Read Volver a empezar Online

Authors: Ken Grimwood

Tags: #Ciencia Ficción

Volver a empezar (39 page)

—Me alegro de que pudieras venir —dijo una voz a espaldas de Jeff. Esta vez los años habían sido benignos con ella. No se apreciaba el vacío macilento y tenso que había devastado su rostro en Maryland y en Nueva York, la primera vez que se encontraron con Stuart McCowan. Aunque no había dudas de que rondaba los cuarenta, su rostro relucía con la clara luz de la satisfacción.

—Linda, me gustaría presentarte a Pamela Phillips. Pamela, ésta es Linda, mi mujer.

—Me alegra mucho conocerte —le dijo Pamela, estrechándole la mano—. Eres más bonita de lo que Jeff me había contado.

—Gracias. No sabes lo impresionada que me tiene tu trabajo, es absolutamente magnífico. Pamela sonrió con gracia.

—Siempre es un gusto oírlo. Tendrías que mirar algunas de las piezas más pequeñas; no son tan imponentes ni tan austeras. Hay algunas que son incluso humorísticas, me parece.

—Me muero por ver toda la exposición —dijo Linda ansiosamente—. Has sido muy amable al invitarnos.

—Me alegro de que pudierais venir desde Florida. Ya conocía bien la obra de tu marido mucho antes de que nos presentaran el mes pasado. Pensé que disfrutaríais viendo algunas de las cosas que he hecho. Pamela se volvió hacia un grupo de personas que había allí cerca tomando vino y comiendo unos platitos de ensalada de pasta al pesto con piñones.

—Steve, acércate un momento, quisiera presentarte.

Un hombre de aspecto afable, con gafas y chaqueta gris de sarga, se separó del grupo y se acercó a ellos.

—Éste es mi marido, Steve Robison —dijo Pamela—. Para mi trabajo uso mi apellido de soltera, pero para lo demás utilizo el de casada. Steve, éstos son Jeff Winston y Linda, su mujer.

—Es un gusto —dijo el hombre con una amplia sonrisa, al tiempo que estrechaba la mano de Jeff—. Un verdadero placer. Creo que Las cítaras entre los álamos es uno de los mejores libros que he leído. Ganó el Pulitzer, ¿no?

—Sí —respondió Jeff—. Gratifica el hecho de que haya suscitado recuerdos en tantas personas.

—Un libro grandioso —dijo Robison—. Y el último que has publicado sobre la gente que regresa a los lugares donde se han criado, no le va a la zaga. Hace tiempo que Pamela y yo somos tus admiradores; creo incluso que algunas de tus ideas han influido en su obra. Cuando me dijo que te había conocido en el avión de Boston hace un par de semanas no me lo podía creer. ¡Qué maravillosa coincidencia!

—Has de estar muy orgulloso de ella —comentó Jeff, obviando la mentira que él y Pamela se habían inventado para explicar que se conocían. Ella le había escrito a principios del verano diciéndole que quería verlo aunque fuera brevemente antes de que se organizara su exposición a finales del otoño siguiente. Jeff ni siquiera había ido a Boston ese año. Pamela había viajado sola para darle mayor credibilidad a la historia mientras él pasaba una semana en Atlanta, recorriendo el campus de Emory y pensando en todo lo que le había pasado desde aquella primera mañana en que despertara en la habitación del dormitorio.

—Estoy muy orgulloso de ella —admitió Steve Robison, colocando un brazo sobre los hombros de su mujer—. Detesta que hable así de ella, dice que da la impresión de que no estuviera presente. Pero no puedo dejar de jactarme cuando pienso en todo lo que ha hecho en tan poco tiempo y con dos hijos para criar.

—Hablando de hijos —sonrió Pamela—, son esos que veis allí, junto a la escultura del fénix. Espero que estén portándose bien. Jeff miró en aquella dirección y vio a los niños. Christopher era un muchacho torpe y enternecedor de catorce años que se encontraba en ese incómodo límite que separa la infancia de la pubertad; a sus once años, Kimberly era ya una copia en pequeño de Pamela. Once años. Dos menos que Gretchen cuando…

—Jeff —lo llamó Pamela—, hay una obra que quiero enseñarte. Steve, ¿por qué no le sirves un poco de pasta y un vaso de vino a Linda?

