—Supongo que todo se arreglará, al fin y al cabo tenemos mucho tiempo para buscar una solución. Tenemos todo el tiempo del mundo.
Jeff conocía muy bien esa ilusión. Le sonrió sin demasiado entusiasmo, le estrechó la mano y se quedó viéndola marchar hacia la vida, mientras su larga cinta rosa se agitaba libremente al viento.
Desde su puesto de observación, a unos treinta metros del andén, Jeff vio que el tren de oficinistas Metro North se detenía justo en horario. A esa altura del día no era del todo acertado llamarlo tren de oficinistas, porque eran muy pocos los empleados y ejecutivos que tomaban el tren de las once en dirección a la ciudad. Jeff se dirigió a paso rápido hacia la rampa de la Terminal, como si se hubiera bajado de la línea equivocada. Aminoró la marcha cuando pasó delante del tren que venía de New Rochelle y vio que había acertado; entre los pasajeros que se apearon iban unas cuantas mujeres vestidas para ir de compras, un puñado de estudiantes universitarios, pero casi nadie con traje, corbata y maletín.
Ella fue la última en salir del tren. A punto estuvo de perderla y había empezado a pensar que la información que le habían dado era incorrecta. Iba bien vestida, pero sin la fanática atención por el detalle que distinguía a las mujeres que iban a Bendel's o a Bergdorfs. Sus zapatos planos estaban hechos para caminar y su vestido de lino azul claro y el jersey de fina lana tenían un atractivo aire de practicidad.
Jeff la siguió a veinte o treinta pasos de distancia cuando subió la rampa que conducía al vestíbulo principal de la estación Grand Central. Tenía miedo de perderla entre la multitud, pero su altura y su distinguida cabellera lacia y rubia le sirvieron de guía mientras iban abriéndose paso entre aquel hormiguero de gente. Ella subió la amplia escalinata que llevaba al edificio Pan Am y Jeff aminoró la marcha al seguirla por el vestíbulo menos atestado y al salir a la calle Cuarenta y Cinco Este. Ella cruzó Park Avenue, pasó delante del hotel Roosevelt, cruzó Madison y siguió por la Quinta, donde giró al norte. Los escaparates de Saks y Cartier la impulsaron a hacer pausas brevísimas que obligaron a Jeff a rezagarse delante de Korean Airlines y a fingir que se interesaba en sus viajes organizados o en los juegos de maletas de Mark Cross. En la calle Cincuenta giró hacia el oeste y entró en el Museo de Arte Moderno. La agencia de detectives que Jeff había contratado hacía un mes y medio tenía razón, al menos en lo que respectaba a la rutina de ese día: le informaron que dos jueves al mes Pamela Phillips Robison tomaba un tren hasta Manhattan y dedicaba la tarde a ver museos y galerías de arte. Jeff pagó la entrada y al pasar por el torniquete notó que tenía las palmas de las manos húmedas. Por el momento la había perdido de vista. Jeff todavía no estaba seguro de por qué se complicaba tanto la vida para verla, aunque sólo fuera de lejos; era plenamente consciente de que esa mujer no era la Pamela que él había conocido y amado, y que nunca lo sería. Sus replays habían terminado. No podía esperar que su cara volviera a mostrar aquella repentina expresión de íntimo reconocimiento que había visto aquella noche en el bar universitario cuando comprendió quién era ella y quién era él, y quiénes y qué habían sido juntos durante tantos años. No, esta versión de Pamela no sabría nunca nada de todo aquello; sin embargo, él se moría por volver a mirarla a los ojos, por oír aunque fuera brevemente su voz. La tentación se había vuelto irresistible y no sintió ninguna vergüenza de albergar ese deseo, ni ninguna culpa por haberla seguido.
Jeff la buscó en la tienda del museo, al costado del vestíbulo, por si se había parado a comprar un libro o un póster, pero Pamela no estaba entre los que curioseaban. Volvió al vestíbulo y se metió en la sala de paredes acristaladas y de allí accedió a las galerías del primer piso antes de subir por las escaleras mecánicas a los niveles superiores. Se estaban haciendo dos exposiciones, además de las habituales dedicadas a la colección permanente. Una de ellas era una conmemoración del centenario del nacimiento de Mies van der Rohe, la otra era una retrospectiva del escultor Richard Serra. Jeff se paseó rápidamente por las salas porque todavía no había encontrado a Pamela. En la cuarta planta vio algo que lo hizo sonreír a pesar de su creciente impaciencia. Como parte de la exposición de van der Rohe, el museo había instalado numerosos ejemplos de muebles diseñados por el arquitecto, incluyendo una silla Barcelona idéntica a la que Frank Maddock había elegido hacía tanto tiempo para la oficina de Jeff en Future, Inc. Todavía no había señales de Pamela. Quizá iba a tener que esperar dos semanas antes de que volviera a la ciudad para seguirla hasta otro museo, o quizá inventarse algún encuentro momentáneo y casual en la estación de trenes misma, el tiempo suficiente para verle bien la cara, para oírla decir «Disculpe» o «Son las once menos veinte». Al volver al Garden Hall del tercer piso, Jeff se detuvo a descansar, se apoyó en una barandilla y miró por la inmensa pared de cristal, y en el Jardín de Esculturas de abajo vio el casco suave y rubio de su cabello y el azul cielo de su vestido de lino. Ella seguía fuera cuando Jeff bajó al jardín. Estaba de pie, con los brazos cruzados mirando una de las esculturas de Serra. Jeff se detuvo a tres metros de ella mientras un millar de emociones y recuerdos encontrados le cruzaban por la mente. Entonces, así de repente, Pamela se volvió hacia él y le preguntó:
—¿Qué le parece?
