—Los que son todavía peores son los que se piensan que se trata de un concurso. Esto podría plantearnos un problema, ¿sabes?
—¿Con quién?
—Con los de correos, a menos que tengamos cuidado. Tendremos que redactar una carta para explicar que el anuncio no es ninguna tomadura de pelo y enviársela a toda esta gente. Sobre todo a los que nos mandan dinero. Tenemos que asegurarnos de que lo reciban de vuelta. Lo único que nos falta es que alguien se queje.
—Pero no hemos ofrecido nada a nadie —protestó Pamela.
—Da igual. ¿Te gustaría tratar de explicarle a un inspector postal de 1967 lo que significa Watergate?
—Creo que tienes razón. —Abrió otro sobre, echó un vistazo a la carta y lanzó una carcajada—. Escucha ésta.
—«Les ruego me envíen más información sobre su curso para mejorar la memoria. No recuerdo ninguna de las cosas que mencionan en su anuncio.»
Jeff se rió junto con ella, contento de que conservara el sentido del humor. Sabía lo que aquella búsqueda significaba para Pamela; la distorsión temporal de las fechas de inicio de su repetición era mucho mayor que la de él y si su aumento describía una curva que había pasado de golpe de un retraso de cuatro o cinco días a dieciocho meses, la duración de su próxima repetición podía verse gravemente truncada. Nunca lo habían comentado, pero los dos eran conscientes de que existía la posibilidad de que no volviera más. En los últimos cuatro meses habían recibido cientos de respuestas al anuncio, la mayoría de quienes contestaban creían que se trataba de un concurso o de una propaganda de ventas relacionada con cosas tan dispares como suscripciones de revistas o los rosacruces. Algunas de ellas resultaban provocativamente ambiguas, pero después de una breve investigación habían resultado inútiles. La más prometedora, y enloquecedora a la vez, había sido una carta con matasellos de Sydney, Australia, que contenía un mensaje de una sola línea que había llegado sin firma y sin remitente. Decía:
«Esta vez no. Esperen».
Jeff había comenzado a perder la esperanza en el proyecto. Había tenido sentido intentarlo, y tenía la sensación de que lo habían hecho del mejor modo posible, pero no habían conseguido los resultados esperados. Tal vez en el mundo no hubiera otros repetidores, o si existían, habían decidido no responderles. Jeff creyó con más convicción que antes que él y Pamela estaban solos en todo aquello y que seguirían estando solos. Abrió otro sobre de la pila de ese día, dispuesto a tirarlo junto con las otras respuestas inútiles y confusas; pero a la primera línea se detuvo y leyó el resto de la breve carta presa del asombro.
Apreciados señores: Se olvidaron de mencionar lo de Chappaquiddick. Volverá a ocurrir muy pronto. ¿Y qué me dicen del escándalo del Tylenol o del 747 coreano que derribaron los soviéticos? Todo el mundo se acuerda de esos hechos. Cuando quieran hablar, vénganse por aquí. Podemos recordar los viejos tiempos por venir.
Stuart McCowan
382 Strathmore Orive
Crossfield, Wisconsin
Jeff se quedó mirando la firma y comprobó la dirección con el matasellos. Coincidían.
—Pamela… —dijo en voz baja.
—¿Sí? —Levantó la vista del sobre que se disponía a abrir—. ¿Otra divertida?
Jeff miró aquella cara bonita y sonriente que había conocido y amado en momentos tan desfasados, primero en la madurez y ahora en la juventud. Sintió un vago presentimiento, como si la intimidad que habían compartido estuviera a punto de ser invadida, como si su mutua unicidad estuviera a punto de ser destrozada por un extraño. Habían encontrado lo que estaban buscando, pero ya no estaba tan seguro de haber hecho bien en comenzar la búsqueda.
—Lee esto —le dijo, entregándole la carta.
Al entrar en Crossfield, a unos cincuenta kilómetros al sur de Madison, una nevisca comenzó a caer del cielo monótono y gris. En el asiento del acompañante del enorme Plymouth Furia, Pamela rompió un kleenex en estrechas tiras, las apelotonó todas y las fue depositando en el cenicero del panel de mandos. Jeff no había vuelto a verla repetir aquella costumbre suya cuando estaba nerviosa desde la noche en que cenaran en el restaurante de Malibú, cuando se conocieron diecinueve años atrás y a cinco años de entonces.
—¿Todavía piensas que sólo estará este hombre? —le preguntó Pamela, mirando por la ventanilla hacia los desnudos esqueletos invernales de los abedules que flanqueaban las calles de la pequeña ciudad.
—Probablemente —repuso Jeff, y entrecerró los ojos para poder ver mejor a través de la nieve los carteles indicadores en blanco y negro—. No creo que esa referencia a lo de que «todo el mundo» se acuerda de las muertes por el Tylenol y el avión coreano signifique nada especial. Estoy seguro de que se refería a la gente en general después de ocurridos los incidentes, no a un grupo de repetidores que haya reunido él. Pamela terminó de destrozar el Kleenex y sacó otro.