Linda siguió a Robison hacia el bufete y la barra, y Pamela condujo a Jeff hacia un pequeño recinto cilindrico, una diminuta habitación dentro de otra, situada en el centro de la galería. Varias personas esperaban su turno para entrar en el cubículo en cuya entrada un cartelito pedía que no pasasen más de cuatro personas a la vez. Pamela giró el cartelito y en el reverso decía: «Temporalmente cerrado por reparaciones». Pidió disculpas a quienes esperaban en la cola y les explicó que necesitaba hacer algunos ajustes en el equipo. Asintieron, comprensivos, y se dirigieron hacia otras zonas de la exposición. Al cabo de unos instantes, de la cabina salieron cuatro invitados y Pamela hizo entrar a Jeff y cerró la puerta.

Se trataba de una exposición en vídeo; en las paredes del cilindro a oscuras se veía una decena de monitores en color de varios tamaños y en el centro había una silla de cuero. Mirara donde mirara, el espectador se encontraba siempre con las pantallas titilantes a metro escaso de distancia. Los ojos de Jeff pasaron de una pantalla a la otra tratando de enfocar la imagen. Luego empezó a entender lo que veía. El pasado. Su pasado y el de Pamela. Lo primero que vio fueron las imágenes de las noticias: Vietnam, el asesinato de los Kennedy, la Apolo 11. Luego se dio cuenta de que también había trozos de varias películas, programas de televisión y antiguos vídeos musicales. De repente, en uno de los monitores, descubrió una imagen de su cabaña en Montgomery Creek, y en otro, había una foto fija sacada de un álbum universitario en la que aparecía Judy Gordon, seguida de un vídeo de ella ya adulta, saludando a la cámara junto con su hijo Sean, el niño que en otra vida había estudiado a los delfines por influencia de Starsea. Los ojos de Jeff iban velozmente de pantalla en pantalla tratando de captarlo todo, de no perderse nada: Chateaugay ganando el derby de Kentucky en 1963, la casa de sus padres en Orlando, el club de jazz de París donde el clarinete de Sidney Bechet le había traspasado el alma, el bar universitario donde había visto cómo Pamela comenzaba uno de sus replays, los jardines de su finca… En uno de los monitores se veía un plano largo de la aldea situada en una colina de Mallorca; la cámara se acercaba lentamente a la aldea donde Pamela había muerto para interrumpirse bruscamente y dar paso a las imágenes de un vídeo familiar en el que se la veía a los catorce años, junto con sus padres, en la casa de Westport.

—Dios mío —dijo Jeff, paralizado por el montaje perpetuamente cambiante de sus repeticiones—. ¿De dónde has sacado todo esto?

—Algunas fueron fáciles. No es demasiado complicado conseguir las imágenes de los noticieros. En cuanto al resto, las filmé casi todas yo en París, California, Atlanta… —Sonrió y el resplandor de las pantallas le iluminó la cara—. Para ésta tuve que viajar mucho. Fui a sitios que me resultaban conocidos y también a otros que conocí a través de ti. Una de las pantallas mostraba los pasillos y las salas de un hospital en las que se veían camas llenas de niños; Jeff supuso que se trataba de la clínica de Chicago donde ella había ejercido de médico en su primera repetición. En otro monitor aparecían imágenes de la barca que habían alquilado en Cayo Hueso, anclada cerca de la misma isla desierta en la que habían decidido iniciar la búsqueda de otros repetidores. Las imágenes continuaron apareciendo como en un incesante rompecabezas cinético de sus muchas vidas, unidas pero separadas a la vez.

—Es increíble —susurró—. No sabes cuánto te agradezco que me permitas ver todo esto.

