—Siéntese, señor Winston. Tengo entendido que quería hablar de Starsea Productions como una posibilidad de inversión.
Directa al grano, nada de preámbulos y conversaciones vacilantes. Igual que una mujer empresaria de mediados de los ochenta, pero en 1974.
—Efectivamente. Poseo un exceso de capital que…
—Permítame que le aclare un punto desde el principio, señor…
—Llámeme Jeff, por favor. —Pasó por alto aquel intento de romper el hielo y de imponer a la entrevista un tono más familiar y prosiguió con lo que estaba diciendo.
—Mi empresa cuenta con una total financiación privada y goza de una situación saneada. Le he concedido esta entrevista por pura cortesía hacia un amigo, pero si lo que quiere es invertir en la industria del cine, me temo que ha venido al lugar equivocado. Si lo desea, mi abogado le confeccionará una lista de algunas de las otras productoras que estarían…
—A mí me interesa Starsea, no la industria del Cine en general.
—Si en algún momento nuestra empresa llegara a cotizar en bolsa, me encargaré de que su agente reciba una oferta. Pero hasta que no llegue ese momento…
Se levantó de su mesa y tendió la mano dispuesta a despedirlo.
—¿Es que no siente siquiera curiosidad por mi interés?
—La verdad es que no, señor Winston. Desde que estrenamos la película en diciembre, ha generado mucho interés en los medios más diversos. En estos momentos, he centrado mis energías en otros proyectos. —Volvió a tenderle la mano y añadió—: De manera que si no le importa, tengo una agenda muy apretada y…
Se lo estaba poniendo más difícil de lo que había esperado; no le quedó más remedio que lanzarse al ruedo.
—¿Qué me dice de La guerra de las galaxias! —le preguntó—. ¿Va a intervenir su empresa en el proyecto?
La mujer entrecerró los ojos verdes.
—Señor Winston, en esta ciudad circulan constantemente rumores sobre las películas futuras. Yo en su lugar, no haría caso de todo lo que oiga en la piscina del Bel-Air. —Jeff pensó que ya que estaba podía ir hasta el fondo.
—¿Y Encuentros en la tercera fase? —inquirió—. No estoy seguro de que Spielberg quisiera hacerla en este momento…, ¿usted qué opina? Podría parecer una mala secuela de Starsea.
La ira no abandonaba la mirada de la mujer, pero en ella se veía ahora algo más. Se sentó, se reclinó en su silla y lo miró con cautela.
—¿Dónde ha oído ese título?
Le devolvió la mirada y no contestó a la pregunta.
—Pero E.T. —comentó locuazmente— es algo completamente distinto. No veo conflicto alguno entre las dos películas. Lo mismo puede decirse de En busca del arca perdida, claro. Una película que no guarda ninguna relación con la anterior. Pero la primera secuela de ésa fue muy mala. Quizá pueda usted hablar del tema con él. Había logrado captar su atención. Se acariciaba nerviosamente la garganta y en su rostro no se reflejaba más que asombro.
—¿Quién es usted? —le preguntó Pamela Phillips con un hilo de voz—. ¿Quién diablos es usted?
—Tiene gracia, yo me estaba haciendo la misma pregunta.
La casa que tenía Pamela en Topanga Canyon era difícilmente accesible y estaba tan aislada como puede estarlo una vivienda que se encuentra tan próxima a una gran ciudad; se hallaba en el centro de un terreno de dos hectáreas rodeado de vegetación: Jacarandas, limoneros, vides, zarzamoras…, todo crecía sin control en una maraña indisciplinada.
—Debería podar un poco las plantas —le sugirió Jeff mientras se abrían paso hacia la casa en el Land Rover de ella.
Pamela manejaba el vehículo de doble tracción con confianza; no se percataba o no le importaba lo incongruente que se veía en él con la elegante falda gris y las uñas pintadas. Había puesto la chaqueta del traje en el asiento trasero y se había quitado los zapatos de un puntapié para poder apretar mejor el embrague, pero por lo demás seguía teniendo aspecto de encontrarse en la sala de juntas de una empresa de seguros más que conduciendo su cuatro por cuatro por un camino de tierra, junto a un cañón indómito.
—Crecen así —dijo, encogiéndose de hombros—. Si quisiera un jardín ordenado, viviría en Beverly Hills.
—Es una pena, se le echa a perder un montón de fruta buena. La fruta que necesito la compro en el Farmer's Market.
Jeff dejó el tema. Que hiciera lo que quisiese con sus tierras, pero a Jeff le mortificaba ver tanta exuberancia acabar en simientes. Seguía sin saber demasiado sobre ella. Después de verificar concisamente sus sospechas, que ella también vivía un replay, ella había insistido en conocer su historia desde el principio y lo había interrumpido con frecuencia para acribillarlo a preguntas. Jeff se había guardado muchos detalles, evidentemente, sobre todo algunos de los episodios con Sharla, y todavía no había averiguado nada de las experiencias de Pamela. Estaba claro, sin embargo, que se trataba de una persona con muchas contradicciones. Algo que tenía sentido; porque a él le pasaba lo mismo. ¿Cómo podía ser de otro modo?
