El tema preferido de ese mes era cómo habría sido la experiencia de las repeticiones para alguien de otro período histórico, cómo se habrían manejado teniendo de fondo un mundo con acontecimientos y circunstancias absolutamente diferentes de las que conocían tan bien. Cuando hubieron abierto las compuertas que les impedían conversar, los temas de los cuales hablar no parecían tener fin: especulaciones, planes, recuerdos. Habían vuelto a repasar detalladamente sus propias y variadas vidas, ampliando los datos de las breves historias personales que se habían expuesto el uno al otro en aquel primer encuentro cauteloso que tuvieran en Los Ángeles en 1974. Jeff le habló de la locura vacía de la época que pasó con Sharla, de la gracia curativa de sus años de reclusión en Montgomery Creek. Ella, a su vez, le contó de la vivida dedicación con la que se había volcado en su carrera de médico, de su frustración al saber que nunca más podría utilizar al máximo todos sus conocimientos, del entusiasmo creativo que posteriormente le inspiró hacer Starsea.
Un joven alto, negro y barbudo, pasó junto a ellos en patines, zigzagueando diestramente por la atestada acera de la calle Cincuenta y Nueve Este en dirección a la entrada del Central Park. El vibrante arreglo musical que Giorgio Moroder hiciera de la canción
Call me
, de Blondie, salía a todo volumen de la enorme radio Panasonic que llevaba en precario equilibrio sobre el hombro, y ahogó la respuesta que Pamela le dio a la hipotética pregunta de Jeff sobre volver a revivir el infierno de Auschwitz. Llevaban seis semanas en Nueva York, después de haber pasado más de un año viviendo por temporadas en la cabaña de Jeff, al norte de California, y en la casa de Pamela, en Topanga Canyon. Ahora que estaban juntos, encontraban la soledad de las dos moradas mucho más conveniente. Tenían tantas cosas sobre las que ponerse al día, tantos pensamientos y emociones intensamente íntimos que compartir. Pero no se habían alejado del mundo, no del todo. Jeff había empezado a participar en empresas conjuntas, apoyando a pequeñas compañías y productos que, aparentemente, no habían podido conseguir una financiación adecuada en sus repeticiones anteriores y cuyo éxito o fracaso no tenía forma de proyectar. Un juguete de escritorio, que pasó a ser la versión de navidades de 1979 de las Peí Rocks y que era un cubo de Lucite en el que unos pequeños imanes suspendidos en un líquido viscoso realizaban un ballet en cámara lenta, había alcanzado un gran éxito. Por el momento, no había tenido tanta suerte con un sistema de vídeo holográfico propuesto por dos amigos del mundo del cine, amigos de Pamela. La cámara les planteaba incontables problemas técnicos, y quizá la idea había fallado siempre por esos motivos. Pero no importaba; la incertidumbre de esos proyectos, su misma imprevisibilidad, era justamente lo que le llamaba la atención a Jeff. Por su parte, Pamela había vuelto a la producción de películas con una nueva sensación de libertad y diversión. Como ya no se sentía atada a la misión que se había autoimpuesto de elevar a la Humanidad a nuevos niveles del ser y de la conciencia, había escrito una comedia ligera y romántica sobre amores mal emparejados y a destiempo. Darryl Hannah, una joven desconocida, fue elegida para interpretar el principal papel femenino, y Pamela había insistido en encargar la dirección al cómico de televisión Rob Reiner. Como de costumbre, sus socios se quedaban con un palmo de narices cuando se enteraban de que había elegido a esos talentos no comprobados, pero como productora y financiera única del proyecto, se reservaba la última palabra en esos asuntos. Había ido a Nueva York con Jeff para poder supervisar los pasos previos a la producción y la búsqueda de exteriores para la nueva película. El rodaje comenzaría la segunda semana de junio, al cabo de unos pocos días.
Giraron a la derecha, enfilaron hacia el norte por la Quinta Avenida Y continuaron hablando de sus fantasías históricas.
Imagínate lo que habría logrado Da Vinci si le hubieran dado la misma oportunidad que a nosotros —comentó Pamela en tono meditativo. Las estatuas, las pinturas que podría haber hecho en diferentes vidas.
—Suponte que así hubiera sido; quizá el mundo continuaría en una línea temporal diferente por cada una de sus existencias, y puede que así nos haya ocurrido a nosotros. En una versión de la realidad del siglo veinte, podría ser recordado más por sus inventos que por su arte de haber tenido tiempo de reelaborarlos y ajustados. En otra versión, podría haberse refugiado en sus pensamientos sin dejar nada importante para la posteridad. Del mismo modo, podría haber un futuro en el que te recordarán por Starsea y otro en el que Future, Inc. ha continuado como una gran empresa.
—¿Has dicho «ha continuado»? —inquirió con el ceño fruncido—. «Continuará», querrás decir.
—No —repuso Jeff—. Si el fluir del tiempo es continuo, es decir, si es ininterrumpido en lo que respecta al resto del mundo, sin que se tenga en cuenta este rizo del tiempo en el que hemos caído tú y yo, y se ramifica de cada versión del rizo para formar nuevas líneas de realidad según los cambios que vayamos introduciendo cada vez, entonces, la historia debería haber avanzado veinticinco años por cada replay que hemos pasado. Ella frunció los labios y pensó un instante.