—Lo hice para ti. Para nosotros. Nadie más que nosotros puede entenderlo; te divertiría saber las interpretaciones que han dado algunos de los críticos. Apartó los ojos de las pantallas y la miró.

—Todo esto…, toda la exposición… Pamela asintió devolviéndole la mirada.

—¿Pensabas que me había olvidado? ¿O que ya no me importaba?

—Ha pasado tanto tiempo.

—Demasiado. Dentro de un mes volveremos a empezar otra vez.

—La próxima vez será para nosotros, si tú quieres.

Ella apartó la mirada y se concentró en uno de los monitores en el que se veían imágenes del restaurante de la playa, en Malibú, donde habían mantenido su primera conversación, donde habían tenido el primer desacuerdo sobre la película que ella tenía intención de hacer para convencer al mundo de la naturaleza cíclica de la realidad.

—Tal vez sea mi último replay —dijo ella en voz baja—. En esta ocasión la distorsión fue de casi ocho años; la próxima no volveré hasta la década de los ochenta. ¿Me esperarás?

¿Vas a…?

La atrajo hacia sí y acalló sus palabras temerosas con sus labios y sus manos, acariciándola para infundirle ánimos. Se abrazaron en el silencio de aquel cubículo iluminado por el brillo de todas las vidas que habían vivido, al abrigo de la limitada promesa de la única vida breve que les quedaba por compartir.

—¿Qué pasa, es que no me oyes? Baja el volumen de ese maldito televisor. Además, ¿desde cuándo te interesa el patinaje sobre hielo?

Era la voz de Linda, pero no la que él se había acostumbrado a oír. No, aquélla era una voz de hacía mucho tiempo, una voz tensa, cargada de sarcasmo. Entró en la habitación a grandes zancadas y bajó el volumen del televisor. En la pantalla muda se veía a Dorothy Hamill saltar y girar grácilmente por la pista de hielo; su cola de caballo caía inmaculadamente en su sitio cada vez que la patinadora hacía una pausa.

—He dicho que la cena está lista. Si la quieres, ve a buscarla. Seré la cocinera pero no soy la sirvienta.

—Está bien —dijo Jeff pugnando por adaptarse, tratando de identificar su nuevo ambiente—. De todos modos no tengo hambre. Linda lo miró burlona.

—No quieres comerte lo que he cocinado, querrás decir. ¿Qué tal una langosta, eh? ¿Y unos espárragos frescos? ¿Y un poco de champán?

Dorothy Hamill hizo un último tirabuzón y la corta falda roja se transformó en un manchón en movimiento sobre sus muslos. Cuando terminó con sus ejercicios, parpadeó sonriente a la cámara y, a continuación, el canal retransmitió esa expresión en cámara lenta: un dulce júbilo, la sonrisa que nacía gradualmente como el sol al amanecer, al perder su velocidad, el parpadeo se convirtió en una expresión modesta y sensual a la vez. En ese instante prolongado, la muchacha parecía el paradigma mismo de una juventud fresca y vital.

—Tú sólo dime —le espetó Linda— qué comida de gourmet te gustaría mañana en lugar del pastel de carne. Y de paso dime también cómo nos las arreglamos para darnos ese lujo, ¿quieres?

La imagen congelada de la sonrisa de Dorothy Hamill desapareció tras un fundido a negro para dar paso a una de las miniexcursiones del canal ABC por Innsbruck, Austria. Las Olimpiadas de Invierno de 1976. Él y Linda estaban en Filadelfia. En realidad, en Camden, Nueva Jersey, ahí era donde vivían cuando trabajaba en la WCAU, al otro lado del río.

—¿Y bien? —inquirió ella—. ¿Se te ocurre algo brillante para que la semana que viene podamos comprar otra cosa que no sea ternera o pollo picado?

—Linda, por favor…, déjalo ya.

—¿Dejar qué, Jeffrey?

Sabía que él detestaba que usara su nombre completo, cada vez que lo utilizaba era para provocar una pelea.

—La discusión —dijo él cortésmente—. Ya no hay nada más que discutir, todo ha… cambiado.