La casa estaba amueblada con sencillez, pero era cómoda; el techo era de vigas de roble y en un lateral había un ventanal que daba a la jungla enmarañada de sus tierras y desde él se veía a lo lejos el mar. Al igual que en su despacho, las paredes de su casa estaban decoradas con mándalas enmarcadas de diversos tipos: de los navajos, de los mayas, de los indios orientales. Junto a la ventana había un amplio escritorio con pilas de libros y libretas, y en su centro había un voluminoso aparato de color verde grisáceo con una pantalla de vídeo, un teclado y una impresora. Frunció el ceño y lo miró con curiosidad. ¿Qué hacía con un ordenador personal en esa época? Todavía no había…
—No es un ordenador —le explicó Pamela—. Es un procesador de textos Wang 1200, uno de los primeros. No tiene unidad de disco, sólo cassetes, pero aun así, es mejor que una máquina de escribir. ¿Quiere una cerveza?
—Sí.
Seguía un tanto sorprendido de que hubiera adivinado tan deprisa lo que estaba pensando mientras miraba el aparato. Después de tantos años, tardaría en acostumbrarse a estar en presencia de alguien que compartía su extraordinario marco de referencia.
—La nevera está por ahí —le dijo, señalando en dirección de la cocina—. Tráigame una para mí también, mientras voy a quitarme este disfraz.
Pamela se dirigió hacia la parte trasera de la casa con los zapatos en la mano. Jeff encontró la cocina y abrió dos botellas de Beck's. Mientras esperaba a que se cambiase, repasó sus estantes de libros y discos. No daba la impresión de leer mucha narrativa ni que escuchara demasiada música popular. En su mayor parte sus libros trataban de biografías, ciencias, y el aspecto empresarial de la industria cinematográfica: entre los discos predominaban obras de Bach, Handel y Vivaldi. Pamela volvió a la sala vestida con unos téjanos gastados y una sudadera holgada de la USC, cogió la cerveza que él le ofrecía y se dejó caer en un sillón basculante.
—Lo que me contaste sobre el avión que casi se viene abajo fue una tontería.
—¿Por qué lo dices?
—Al final de mi segundo ciclo, cuando me di cuenta de que quizá volvería a repetirse, memoricé una lista de los accidentes de avión ocurridos desde 1963. Y también de hoteles incendiados y de accidentes de tren, terremotos y…, en fin, de los principales desastres.
—Ya había pensado en hacer lo mismo.
—Pues tendrías que haberlo hecho ya. En fin, ¿qué pasó después? ¿Qué has hecho desde entonces?
—¿No te parece que todo esto es un tanto unilateral? Siento la misma curiosidad que tú por saber qué fue de ti.
—Termina tu historia y así pasaremos a la mía.
Se acomodó en un sofá, delante de ella, e intentó explicarle su exilio voluntario de los últimos nueve años: su sentido ascético de la unión con las cosas que crecían de la tierra, la fascinación que ejercía en él su eterna simetría en el tiempo: seres vivos que se marchitaban para que otros pudieran florecer, flores y frutos verdes que brotaban llenos de vida de las vides retorcidas del año anterior.
Ella asintió pensativa, concentrada en una de sus intrincadas mándalas.
—¿Has leído a los hindúes? —le preguntó—. ¿El Rigveda, los Vpanisadsl?
—Sólo el Bhagavad-Gita. Y de eso hace mucho, mucho tiempo.
—«Tú y yo, Arujna» —citó con facilidad—, «hemos vivido muchas vidas. Yo las recuerdo todas, tú no recuerdas.» —Los ojos le brillaron de emoción—. Hay veces en que creo que estaban hablando de nuestra experiencia, no de la reencarnación en una escala lineal de tiempo, sino de retazos de toda la historia del mundo repetidos ocasionalmente una y otra vez…, hasta que nos damos cuenta de lo que está pasando y logramos restaurar el flujo normal.
—Pero hace tiempo que lo sabemos y sin embargo sigue ocurriendo.
—Quizá seguirá ocurriendo hasta que todo el mundo lo sepa —dijo en voz baja.
—No lo creo, los dos lo supimos en seguida, y según parece o lo reconoces o no lo reconoces. Los demás continúan siguiendo las mismas estructuras.
—Salvo las personas cuyas vidas tocamos. Podemos introducir cambios. Jeff sonrió cínicamente.
—¿De modo que somos los profetas, los salvadores? Ella miró el mar y repuso:
—Tal vez lo seamos. —Jeff se irguió en el asiento y la miró fijamente.
—Espera un momento, esa película tuya no tratará de esto, ¿verdad? ¿No será una trampa para…? ¿No estarás planeando…?
—No estoy segura de lo que estoy planeando, al menos de momento. Ahora que has aparecido tú, todo cambia. No me lo esperaba.
—¿Qué pretendes hacer, iniciar una especie de culto? ¿No sabes acaso el desastre que…?
—¡Yo no sé nada! —le espetó—. Estoy tan confundida como tú y sólo quiero entender mi vida. ¿Pretendes acaso darte por vencido sin intentar siquiera averiguar lo que significa?