—No sé si esperar que sea verdad o todo lo contrario —comentó algo perpleja—. En cierto modo sería un alivio increíble encontrar a toda una red de gente que comprendiera por lo que hemos pasado. Pero no sé muy bien si estoy lista para enfrentarme a…, a tanto dolor acumulado que, por otra parte, me resulta tan familiar. O a enterarme de todas las cosas que tal vez hayan aprendido sobre las repeticiones.
—Tenía entendido que en eso radicaba todo.
—Es que me da un poco de miedo ahora que estamos tan cerca de lograrlo. Me hubiera gustado que las señas del tal Stuart McCowan estuvieran en el listín telefónico; me sentiría mucho más cómoda si hubiésemos podido telefonearle para saber de él algo más que lo que ponía en su nota. Detesto presentarme así, sin anunciarme.
—Estoy seguro de que nos está esperando. Como es obvio, no íbamos a rechazar su invitación, y menos después del esfuerzo que nos costó dar con él.
—Ahí está Strathmore —dijo Pamela, señalando hacia una calle que serpenteaba colina arriba, a la izquierda.
Jeff ya había pasado el cruce, hizo un cambio de sentido y enfiló por la ancha calle desierta.
En el número 382, al otro lado de la colina, había una casa aislada de tres plantas en estilo Victoriano. En realidad, se trataba de una mansión, con amplios jardines muy cuidados tras los muros de lajas cortadas desigualmente. Pamela se dispuso a romper otro kleenex cuando traspusieron el imponente portón, pero Jeff le detuvo la mano nerviosa y le sonrió para infundirle ánimos.
Aparcaron debajo del amplio pórtico, agradecidos de poder refugiarse de la creciente nevada. En la puerta principal había un ornamentado llamador de bronce, pero Jeff encontró el timbre y lo pulsó. Les abrió una mujer madura que lucía un severo vestido marrón con un amplio cuello blanco.
—¿En qué puedo servirles? —inquirió.
—¿Está el señor McCowan?
La mujer frunció, el ceño debajo de los quevedos bifocales.
—El señor…
—McCowan. Stuart McCowan. ¿No vive aquí?
—Ay, caramba, Stuart. Claro que sí. ¿Están ustedes citados?
—No, pero me parece que nos espera; si le avisa usted que han venido sus amigos de Nueva York, estoy seguro de que…
—¿Amigos? —repitió, frunciendo más el ceño—. ¿Son ustedes amigos de Stuart?
—Sí, de Nueva York.
La mujer se puso nerviosa.
—Me temo que… Pero están ustedes cogiendo frío, ¿por qué no pasan y se sientan un instante? Vuelvo en seguida.
Jeff y Pamela se sentaron en un mullido sofá de respaldo alto situado en el anticuado vestíbulo, mientras la mujer desaparecía pasillo abajo.
—Hay más de uno —le susurró Pamala—. Al parecer, ni siquiera es dueño de esta casa. La criada sólo lo conoce por su nombre de pila. Es una especie de comuna, una…
Un hombre alto, de cabello canoso, vestido con un traje de mezcla apareció por el pasillo, seguido de la mujer regordeta de los quevedos.
—¿Dicen ustedes que son amigos de Stuart McCowan? —les preguntó.
—Somos…, eeh… Hemos mantenido correspondencia con él —respondió Jeff, poniéndose en pie.
—¿Y quién inició esa correspondencia?
—Vea, estamos aquí por invitación expresa del señor McCowan. Hemos venido desde Nueva York para verlo, si pudiera usted avisarle…
—¿Cuál era la naturaleza de su correspondencia con Stuart?
—Creo que es un asunto que no le incumbe. ¿Por qué no se lo pregunta a él?
—Todo lo que se refiera a Stuart me incumbe. Está bajo mi cuidado. Jeff y Pamela intercambiaron una rápida mirada.
—¿Qué quiere decir con que está bajo su cuidado? ¿Es usted médico? ¿Está él enfermo?
—Muy grave. ¿Por qué están interesados en su caso? ¿Son periodistas? No permitiré que invadan la intimidad de mis pacientes, y si los mandan de algún periódico o revista, les sugiero que se marchen ahora mismo.
—No somos periodistas —le aclaró Jeff, entregándole una tarjeta de visita que lo identificaba como asesor financiero, y presentó a Pamela como socia. La cautelosa tensión reflejada en el rostro del hombre desapareció en parte dando paso a una sonrisa de disculpa.
—Lo siento, señor Winston; si hubiese sabido que se trataba de un asunto de negocios… Soy el doctor Joel Pfeiffer. Le ruego que comprenda que sólo trataba de proteger los intereses de Stuart. Éste es un centro muy exclusivo y discreto y…
—Entonces ¿no es la casa de Stuart McCowan sino una especie de hospital?
—Es una clínica.
—¿Es por el corazón? ¿Es usted cardiólogo? El médico frunció el ceño.
—¿No están ustedes al tanto de sus antecedentes?
—No. Nuestra relación con él es puramente… de negocios. Principalmente inversiones. Pfeiffer asintió con aire comprensivo.
