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Authors: Ken Grimwood

Tags: #Ciencia Ficción

Volver a empezar (32 page)

¿Sería la Nochebuena o la Noche Vieja? Porque eran ésas las noches en que se organizaban ese tipo de espectáculos en México. Fuera como fuese, estaban a finales de 1964 o principios de 1965. En este replay había perdido catorce meses, casi tantos como Pamela en su repetición anterior. Sabía Dios qué consecuencias iba a tener aquello para ella, para los dos.

Martin le sonrió y le encajó un exuberante y amistoso puñetazo en el hombro. Jeff recordó que se habían divertido en grande en aquel viaje. Nada se había torcido; entonces les parecía que nada podía irles mal en la vida. Estaban pasando unos buenos momentos, el futuro les iba a deparar sólo cosas buenas, así era como pensaban entonces. En cada repetición, Jeff había logrado al menos impedir que su viejo amigo se suicidara a pesar de sus propias circunstancias. Aunque no había podido evitar que Martin hiciera un mal matrimonio y ya no tuviera una empresa multinacional que pudiera ofrecerle a su antiguo compañero de dormitorio un puesto vitalicio, siempre había ayudado a Martin a evitar la quiebra haciendo que invirtiese a tiempo en excelentes acciones. Eso planteaba el tema de qué iba a hacer Jeff para conseguir dinero; su antiguo recurso, la Liga de Béisbol de 1963, ya había pasado a la historia y a corto plazo no había ninguna apuesta que pudiera resultarle tan provechosa como aquélla. La temporada de fútbol profesional ya había terminado y los partidos de copa no iban a jugarse hasta dentro de dos años. Si estaban en Nochebuena, podía o no llegar a tiempo de arreglar una apuesta desde Ciudad de México, vía Illinois pasando por Washington, para la Rose Bowl del día siguiente. Lo más probable era que esta vez tuviera que conformarse con lo que lograra sacar del campeonato de baloncesto ya en curso, pero nunca había podido colocar unas apuestas decentes con el Boston Celtics, menos en su octava temporada en la NBA.

Las llamas que se veían caer a través de las ventanas se transformaron en un lento chisporroteo hasta apagarse del todo y las luces mortecinas del club nocturno volvieron a encenderse en el momento mismo en que la orquesta arrancaba con Cielito lindo. Martin se estaba mirando a una esbelta rubia sentada a un par de mesas de donde ellos estaban y levantó una ceja como preguntándole a Jeff si le interesaba la pelirroja que iba con ella. Jeff recordó que las chicas eran turistas de los Países Bajos; Martin y él no se iban a comer un rosco, pero pasarían —habían pasado— una velada muy agradable bebiendo y bailando con las holandesas. Encogiéndose de hombros le indicó a Martin que por qué no.

En cuanto al problema del dinero, pues ya no le importaba tanto, menos a esas alturas. Sólo le hacían falta fondos suficientes como para ir tirando… hasta que Pamela apareciese. Desde ese momento hasta entonces, no le quedaba más remedio que esperar. Pam llevaba un colocón monumental; estaba hecha polvo. Peter y Ellen habían conseguido una hierba asesina, la mejor que había fumado desde la que le convidara aquel tío el mes anterior en el Circo Eléctrico, y seguramente los flashes, la música, los tragafuegos de la pista y todo lo demás habían contribuido enormemente a que le pareciera mejor de lo que en realidad era. La música que era estupenda, pensó, Clapton interpretaba Sunshine of your love, pura dinamita; hubiera deseado únicamente que el estéreo portátil tuviera más volumen, eso era todo. Recogió los pies debajo de los muslos, se reclinó contra el enorme póster de Peter Max que cubría la pared detrás de su cama y se enfrascó en la parte posterior de la funda del álbum de Disraeli Gears. Aquel ojo era algo genial, con las flores que le crecían de las pestañas y los nombres de las canciones apenas legibles en el blanco y el iris…, aah, Dios, había otro ojo. Cuanto más miraba, más le parecía que no veía más que ojos; era lo único que veía. Hasta las flores parecían tener ojos, rasgados como los de los gatos o de un oriental…

—¡Ey, mira esto! —gritó Peter.

