mirada sardónica.

—Tal vez fue para asegurarme de que mandaran matar a Harold Wilson.

—Maldita sea —le soltó Hedges—, ¿quién lo ha nombrado arbitro moral de la política exterior de Estados Unidos? Su trabajo consiste en adelantarnos información, punto. Deje a los que mandan que decidan lo que es importante, lo que no lo es y cómo manejarlo.

—Ya he visto los resultados de algunas de esas decisiones —adujo Jeff—. Prefiero ser selectivo con lo que le revele. Además —añadió—, se suponía que éste iba a ser un acuerdo justo. ¿Qué me dice de su parte del trato, hay alguna novedad?

Hedges tosió y se volvió de espaldas al viento que soplaba desde la bahía.

—¿Por qué no entramos y tomamos algo caliente?

—Me gusta estar aquí fuera —respondió Jeff, desafiante—. Me hace sentir vivo.

—Pues lo que es yo me moriré de pulmonía si nos quedamos aquí mucho más. Venga, entremos y le comentaré lo que los científicos han dicho hasta ahora. Jeff cedió y echaron a andar hacia la vieja casa de propiedad del gobierno, situada en la costa occidental de Maryland, al sur de Annapolis. Llevaban allí seis semanas hablando de las consecuencias de la independencia de Rodesia y del inminente derrocamiento del príncipe Sihanouk de Camboya. Al principio, Jeff y Pamela habían considerado su estancia en ese lugar como unas vacaciones, pero a Jeff le preocupaban cada vez más los interrogatorios minuciosos a los que los sometía Hedges, que al parecer había sido asignado al caso como enlace permanente. Se cuidaron muy bien de no decir nada que pudiera causar perjuicios en caso de ser utilizado por la administración Nixon, pero empezaba a resultarles cada vez más difícil discernir dónde trazar la línea. Incluso el ambiguo «sin comentarios» con el que Jeff había contestado a la cuestión de las elecciones del otoño siguiente en Chile podía ser interpretado por Hedges y sus superiores como un indicio de que Allende iba efectivamente a ganar la presidencia. ¿Qué tipo de acción secreta por parte de Estados Unidos podía provocar esa suposición? Estaban pisando terrenos muy peligrosos y Jeff empezaba a lamentar el haberse prestado a participar en ese tipo de reuniones.

—¿Y? —inquirió Jeff cuando se aproximaban a la casa con los postigos cerrados a cal y canto y de cuya chimenea de ladrillo rojo salía una invitadora columna de humo—. ¿Cuáles son las últimas novedades?

—De Bethesda no se sabe nada definitivo —masculló Hedges, escudado tras el cuello levantado de su impermeable—. Les gustaría hacer más pruebas.

—Ya nos han hecho todas las pruebas médicas habidas y por haber —comentó Jeff con impaciencia—, incluso antes de que ustedes intervinieran. No es ése el quid de la cuestión; se trata de algo superior a nosotros, algo a nivel cósmico o subatómico. ¿Han descubierto algo los físicos? —Hedges entró en el porche de madera, se sacudió las gotas de agua del sombrero y del impermeable como si fuera un perro gigantesco.

—Están trabajando en ello —le contestó vagamente—. Berget y Campagna, del Instituto de Tecnología de California, creen que está relacionado con los pulsars, algo sobre la formación masiva de neutrinos…, pero necesitan más datos.

Pamela esperaba en el salón de vigas de roble, acurrucada en el sofá delante de un buen fuego.

—¿Una sidra caliente? —les preguntó, levantando el tazón e inclinando la cabeza con una mirada inquisitiva.

—Me encantaría —respondió Jeff, y Hedges afirmó con la cabeza.

—Ya las traigo yo, señorita Phillips —dijo uno de los jóvenes de uniforme oscuro que montaban guardia permanentemente en aquel centro apartado.

Pamela se encogió de hombros, se bajó las mangas del grueso jersey para cubrirse las muñecas y tomó un sorbo del tazón humeante.

—Russell dice que es posible que los físicos hayan adelantado algo —le comentó Jeff. Pamela se alegró y sus mejillas sonrojadas por la proximidad del fuego destacaban radiantes contra la lana azul de su jersey y el brillo de su pelo rubio.

—¿Qué me dices de la distorsión? —inquirió—. ¿Han hecho alguna extrapolación? Hedges se llevó a los labios otro cigarrillo seco, entornó los párpados y la miró cínicamente de reojo. Jeff reconoció la expresión, pues sabía ya que aquel hombre no se creía que ellos hubieran vivido otras vidas ni que volvieran a vivir. No importaba. Que Hedges y los demás pensaran lo que quisieran, con tal de que otras mentes, las persistentes y receptivas mentes científicas, continuaran centrándose en el fenómeno que Jeff sabía que era real.

—Dicen que las fechas con las que cuentan son demasiado inciertas —comentó Hedges. Lo máximo que pueden hacer es sugerir un cálculo aproximado.

—¿Y cuál es ese cálculo? —preguntó Pamela tranquilamente, y apretó con tal fuerza el tazón caliente que los nudillos se le pusieron blancos.

—De dos a cinco años para Jeff y de cinco a diez años para usted. Me dicen que es poco probable que los plazos sean inferiores, pero que el número máximo de años que han calculado podría incrementarse si la distorsión continúa avanzando.

—¿Cuánto más? —quiso saber Jeff.

—No hay modo de preverlo.

Pamela suspiró y su respiración siguió por un instante el ritmo del viento.

—Pues más que calcularlo parece que lo hubieran adivinado —dijo Pamela—. Para eso nos arreglábamos solos.

