En cierta ocasión Pamela le había dicho que «sólo habían logrado hacer las cosas distintas, no mejores». No era del todo cierto. Algunas veces sus actos habían tenido resultados positivos tanto para ellos como para el mundo en general; otras veces habían sido negativos, pero en la mayoría de casos no habían sido ni lo uno ni lo otro. Cada una de sus vidas había sido distinta, como lo son las elecciones que hacemos y sus imprevisibles resultados o efectos. Sin embargo, según Jeff, tenían que hacer esas elecciones. Había aprendido a aceptar las pérdidas potenciales, con la esperanza de que las ganancias las superasen. Sabía que el único fallo seguro, el más lamentable, habría sido no arriesgar nada. Jeff levantó la vista y vio su propia imagen reflejada en el cristal ahumado de la estantería de libros: tenía el pelo mechado de canas, unas bolsas hinchadas debajo de los ojos, unas arrugas que empezaban a surcarle la frente. Ya no volverían a desaparecer aquellas marcas del tiempo; se ahondarían y aumentarían, con cada año transcurrido la juventud perdida formaría nuevos jeroglíficos y los dejaría escritos indeleblemente en su cara y su cuerpo.
Sin embargo, esos años serían nuevos, sin estrenar, cargados de la pompa siempre cambiante de acontecimientos y sensaciones imprevistos que hasta ese momento le había sido negada. Nuevas películas y obras de teatro, nuevos adelantos tecnológicos, nueva música… ¡Se moría por escuchar una canción, la que fuese, que no hubiera oído antes!
El ciclo insondable en el que habían quedado atrapados Pamela y él resultó ser una especie de confinamiento más que una liberación. Se habían dejado obnubilar por el lujo engañoso que representaba el pensar siempre en las opciones futuras, del mismo modo que Lydia Randall, cegada por la esperanza de su juventud, había supuesto que siempre tendría a mano todas las alternativas de la vida. «Tenemos tanto tiempo», le había dicho a Jeff, y fue entonces cuando resonaron en su mente las palabras que siempre le repetía a Pamela: «La próxima vez…, la próxima vez».
Ahora todo era distinto. Ésta no sería «la próxima vez», aquello se había terminado; ahora sólo disponía de esta vez, esta única vez, esta vez mensurable, de cuya dirección y resultado Jeff lo desconocía todo. No perdería ni daría por sentado un solo segundo. Jeff se levantó, salió de su despacho y entró en la redacción. Había un escritorio central en forma de U ante el cual estaba sentado Gene Collins, el jefe de noticias de mediodía, rodeado de terminales de ordenador en los que aparecían informaciones de AP, UPI y Reuters, y de monitores de televisión sintonizados en el CNN y sus tres redes, una consola de comunicaciones conectada a la de los periodistas de calle y sus propios corresponsales en Los Ángeles, Beirut, Tokio…
Jeff se sintió recorrido por la eléctrica frescura del mundo imprevisible de ahí fuera. Uno de los redactores de noticias pasó a toda prisa a su lado y entró una hoja verde con un boletín a la cabina de emisión. Había ocurrido algo importante, tal vez algo desastroso, tal vez algún descubrimiento de increíble trascendencia, sumamente beneficioso para la humanidad. Fuera lo que fuese, Jeff sabía que para él y para todos los demás sería toda una novedad. Esa noche hablaría con Linda. Aunque no estaba seguro de lo que le diría, debía hacerlo aunque sólo fuera por ella y por él mismo. Ya no estaba seguro de nada y cuando se dio cuenta de ese detalle, se sintió invadido por un entusiasmo sin límites. Tal vez volviera a intentarlo con Linda, o algún día volviera a reunirse con Pamela, o quizá cambiara de oficio. Lo único que importaba era que el cuarto de siglo de vida que le quedaba más o menos sería suyo, para vivirlo como le viniera en gana y aprovecharlo como mejor le pareciera. No había una cosa más importante que otra: ni el trabajo, ni las amistades, ni las relaciones con mujeres. Eran todos componentes de su vida, muy valiosos, por cierto, pero no la definían ni la controlaban. Eso sólo dependía de él. Jeff sabía que las posibilidades eran ilimitadas.
Al despertar, Peter Skjören guardaba fresco en su memoria el recuerdo del susto y el dolor insoportable. Había ido a la República de Bantú en viaje de negocios y estaba almorzando con un sustituto del Ministro de Comercio en Mándela City cuando…, cuando murió. Cayó de bruces sobre la mesa, volcó su copa sobre los pantalones del funcionario, lo había notado a pesar de la presión aplastante que sentía en el pecho y sintió un gran bochorno. Después siguieron la oscuridad de contornos rojos y la nada. Hasta ese momento. De vuelta en la tienda de Karl Johansgate, de vuelta en su casa de Oslo, donde había hecho sus primeros pinitos en el mundo mercantil, donde había descubierto su vocación por los negocios y el comercio.
La tienda que, veinte años antes, había sido derribada para levantar en su lugar un bloque de apartamentos.
Peter abrió el libro mayor que tenía sobre su escritorio y vio la fecha, se miró las manos y comprobó que eran manos jóvenes y suaves y que no llevaba el anillo de casado. No le había ocurrido nada de todo eso todavía. Ni el alud de nieve en Suiza que le había arrebatado a su hijo Edvard, ni las noches de melancólicas reflexiones que habían hecho caer a Signe, su mujer, en la inútil espiral del alcoholismo. No tenía ni hijo, ni esposa; sólo un futuro nuevo y brillante cuyos escollos y oportunidades conocía a fondo y podía evitar o aprovechar según se terciara.
Esos años, esos años familiares de 1988 a 2017 que habían transcurrido hacía tanto tiempo, volvían a pertenecerle, los tenía en sus manos y conocía los errores que había cometido antes. Peter Skjören se prometió que esta vez lo haría bien.
FIN
.