—Si eso fuera cierto, las líneas temporales individuales estarían escalonadas. Cada ramificación habría continuado su camino a partir de 1988, cuando nos morimos, pero la precedente llevaría veinticinco años de adelanto con respecto a la anterior.
—Efectivamente. De modo que en el mundo de nuestra repetición más reciente, en la que tú te casaste con Dustin Hoffman y yo vivía en Atlanta, han transcurrido apenas diecisiete años desde nuestra muerte. Están en el 2005; la mayoría de la gente que conocimos seguiría viva.
—Pero si tomamos como punto de partida nuestro primer replay, la vida en la que tú
fuiste doctora en Chicago y en la que yo creé mi conglomerado de empresas, han pasado cuarenta y dos años. Estaríamos en el año 2029; mi hija Gretchen tendría más de cincuenta, y probablemente tendría hijos grandes. Jeff permaneció en silencio; lo calmaba la idea de que su única hija siguiera viva y que objetivamente tuviera diez años más de los que él había llegado a tener nunca. Pamela concluyó la proyección por él.
—Y en la línea temporal de nuestras vidas originales, habrían transcurrido sesenta y siete años. El mundo en el que crecimos estaría en la segunda mitad del siglo XXI. Mis hijos tendrían ahora… alrededor de los setenta años. Dios mío.
El juego de especulaciones los había conducido por unos senderos más serios y espinosos de lo que esperaban. Enfrascados en sus propias reflexiones, casi no se percataron de la elegante mujer rubia que rondaría los cuarenta y del adolescente que estaba a su lado en la puerta del hotel Sherry—Netherland, esperando a que el portero les pidiera un taxi. La mujer entrecerró los ojos con ligera curiosidad cuando Jeff y Pamela pasaron a su lado. Hubo algo en aquella expresión que la mente de Jeff captó al instante, a pesar de estar sumida en otros pensamientos.
—¿Judy? —dijo, indeciso, deteniéndose debajo del toldo del hotel. La mujer retrocedió y repuso:
—Me temo que no recuerdo…, no, espera. Estuviste en Emory, ¿verdad? En la universidad de Emory, en Atlanta, ¿no es así?
—Sí —repuso Jeff con voz queda—. Fuimos a la misma universidad.
—Ya decía yo que tu cara me resultaba conocida. Habría jurado que…
Se sonrojó como lo había hecho siempre. Tal vez hubiera recordado de pronto alguna noche en el asiento trasero del viejo Chevy, o en un banco delante de Harris Hall antes del toque de queda; pero Jeff notó que le costaba recordar su nombre, por lo que se apresuró a hablar para evitarle la incomodidad.
—Soy Jeff Winston —le dijo—. Íbamos al cine de vez en cuando o a tomar una cerveza a Moe's and Joe's.
—Ah, sí, claro, Jeff, ahora me acuerdo. ¿Qué tal te ha ido?
—Bien. Muy bien. Pamela, te presento a… una compañera de la universidad. Judy Gordon. Judy, ésta es mi amiga Pamela Phillips.
Judy puso los ojos como platos y por un instante a punto estuvo de parecer una adolescente de dieciocho años.
—¿La directora de cine?
—Productora —la corrigió Pamela con una sonrisa agradable.
Sabía exactamente quién era Judy y lo que había significado para Jeff en una de sus repeticiones.
Ay, dios mío, ¿no es increíble? Sean, ¿qué te parece? —le pregunto Judy al muchacho larguirucho que tenía a su lado—. Éste es un antiguo compañero mío de la universidad, Jeff Winston y su amiga es Pamela Phillips, la productora de cine. Os presento a mi hijo Sean.
—Encantada de conocerla, señorita Phillips —dijo el chico con inutil entusiasmo—. Quisiera decirle…, bueno, quisiera decirle cuánto significó para mí su película Starsea. Me cambió la vida.
—Os juro que lo dice en serio —aclaró Judy con una sonrisa de oreja a oreja—. Tenía doce años cuando la vio por primera vez y creo que después la vio al menos una decena de veces. A partir de entonces no hizo más que hablar de delfines y de cómo comunicarse con ellos. Y no fue un interés pasajero. Sean empezará la carrera este otoño, irá a la universidad de California en San Diego y se especialízala en… Díselo tú, cariño.