No se había preparado una respuesta en caso de que ella iniciara la conversación, ni siquiera había podido pensar qué pasaría después de que volviera a encontrarse con ella cara a cara, aunque fuera brevemente, y que ella lo traspasara con aquellos ojos verdes que tan bien conocía. Hizo entonces un esfuerzo por recordarse que no conocía aquellos ojos, que tras ellos se ocultaba un alma que le había estado y le estaría para siempre vedada. Esa mujer del jardín sólo conocería una vida, una vida que acabaría pronto, que no se repetiría, y en la que él no tenía cabida.
—Le he preguntado qué opina de esta escultura de Serra.
Tan directa como siempre; era así por naturaleza, no se debía a nada que hubiera aprendido en sus repeticiones.
—Un poco abrasiva para mi gusto —contestó al fin, mientras su pensamiento estaba en cualquier parte menos en la obra del artista. —Ella asintió, pensativa.
—Casi todos sus trabajos parecen contener una amenaza implícita. Como esa pieza, Delineador II. ¿La ha visto? La que tiene un plato de acero enorme en el suelo y esa otra que está fijada en el techo encima de ella. A mí lo único que me dio por pensar fue qué pasaría si la de arriba llegaba a desprenderse. El que estuviera abajo moriría aplastado. No podía quedarse ahí hablando de intrascendencias; por su mente desfilaban, una tras otra, imágenes de las vidas que habían compartido. Pamela sonriendo desde la cabina de un planeador cercano; Pamela en la cocina de Mallorca; Pamela en las muchas camas que habían compartido a lo largo de los años. Era como si su memoria hubiera creado un duplicado de la exposición en vídeo de sus vidas que ella le había preparado en una de sus repeticiones.
—Y esa otra —siguió diciendo ella—, la que se llama Circuito II. Sé que el efecto pretendía crear una división interesante del espacio de la sala, pero todos esos rectángulos de acero que salen de los rincones me hacen sentir como si estuviera rodeada de cuchillas de guillotina. —Lanzó una carcajada burlona y espontánea, y añadió—: A lo mejor es que tengo una imaginación muy morbosa, no sé.
—No —le dijo Jeff, recuperando la compostura—. Ya sé a qué se refiere. Yo sentí lo mismo. Serra tiene un estilo muy agresivo.
—Demasiado, creo. Merma mi capacidad de apreciar las formas a nivel objetivo.
—Ésta de aquí da la impresión de que va a venirse abajo de un momento a otro —dijo Jeff.
—Es verdad. Y además, caería hacia este lado.
Él se echó a reír a pesar de sí mismo, sintió que lo embargaba la misma confianza que sentía cuando… Hizo un esfuerzo para no seguir pensando. De nada le serviría recordar esos tiempos, los tiempos pasados con alguien a quien esta mujer sólo se parecía por fuera. Sin embargo, sin embargo… conservaba el mismo ingenio seco, la misma aura de calidez debajo de una sensibilidad fríamente analítica. Era un placer hablar con ella, aunque nunca recordara absolutamente nada de lo que habían pasado juntos.
—¿Le gustaría salir de aquí antes de que esta cosa se nos caiga encima y almorzar algo? —le preguntó. Almorzaron en el café que daba al Jardín de Esculturas y volvieron a reírse de la naturaleza descaradamente amenazante de las piezas de Serra y criticaron la creciente renuencia del museo a exhibir obras de artistas menos conocidos. Jeff la ayudó a ponerse el jersey cuando la sombra de la torre de apartamentos que había encima del museo cayó sobre el jardín; su mano le rozó el pelo y le costó un enorme esfuerzo no acariciar aquella cara tan familiar, perdida hacía tanto tiempo.
Ella le habló de su abandonada carrera de arte, de las frustraciones y alegrías de criar a sus hijos. Notó que sus ojos reflejaban el descontento, que la carcomía la sensación de no haber vivido plenamente su vida; una vida que Jeff sabía que acabaría pronto. Se moría de ganas de contarle cuánto había hecho ya. Terminaron de almorzar y la conversación llegó a un incómodo estancamiento.
—Y bien —dijo, tratando de prolongar el encuentro sin saber cómo—. Ha sido muy agradable.
—Sí que lo ha sido —convino ella jugueteando, incómoda, con la cucharilla de café.
—¿Vienes con frecuencia a la ciudad?
—Un par de veces al mes.