—¡Pues adelante! Vuelve a tu condenada granja y sigue vegetando, pero no me digas cómo tengo que manejar esto, ¿vale?
—Sólo te ofrecía un consejo. Dadas las circunstancias, ¿conoces a alguien más que esté en condiciones de hacerlo? —Lo miró iracunda, la rabia no se le había pasado aún.
—Ya hablaremos luego. ¿Quieres oír mi historia o no?
Jeff se hundió en los mullidos cojines y la miró con cautela.
—Claro que sí —repuso sin emoción.
No había manera de adivinar qué podía enfadarla. Entendía por todo lo que había pasado, podía ser indulgente. Bruscamente, ella hizo un gesto afirmativo con la cabeza y dijo:
—Traeré más cerveza.
Jeff se enteró de que Pamela Phillips había nacido en Westport, Connecticut, en 1949; era hija de un acaudalado agente de la propiedad inmobiliaria. Había tenido una niñez normal, las enfermedades habituales, las alegrías y traumas propios de la adolescencia. Había estudiado arte en el Bard College a finales de los sesenta, había fumado mucho chocolate, participado en la marcha a Washington y dormido por ahí tanto como cualquier otra joven mujer de su generación. Fiel a las formas, «había sentado la cabeza» poco después de la dimisión de Nixon; se había casado con un abogado y se había mudado a New Rochelle. Tuvo dos hijos, un niño y una niña. Sus preferencias literarias se inclinaron hacia las novelas románticas, cuando tenía ocasión se dedicaba a la pintura y, de vez en cuando, participaba en alguna obra de caridad. Le había preocupado el no tener una carrera. Ocasionalmente, cuando sus hijos dormían, se fumaba algún porro a escondidas y para mantenerse en forma practicaba aerobic.
Había muerto de un ataque al corazón a los treinta y nueve años. En octubre de 1988.
—¿Qué día? —le preguntó Jeff.
—El dieciocho. El mismo día que tú. pero a la una y cuarto.
—Nueve minutos más tarde —aclaró él con una sonrisa—. Has visto el futuro más que yo.
El comentario casi le arrancó una sonrisa.
—Fueron nueve minutos de lo más aburridos —le dijo ella—. Exceptuando la muerte.
—¿Dónde te despertaste?
—En la salita de la casa de mis padres. El televisor estaba encendido, daban un reestreno de A/y Hule Margie. Tenía catorce años.
—Caray, ¿qué hiciste…? ¿Estaban tus padres en casa?
—Mi madre había salido de compras. Mi padre no había vuelto del trabajo. Me pasé una hora deambulando por la casa como en una nube, repasando la ropa de mi armario, hojeando el diario que había perdido cuando me fui a la universidad…, mirándome en el espejo. No podía parar de llorar. Creía que seguía muerta, y que aquella era una extraña forma que tenía Dios de permitirme un último atisbo del tiempo que había transcurrido en la tierra. La puerta principal me tenía aterrorizada, creía que si la trasponía me encontraría en el cielo, o el infierno, o el limbo, no lo sé.
—¿Eras católica?
—No, por la cabeza me daban vueltas todas estas imágenes y temores vagos. El olvido es una palabra que lo describe mejor, porque eso era lo que esperaba encontrarme si salía. Bruma, la nada…, la muerte. Entonces llegó mi madre a casa, entró por la puerta que tanto miedo me inspiraba. Creí que era una especie de espectro disfrazado que había venido a arrastrarme al juicio final y empecé a gritar.
»Le costó muchísimo calmarme. Llamó al médico de la familia y cuando vino a verme me puso una inyección, probablemente de Demerol, y me quedé planchada. Cuando volví a despertarme, mi padre está de pie, al lado de la cama, mirándome con cara de preocupado, y es entonces cuando empecé a darme cuenta de que no me había muerto. No quiso que me levantara, pero yo bajé corriendo la escalera, abrí la puerta principal y salí al patio en camisón…, y claro, todo estaba perfectamente normal. El barrio estaba tal como lo recordaba. El perro de la casa de al lado se me acercó dando saltos a lamerme la mano y por algún motivo volví a echarme a llorar.
»Me pasé toda la semana siguiente sin ir a la escuela, tumbada en mi habitación, haciéndome la enferma y pensando. Al principio intenté dilucidar qué había pasado, pero no tardé en decidir que sería una tarea inútil. Después, cuando los días fueron pasando y comprobé que nada cambiaba, me puse a planificar lo que iba a hacer.
«Acuérdate que no tenía tus mismas opciones; sólo tenía catorce años, seguía viviendo con mis padres y cursaba el bachillerato. No podía apostar a los caballos ni mudarme a París. Estaba atrapada.
—Debió de haber sido horrible —dijo Jeff en tono comprensivo.
—Lo fue, pero me las arreglé. No me quedaba más remedio. Me convertí en… me esforcé por convertirme otra vez en una niña, traté de olvidar por todo lo que había pasado en mi otra vida, la universidad, el matrimonio, los hijos…