—Tal vez con las nuevas pruebas se sepa…

—¡Al diablo con las nuevas pruebas! —aulló Jeff—. Serán tan poco concluyentes como las demás, ¿no es así?

El joven taciturno del traje oscuro volvió al salón con dos gruesos tazones. Jeff cogió el suyo y revolvió rabiosamente el contenido con un trozo de canela en rama.

—En Bethesda quieren más muestras de tejido —dijo Hedges, después de tomar cuidadosamente un sorbo de sidra caliente—. Uno de los equipos que trabajan en el caso piensa que la estructura celular podría…

—No volveremos a Bethesda —le dijo Jeff, decidido—. Con lo que les hemos dado ya tienen bastante material.

—No es preciso que vuelvan al hospital —le explicó Hedges—. Lo único que necesitan son unas muestras de piel. Nos han enviado los instrumentos, podemos sacarlas aquí mismo.

—Nos volvemos a Nueva York. Tengo mensajes pendientes de todo el mes que todavía no he visto, a lo mejor alguno nos resulta útil. ¿Podría conseguirnos un avión para salir esta misma noche de Andrews?

—Lo lamento…

—Si no dispone de un medio de transporte del gobierno, tomaremos un vuelo comercial. Pamela, llama a Eastern Airlines. Pregúntales a qué hora…

El hombre que les había llevado la sidra avanzó un paso con la mano preparada junto a la chaqueta abierta. Un segundo guardia entró por la puerta como respondiendo a una silenciosa señal y un tercero apareció en las escaleras.

—No quise decir eso —dijo Hedges cuidadosamente—. Me temo que no podemos dejarlos marchar de aquí.

Capítulo 17

—…Intentaron tomar por asalto la embajada de Estados Unidos en Teherán pero fueron repelidos por unidades de la Octogésima Segunda División Aerotransportada que mantiene sitiada la sede diplomática norteamericana desde febrero pasado. Al menos ciento treinta y dos revolucionarios iraníes podrían haber perdido la vida en los enfrentamientos; las bajas norteamericanas ascienden a diecisiete y los heridos a veintidós. El presidente Reagan ha ordenado nuevos ataques aéreos a las bases rebeldes de las montañas del este de Tabriz, donde se cree que el ayatolá Jomeini…

—Apague ese condenado aparato —le dijo Jeff a Russell Hedges.

—…el alto mando revolucionario. Entretanto, en Estados Unidos, la cifra de muertos del atentado terrorista perpetrado la semana pasada en el Madison Square Garden alcanza a seiscientos ochenta y dos. En un comunicado que ha hecho público el denominado Escuadrón Noviembre, el grupo terrorista amenaza con continuar los ataques en Estados Unidos hasta que todas las fuerzas norteamericanas se hayan retirado de Oriente Medio. El ministro de exteriores soviético Andrei Gromiko ha manifestado la «comprensión de su país hacia los objetivos de libertad de la jihad islámica» y ha declarado que la presencia de la Sexta Flota norteamericana en el mar Arábigo equivale a…

Jeff se inclinó hacia delante y apagó el televisor. Hedges se encogió de hombros, se metió una pastilla de menta en la boca y jugueteó con un lápiz sujetándolo como siempre hacía antes con sus ubicuos cigarrillos.

—¿Qué me dice de la creciente presencia soviética en Afganistán?

—le preguntó Hedges—. ¿Piensan enfrentarse con nuestras fuerzas en Irán?

—No lo sé —contestó Jeff, malhumorado.

—¿Cuánta fuerza tienen los seguidores de Jomeini? ¿Podremos mantener al sha en el poder al menos hasta las elecciones del año que viene?

—¡No tengo ni puta idea! —estalló Jeff—. ¿Cómo iba a tenerla? Reagan no era presidente en 1979; todo este desastre lo tuvo que arreglar Jimmy Cárter y nunca enviamos tropas a Irán. Todo ha cambiado. Ahora ya no sé qué carajo va a pasar.

—Seguramente tendrá alguna idea de…

—No la tengo. No tengo ni idea.

Miró a Pamela que desde su asiento observaba a Hedges con ojos coléricos. Tenía la cara tensa y pálida; en esos últimos años había perdido su redondez femenina para volverse casi tan angular como la de Jeff. La tomó de la mano y la hizo levantar.

—Nos vamos a dar un paseo —le dijo Jeff a Hedges.

—Todavía tengo algunas preguntas.

—Métaselas donde ya sabe. Se me acabaron las respuestas.

Hedges chupó la pastilla de menta y observó a Jeff con sus fríos ojos azules.

—Está bien. Seguiremos hablando en la cena.

Jeff iba a decirle una vez más que no serviría de nada, que en esos momentos el mundo seguía un sendero extraño e indefinido, sobre el que ni él ni Pamela podrían ofrecerle ningún consejo, pero sabía que la protesta sería inútil. Hedges seguía creyendo que poseían una especie de capacidad psíquica, que podían predecir los acontecimientos futuros basándose en una serie de circunstancias actuales. A medida que la presciencia de Jeff y Pamela había ido desapareciendo a la luz de los acontecimientos mundiales drásticamente alterados, los había culpado silenciosa pero claramente de retener información. Ni siquiera las sesiones con pentotal sódico y el polígrafo a las que los habían sometido producían datos útiles, pero ellos habían dejado de protestar por los interrogatorios con drogas: creían que a medida que sus respuestas fueran perdiendo valor, iban a dejarlos en paz y, tal vez, algún día, incluso los liberaran de aquella prolongada «custodia». Sabían que la suya era una vana esperanza, pero seguían aferrándose a ella; era mejor que la otra alternativa, la de aceptar la verdad evidente de que iban a permanecer allí hasta que volvieran a morir.

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