—Biología marina. Pienso hacer hincapié en lingüística e informática. Algún día espero llegar a trabajar con el doctor Lilly sobre la comunicación entre las especies. Si alguna vez lo logro, será gracias a usted, señorita Phillips. No tiene idea de lo que significa para mí, aunque la verdad, lo más probable es que sí lo sepa. Eso espero. Un hombre alto, de sienes plateadas, salió del hotel seguido de un botones que empujaba un carrito cargado de maletas. Judy presentó a su marido a Jeff y a Pamela, y les explicó que la familia acababa de pasar unas vacaciones en Nueva York. Quiso saber si Jeff o Pamela iban alguna vez a Atlanta y les advirtió que si lo hacían, pasaran a verla. Les indicó que su apellido de casada era Christiansen y les dio la dirección y el teléfono. Inquirió luego cómo se llamaría la nueva película para ir a verla y recomendársela a todos sus amigos. El taxi se alejó y Jeff y Pamela se cogieron del brazo y se abrazaron con fuerza. Sonrieron mientras iban por la Quinta Avenida en dirección a Pierre, pero en sus ojos se reflejaba una pena mutua por todos los mundos que habían conocido y que ya no volverían a ver.
Jeff se sirvió otra copa de Montecillo y observó cómo el sol poniente iba resaltando la costa rocosa hacia el oeste. Debajo del acantilado en cuya cima se encontraba la casa, más allá de unos campos con almendros y olivos, alcanzó a divisar las barcas de los pescadores que regresaban a la aldea de rojos techos del Puerto de Andraitx. Un giro en la brisa aún cálida de octubre hizo que el aroma del Mediterráneo entrara repentinamente por la ventana abierta, y fuera a mezclarse con el olorcillo sustancioso de la paella que hervía en la cocina, a sus espaldas.
—¿Más vino? —gritó.
Pamela se asomó a la puerta de la cocina empuñando una enorme cuchara de madera. Negó con la cabeza.
—La cocinera tiene que estar sobria. Al menos hasta que la cena esté servida.
—¿Seguro que no quieres que te ayude?
—Bueno, si quieres, podrías cortar unos pimientos. Lo demás ya está prácticamente a punto.
Jeff se fue a la cocina y se puso a cortar los pimientos rojos en finas tiras. Pamela hundió la cuchara en la paella de hierro y se la ofreció para que probara. Jeff sorbió el sabroso caldo rojizo y masticó un trozo tierno de calamar.
—¿Le he puesto demasiado azafrán? —preguntó ella.
—Está perfecto.
Pamela sonrió satisfecha y le hizo señas para que sacara los platos. Él obedeció aunque resultaba complejo moverse en aquella cocina tan diminuta. La casita de la colina era un «chalet» únicamente para la inmobiliaria a la que se la habían alquilado; era mucho más pequeña y más sencilla de lo que daba a entender el término. Pero Pamela la había elegido como residencia temporal con un único propósito en mente. Jeff trataba de pensar en ello lo menos posible, pero le costaba pasarlo por alto. Pamela vio la expresión de sus ojos y le pasó la punta de los dedos por la mejilla.
—Anda —le dijo—, es hora de comer.
Él le pasó los platos para que sirviera la paella humeante y luego él colocó encima del delicioso guiso de mariscos y guisantes las tiras de pimiento que había cortado. Llevaron los platos a la mesa que había junto a la ventana de la habitación principal. Pamela encendió unas velas y puso una cinta con el Concierto de Aranjuez, interpretado por Laurindo Almeida, mientras Jeff servía más vino. Cenaron en silencio, viendo cómo se encendían las luces de la aldea de pescadores que había más abajo. Cuando terminaron, Jeff retiró los platos mientras Pamela ponía una bandeja con queso manchego y lonchas de melón. Él picoteó de mala gana el postre, mientras tomaba sorbitos de brandy Soberano de su copa y volvía a intentar sin éxito de no pensar en el motivo por el que habían viajado a Mallorca.
Me voy mañana por la mañana —dijo él al fin—. No hace falta que me lleves en coche; puedo coger una barca hasta Palma y de ahí un taxi al aeropuerto. Ella se inclinó sobre la mesa y lo cogió de la mano.
—Sabes que quiero que te quedes.
—Ya lo sé. Pero no quiero… obligarte a pasar por esto.
Pamela le apretó la mano.
—Podré soportarlo. Yo me quedaría contigo, estaría contigo… Sin embargo, si tuvieras que irte tú primero, no querría estar presente cuando pasara. Así que entiendo cómo te sientes. Y respeto tu deseo.
Jeff carraspeó, echó un vistazo a la habitación de tonos terrosos. Bajo la pálida luz de las velas no podía más que pensar que aquel sitio tenía justamente el aspecto de lo que era, un lugar para morir. Era el mismo lugar en el que ella había muerto veinticinco años antes y donde moriría otra vez dentro de dos semanas y, poco después, a él también le fallaría otra vez el corazón.
—¿Adonde vas a ir tú? —le preguntó Pamela en voz baja.
—Supongo que a Montgomery Creek. Creo que tienes razón al elegir un lugar aislado para…, para dejar que ocurra. Un lugar especial.
Ella le regaló una sonrisa cálida y abierta, llena de ternura y alegría.
—¿Te acuerdas de aquel día en que me presenté en tu cabaña? Cielos, qué miedo tenía.
—¿Miedo? —inquirió Jeff, sonriendo a su vez—. ¿De qué?
—De ti, supongo. De lo que ibas a decirme, de cómo reaccionarías. La última vez que te había visto en Los Ángeles te habías enfadado tanto conmigo que pensé que seguirías enfadado.