Ella levantó la vista; Ellen y Peter estaban viendo el programa de Lawrence Welk con la televisión sin el sonido. Pam se quedó mirando la imagen en blanco y negro en la que aparecían parejas de viejos bailando una polka o algo así, y claro, daban la impresión de moverse al ritmo del disco. La imagen dio paso luego a Welk que agitaba su bastoncito en el aire y entonces Pam se echó a reír; Welk seguía el ritmo, como si el muy cretino dirigiera a Cream en Dance the night away.

—Vamos chicos, bajemos a la calle —les pidió Ellen, aburrida de la televisión—. Esta noche estará todo el mundo.

Llevaba una hora tratando de motivarlos para que salieran de la habitación y fueran andando hasta Adolph's. Tenía razón; esa noche habría muy buen ambiente en el bar universitario; había mucho que celebrar. A principios de esa semana, Eugene McCarthy había estado a punto de derrotar a Johnson en las primarias de Nueva Hampshire y ese mismo día, Bobby Kennedy anunció que había cambiado de parecer y que iba a entrar en liza por la nominación del Partido Demócrata.

Pam se puso las botas y descolgó del gancho de la puerta su gruesa bufanda de lana y el viejo chaquetón de marinero. Ellen tardó lo suyo en bajar las escaleras de caracol que conducían al vestíbulo; imaginaba que el dormitorio se había convertido en antigua mansión y se veía como Tara, el personaje de Lo que el viento se llevó. Cuando llegaron a la calle, Peter se sumó al juego. Vagó por el jardín ornamental adyacente y se puso a declamar diálogos reales e imaginados de la película imitando un marcado acento sureño. Pero la noche de marzo era demasiado fría como para que pudieran seguir mucho rato con aquel juego beodo y los tres no tardaron en avanzar pesadamente por la nieve en dirección al reconfortante edificio de madera que estaba en un extremo del campus, frente a la oficina de correos de Annandale.

En Adolph's se encontraron con la misma multitud de los sábados a la noche. Todos los que no iban a pasar el fin de semana a Nueva York, tarde o temprano acababan metidos allí; era el único bar al que se podía ir andando desde la universidad, y el único a este lado del Hudson en el que los estudiantes de Bard, de aspecto desgreñado y ropas poco convencionales, podían relajarse y sentirse completamente a gusto. En la región más bien conservadora del norte de Poughkeepsie, existía un serio conflicto entre la ciudad y los estudiantes; los residentes permanentes, tanto jóvenes como mayores, detestaban la extravagante disconformidad reflejada por la indumentaria y el comportamiento de los estudiantes de Bard, y hacían circular unas historias —«muchas de ellas más ciertas de lo que podían llegar a imaginar jamás», pensó Pam, divertida—en las que se decía que en el campus reinaban el abuso desenfrenado de drogas y la promiscuidad sexual. Algunas veces los chicos de la ciudad iban medio borrachos a Adolph's a tratar de ligar con las «macizas hippies». Esa noche no había muchos chicos de la ciudad a la vista, según notó Pam con alivio, a excepción de un tío rarísimo que había estado merodeando por el campus durante todo el año, pero que no tenía mal aspecto. Era un tipo solitario y muy callado; nunca se había metido con nadie. A veces tenía la impresión de que la vigilaba, no la seguía ni nada por el estilo, sino que el tío aparecía a propósito un par de veces a la semana en alguno de los sitios que ella frecuentaba: la biblioteca, la galería del departamento de arte, allí. Pero nunca la había molestado, ni siquiera la había abordado. Algunas veces el tipo le sonreía y le hacía una seña con la cabeza, y ella medio había pensado en sonreírle también, sólo para darle a entender que lo había reconocido. No estaba mal el tío; si se dejaba crecer el pelo hasta podía resultar atractivo. Desde la máquina de discos, Sly y la Family Stone cantaban Dance to the music, y la pista del salón principal estaba a rebosar. Pam, Ellen y Peter se abrieron paso entre la multitud y buscaron donde sentarse.