—Tal vez podríamos…
Dejó la frase en el aire, no sabía muy bien lo que iba a proponerle y tenía menos idea aún de si debía proponerle nada.
—¿Podríamos qué? —le preguntó ella al ver que se había callado.
—No lo sé. Ir a otro museo, volver a almorzar juntos. Ella siguió jugueteando con la cuchara.
—Para que sepas, estoy casada.
—Ya lo sé.
—No soy de las que…, quiero decir que no… Él sonrió y le dio una servilleta de papel.
—¿Para qué me la das? —le preguntó ella, sorprendida.
—Para que la rompas en pedacitos.
Pamela lanzó una carcajada y luego lo miró intrigada.
—¿Cómo sabías que…? —Meneó la cabeza despacio y añadió—: A veces tengo la sensación de que me lees el pensamiento. Como cuando me preguntaste si había pintado delfines. No te he comentado nunca cuánto me gustan las ballenas y los delfines.
—Se me ocurrió que podían gustarte.
Partió la servilleta por la mitad con un ademán exagerado y lo miró entre divertida y curiosa, con un aire repentinamente resuelto.
—Está la exposición de Jack Youngerman en el Guggenheim —dijo—. A lo mejor, la semana que viene vengo a verla. Después de hacer el amor flotaba en el dormitorio un cálido aroma de almizcle que evocó todo un catálogo de recuerdos. Aquel olor dulce y penetrante le recordó vividamente las noches transcurridas en la cabaña de Montgomery Creek, bajo gruesas mantas, los días soleados y calurosos pasados en la cubierta de un yate delante de los cayos de Florida, las mañanas dominicales envueltos en las sábanas de su suite en el Fierre…
y las tardes, un año entero de tardes robadas en ese apartamento. Jeff miró la cara de ella, apoyada contra su pecho, sus ojos cerrados, los labios entreabiertos como los de un crío dormido. Recordó espontáneamente los versos del Bhagavad—Gita que ella le había recitado con intensa pasión una noche de hacía tanto tiempo en su refugio de Topanga Canyon: «Tú y yo, Arujna, hemos vivido muchas vidas. Yo las recuerdo todas, tú no recuerdas». Pamela se agitó entre sus brazos, se estiró emitiendo un sonido de placer y su cuerpo se deslizó contra el de él como un gatito afectuoso.
—¿Qué hora es? —le preguntó bostezando.
—Las seis y veinte.
—Maldita sea —dijo, sentándose de golpe en la cama—. Tengo que marcharme.
—¿Volverás a venir el martes?
—Me han suspendido la clase, pero… en casa no he comentado nada. Podemos pasar todo el día juntos.
Jeff sonrió y trató de no parecer satisfecho. El próximo martes. Todo el día juntos. Leves ecos amargos y dulces de lo que había sido; pero no había manera de que ella lo supiera.
—A lo mejor puedo terminar el cuadro —dijo, al tiempo que se levantaba de la cama y recogía su ropa esparcida por el cuarto.
—¿Cuándo podré verlo?
—Hasta que no esté terminado, nada. Lo prometiste.
Él asintió y se sintió levemente culpable porque el día anterior había espiado lo que ocultaba el lienzo que cubría el cuadro. En el último año, desde que había comenzado a pintar regularmente y a tomar cursos superiores sobre composición avanzada en la Universidad de Nueva York, había mejorado mucho; pero jamás volvería a alcanzar el nivel de habilidad, los osados destellos de imaginación que había exhibido en sus otras vidas olvidadas.
La pintura que estaba a punto de terminar era un estudio desnudo de los dos: iban cogidos de la mano y reían y corrían por un túnel soleado, cubierto de un enrejado de vides. A Jeff le conmovió su sencillez, la alegría ingenua que representaba; era el cuadro de una artista que empezaba a amar, que no había tenido ocasión de poner a prueba los límites del amor, de la vida misma.
El tiempo que habían compartido desde aquel primer encuentro no planificado del museo había sido indefectiblemente limitado: una tarde una o dos veces por semana en el apartamento de Jeff, y en raras ocasiones, una noche entera, para lo cual ella le había dicho a su marido que quería quedarse en la ciudad para ir a un concierto o al teatro. Y una única vez se habían marchado a Cape Cod a pasar un largo fin de semana. Ella dijo a su familia que se iba a Boston, a visitar a una compañera de la universidad. En una sola ocasión discutieron brevemente la posibilidad del divorcio; pero Jeff sabía que ella no estaba preparada para una ruptura tan drástica. Cuanto podían compartir estaba sujeto a más limitaciones de las que ella imaginaba, una cortante línea de demarcación entre la percepción que cada uno tenía del otro. Había veces en que daba la impresión de que Pamela lo percibía vagamente, en la mirada perdida de Jeff. en alguna conversación interrumpida así de repente.
Él la quería, la quería de verdad por cómo era en ese momento, y no sólo porque fuera un reflejo de todas las otras Pamelas, de las otras existencias. Sin embargo, el recordatorio constante en su mirada abstraída, de cuanto habían dejado atrás, teñía todo lo que hacían de una melancolía incesante.