—A pesar de los problemas que afectan a Stuart hay que reconocer que conserva un increíble olfato para los negocios. Procuro alentar su actual implicación en asuntos financieros. Evidentemente todo lo que gana se deposita ahora en una fundación, pero quizá, algún día, si sigue mejorando…
—Doctor Pfeiffer, ¿me está diciendo usted que esto es un hospital psiquiátrico?
—No es un hospital. Es una clínica psiquiátrica privada.
«Diablos —pensó Jeff—. Ahí está la cuestión; en algún momento, McCowan debió de contar demasiado a las personas indebidas y ahora lo han internado.» Jeff le echó una mirada a Pamela y vio que ella también lo había captado al vuelo. Ambos reconocían el riesgo de que si admitían demasiado abiertamente sus experiencias, quienes las vieran desde fuera podían tomarlos locos; ante ellos tenían una prueba fehaciente de ese peligro. El médico interpretó mal la mirada que acababan de lanzarse y se adelantó a aclarar con tono preocupado:
—Espero que no vayan a utilizar los problemas de Stuart para volverse en su contra. Les aseguro que durante todo este episodio ha conservado intacto su juicio financiero.
—No será ningún problema —le dijo Jeff—. Comprendemos que debe de haber sido muy…, muy difícil para él, y somos muy conscientes de que ha gestionado su cartera de acciones con muy buen tino.
La mentira pareció tranquilizar a Pfeiffer. Jeff adivinó que la fundación McCowan era la que financiaba en gran parte la gestión de aquel centro, y posiblemente de allí había salido el capital inicial.
—¿Podríamos verlo ahora? —inquirió Pamela—. Si hubiésemos conocido estas circunstancias de antemano, habríamos arreglado una cita con usted, pero considerando que ya hemos hecho un viaje tan largo…
—No se preocupe —le dijo el doctor Pfeiffer—. Aquí no tenemos horario de visita fijo, pueden verlo ahora mismo. Marie —dijo, volviéndose a la mujer de cabello canoso que estaba detrás de él—, ¿podría pedir que bajen a Stuart a la sala, por favor?
Una guapa joven que lucía un vestido amarillo dé encaje estaba sentada en el hueco de una ventana, en la habitación a la que el doctor Pfeiffer los acompañó. Contemplaba la nevada pero se volvió, expectante, en cuanto ellos entraron.
—Hola —saludó la muchacha—. ¿Han venido a verme?
—Han venido a ver a Stuart, Melinda —le explicó el doctor amablemente.
—Bueno, no importa —dijo ella con una sonrisa alegre—. Alguien va a venir a verme el miércoles, ¿no?
—Sí, el miércoles vendrá tu hermana.
—Pero podría traerle a los invitados de Stuart un poco de té y tarta, ¿verdad?
—Si a ellos les apetece, claro que sí.
Melinda se bajó de su asiento que tenía la nieve como telón de fondo.
—¿Les gustaría tomar un poco de té con tarta? —les preguntó amablemente.
—Sí, gracias —contestó Pamela—. Muy amable de su parte.
—Iré a buscarlo. El té está en la cocina y la tarta en mi habitación. La hizo mi madre.
¿Me esperarán?
—Claro que sí, Melinda. Estaremos aquí.
Salió por una puerta lateral de la sala y oyeron sus pasos apresurados al subir las escaleras. Jeff y Pamela examinaron el ambiente; había cómodos silloncitos de piel dispuestos en semicírculo alrededor del hogar de ladrillos, donde dos leños ardían brillantes; en las paredes había papel pintado de color azul pálido con un estampado muy delicado de flores de lis; una lámpara Tiffany colgaba en el rincón opuesto de la sala, sobre una mesa de caoba en la que alguien había dejado a medio hacer el rompecabezas de una mariposa grande de alas anaranjadas con bordes y venas negras. Las lujosas cortinas de color azul oscuro no estaban del todo corridas y dejaban ver una colina nevada.
—Esto está bastante bien —comentó Jeff—. No tiene aspecto de…
—¿De qué? —inquirió el doctor con una sonrisa—. Intentamos mantener un ambiente lo más normal y agradable posible. Nada de barrotes en las ventanas, como puede ver; el personal no lleva uniforme. Creo que el ambiente acelera el proceso de recuperación y hace que la incorporación a la vida diaria sea más fácil cuando el paciente está en condiciones de volver a su casa.
—¿Qué me dice de Stuart? ¿Cree que podrá irse pronto de aquí? Pfeiffer frunció los labios y se asomó a la ventana para ver la nevada.
—Desde que lo han traído ha hecho grandes progresos. Tenemos muchas esperanzas para Stuart. Naturalmente, existen algunas complicaciones, un cierto número de trabas legales que han de…
Un hombre de cara ligeramente cetrina, que tendría unos treinta y tantos años, entró en la sala seguido de un muchacho musculoso vestido con téjanos y un jersey de lana gris. El hombre más pálido llevaba pantalón azul, zapatos italianos bien lustrados y una camisa de vestir blanca con el cuello sin abrochar. Tenía unas entradas visibles y en lo alto de la cabeza el cabello comenzaba a ralear.