Pam seguía colocada. Se habían fumado otro porro en el camino del campus al bar, y la escena pintoresca y estridente del bar le llamó la atención de repente como si se tratara de una pintura o de una serie de pinturas. Poder reflejar los flecos de un chaleco que se agitaban por aquí, o el revoleo de una larga melena negra por allá, los rostros, los cuerpos, la música, el ruido…, sí, le gustaría tratar de volcar en un lienzo el sonido de aquel lugar agradablemente familiar, traducir visualmente el modo en que esa transformación sinestésica se producía a menudo en su mente cuando estaba colocada. Echó un vistazo al bar y fue eligiendo personas y detalles de escenas, y sus ojos se centraron en aquel tipo raro con el que se topaba siempre.

—Ey —dijo, dándole un codazo a Ellen—, ¿sabes a quién me gustaría pintar?

—¿A quién?

—A ese tío de ahí.

Ellen miró en la dirección en la que Pam le indicaba discretamente.

—¿Cuál? ¿No te referirás «ese soso de ahí, con cara de tía de ciudad?

—Sí, a ése. Sus ojos tienen un no sé qué, son…, no lo sé, es como si fueran antiguos o algo así, como si fuera mucho mayor de lo que realmente es, como si hubiera visto tantas cosas que…

—Sí, claro —le dijo Ellen con marcado sarcasmo—. Seguro que es un ex infante de marina y que ha visto un montón de niños muertos y de mujeres a las que se cargó de un disparo en Vietnam.

—¿Volvéis a hablar de la ofensiva de Tet? —inquirió Peter.

—No, a Pam la pone cachonda ese tío con cara de ciudad. —Retorcida —le espetó Peter, soltando una carcajada.

Pam se sonrojó, indignada.

—Yo no he dicho semejante cosa. Sólo he dicho que tiene ojos interesantes y que me gustaría pintarlos.

En la máquina de música sonó Dock of the bay y la mayoría de las parejas regresó a sus mesas. Pam se preguntó quién habría puesto la melodía lúgubremente contemplativa de Ottis Redding que resultaba un irónico epitafio del propio cantante, muerto antes de que el disco fuera lanzado al mercado. Quizá fuera el tipo de los ojos extraños. Era la clase de música que seguramente le gustaría.

—Perdiendo el tieeempo —cantó Peter junto con el disco, y luego sonrió traviesamente. Se quitó el reloj y con un gesto teatral lo dejó caer en la jarra medio llena de cerveza.

—¡Ahoguemos el tiempo! —declaró, levantó la copa y la chocó contra las de las muchachas.

—He oído decir que Bobby le da a la hierba —comentó Ellen, sin que viniera a cuento cuando hubieron terminado el brindis—. Le compra chocolate al mismo camello que les vende a los Stones cuando vienen por aquí.

Habían tocado uno de los temas preferidos de Peter.

—Dicen que R. J. Reynolds ha… ¿Cómo se dice…? Ya sé. Que ha patentado en secreto todos los nombres buenos.

—Registrado la marca.

—Eso, eso, registrado las marcas. «Dorado Acapulco», «Rojo Panamá». Los de las fábricas de tabaco tienen todas las marcas buenas por si las moscas. Pam prestaba atención a los rumores ya conocidos y asentía interesada.

—Me gustaría saber cómo serían los paquetes y los anuncios.

—Cartones con dibujos como el estampado de cachemir —dijo Ellen con una sonrisa.

—Pondrían a Hendrix en los anuncios de la tele —añadió Peter. Empezaron a soltar una parida tras otra, dando inicio a uno de los tantos interminables ataques de risa beoda que tanto gustaban a Pam. Se rió tanto que se le saltaron las lágrimas y de tanto inspirar aire le entró un mareo que…

Pamela se preguntó dónde diablos había despertado esa vez y por qué tenía aquel mareo. Parpadeó para quitarse aquella inexplicable película de lágrimas y contempló el nuevo ambiente. Santo cielo, estaba en el Adolph's.