—¡No me digas! Así como así, ¿eh?

Puso los brazos en jarras y dio vueltas en círculo haciendo ver que inspeccionaba el apartamento diminuto y los muebles alquilados.

—Yo no veo que haya cambiado nada. A menos que estés a punto de comunicarme que después de tantos años, te has conseguido un trabajo en el que te pagan mejor.

—Olvídate del trabajo. Eso no tiene importancia. Ya no tendremos más problemas de dinero.

—¿Qué quieres decirme? ¿Que hemos ganado la lotería?

Jeff suspiró, le dio al botón del mando a distancia y apagó el televisor que lo distraía.

—No importa. Ya no tendremos problemas económicos, eso es todo. Por el momento tendrás que aceptar mi palabra.

—Grandes palabras las tuyas. Se te dan bien las palabras, ¿eh? Hace años que se te da bien la charla, desde que se te llenaba la boca hablando de periodismo televisivo, de cómo te ibas a convertir en un periodista de primera, en una especie de Edward R. Murrow en sus últimos tiempos. Dios santo, y la muy imbécil de mí que me lo tragué todo.

¿Y qué es lo que ha conseguido el señorito? Trabajar en una emisora de radio tras otra, a cual peor, recorriendo todo el país, viviendo en lugares de mierda como éste. ¿Sabes lo que te digo? Que tienes miedo al éxito, Jeffrey L. Winston. Tienes miedo de pasarte a la televisión o de meterte en el aspecto económico del negocio, porque tienes miedo de carecer de lo que hace falta para salir airoso. Y empiezo a pensar que no tienes lo que hace falta.

—Basta ya. Linda, para ahora mismo. Esto no nos beneficia en nada y además no tiene sentido.

—Claro, me callaré. Vaya si me callaré.

Fue a la cocina como una tromba. La oyó que se preparaba la cena para ella, que ponía la mesa golpeando cacharros deliberadamente y cerrando con fuerza la puerta del horno. Acababa de echar mano a una de sus «curas de silencio». Habían comenzado más o menos por esa época, y con el paso de los años, se habían ido prolongando cada vez más. Las discusiones que tenían entre medio eran casi siempre por dinero, pero ésa era sólo una de las fuentes más evidentes de sus dificultades. Los verdaderos problemas tenían raíces más profundas, se habían producido y agravado por su incapacidad para comunicarse sobre los asuntos que los preocupaban de verdad, como lo del embarazo ectópico. Había ocurrido el año anterior y nunca habían comentado lo que aquella decepción había significado para los dos, ni cómo superarla para seguir adelante juntos. Jeff echó un vistazo en la cocina y vio a Linda inclinada con gesto amargo sobre la mesa, picoteando la comida con desgana; no se molestó en mirarlo. Él cerró los ojos y se acordó de aquel día en que se presentó ante su puerta con un ramo de margaritas, se la imaginó bajo la brisa cálida en la cubierta del vapor France. Se dio cuenta de que aquélla había sido una persona distinta; alguien con quien había compartido sus sentimientos más profundos, a pesar de no haberle revelado desde el principio los detalles de sus numerosas vidas. Ya estaban establecidas las pautas de silencio y no había dinero en el mundo que pudiera ayudarlo en ese sentido, y menos si no eran capaces de hablar de las cosas realmente importantes.

Sacó un abrigo del armarito del vestíbulo, se lo puso y salió del apartamento. Se marchó sin decir palabra. Afuera la nieve estaba mugrienta y acumulada en diferentes sitios, tan diferente de las prístinas capas de blanco que la televisión había transmitido desde Innsbruck como lo era la mujer de la cocina de la Linda que él había amado esos últimos diecinueve años. Decidió que en esta ocasión haría dinero deprisa y se encargaría de que ella tuviera suficiente como para vivir cómodamente el resto de su vida, pero de ninguna manera pensaba quedarse. Lo único que tenía que pensar era en qué iba a emplear el tiempo hasta que por fin llegara Pamela.

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