—¿Pam? —la llamó Ellen al notar de repente que su amiga había dejado de reírse—. ¿Te encuentras bien?

—Muy bien —contestó Pamela, inspirando despacio.

—No te estará entrando el miedo, ¿eh?

—No. —Cerró los ojos y trató de concentrarse, pero su mente no paraba de dar vueltas a la deriva. La música estaba muy fuerte y aquel lugar, incluso sus ropas, olían a… Se dio cuenta de que estaba ñipada. Era lo que normalmente ocurría cuando iba a Adolph's, cuando «bajaban a la calle» como solían llamarlo, tenía que tranquilizarse, así, así…

—Tómate otra cerveza —le sugirió Peter con aire preocupado—. Te ves rara, ¿seguro que te encuentras bien?

—Segurísima.

No había hecho amistad con Peter y Ellen hasta después del cuatrimestre de invierno del primer año de carrera. Peter se había graduado y Ellen había abandonado los estudios para mudarse con él a Londres cuando Pamela cursaba segundo año; o sea que estaban en 1968 o 1969. En la máquina de discos comenzó a sonar otra canción, Linda Ronstadt interpretaba Different drum. No era sólo Linda Ronstadt, se corrigió Pamela, sino los Stone Poneys.

«Más vale que no te confundas —se dijo—, debes aclimatarte despacio, no permitas que la marihuana que tienes metida en la cabeza te dificulte más las cosas. No trates de tomar ninguna decisión, ni siquiera intentes hablar demasiado ahora. Espera hasta que se te pase el colocón, espera hasta que…»

Ahí estaba. Dios santo, sentado a unos metros de distancia, mirándola. Pamela se quedó boquiabierta ante la visión incongruente, imposible y maravillosa que tenía ante sus ojos: Jeff Winston sentado tranquilamente en medio del barullo juvenil de su antiguo bar universitario. Notó que él había percibido el cambio y la obsequió con una sonrisa cálida de bienvenida.

—¿Ey, Pam? —dijo Ellen—. ¿Por qué lloras? Escúchame, quizá sea mejor que volvamos al dormitorio.

Pamela negó con la cabeza y aferró a su amiga del brazo para tranquilizarla. Después se levantó de la mesa, recorrió el bar y los años que los separaban y se entregó a los brazos de Jeff que la esperaban.

—La chica del tatuaje —se rió Jeff, besando la rosa rosada que tenía en el interior del muslo—. No recuerdo habértelo visto antes.

—No es un tatuaje, es una calcomanía; se va con agua.

—¿Y a lengüetazos qué? —le preguntó, mirándola con una expresión picara en los ojos.

—Puedes probar —repuso ella sonriente.

—Tal vez luego —le dijo, se deslizó hacia arriba y se recostó a su lado, contra las almohadas—. Me gusta esta faceta tuya de hija de las flores.

—Ya lo sabía yo —dijo ella, dándole un codazo en las costillas—. Anda, sirve más champán. Él cogió la botella de Mumm's de la mesilla y llenó las copas.

—¿Cómo adivinaste cuándo empecé mi replay? —le preguntó Pamela.

—No lo adiviné. Llevaba meses vigilándote. Alquilé la casa en Rhinebeck a comienzos del año académico y llevo esperando desde entonces. Fue frustrante y empezaba a impacientarme, pero el tiempo que pasé aquí me ayudó a aceptar algunos viejos recuerdos. Antes vivía río arriba, en una de las antiguas mansiones, cuando estaba con Diane… y mi hija Gretchen. Siempre pensé que nunca iba a poder regresar aquí, pero tú me diste un motivo para hacerlo y me alegro de haber vuelto. Además, me resultó divertido ver cómo fuiste realmente en esta época. Ella le hizo una mueca.

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