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Authors: Ken Grimwood

Tags: #Ciencia Ficción

Volver a empezar (21 page)

Hizo una pausa y miró el suelo. Jeff pensó en Gretchen y tendió la mano para posarla sobre el hombro de Pamela. Ella se encogió y él retiró la mano.

—En fin —prosiguió—, al cabo de unas semanas, de un par de meses, aquella primera existencia se fue haciendo cada vez menos nítida en el recuerdo y al final acabó pareciéndome un largo sueño. Volví a la escuela y empecé a aprenderlo todo otra vez, como si jamás lo hubiera estudiado. Me volví muy tímida y empollona; completamente diferente a como había sido la primera vez. No salía nunca con chicos, ni me quedaba por ahí haciendo el indio con los compañeros de entonces. No soportaba los recuerdos o visiones en los que veía a los adultos en que se convertirían mis amigos al cabo de unos años. Quería borrarlo por completo, fingía no poseer ese tipo de conocimiento.

—¿Alguna vez se lo contaste a alguien?

Bebió un trago de cerveza y contestó con un movimiento afirmativo de la cabeza.

—Después del ataque de histeria que me dio cuando resucité, mis padres me mandaron a una psiquiatra. Al cabo de unas cuantas sesiones pensé que podía confiar en ella y traté de explicarle todo lo que me había pasado. Me sonreía, hacía unos ruidos para darme ánimos y se mostraba muy comprensiva, pero sabía que pensaba que se trataba de una fantasía. Claro que yo también quería creer lo mismo… y en eso fue lo que se convirtió. Hasta que le conté lo de Kennedy una semana antes de que ocurriera.

»Aquello la desconcertó por completo. Se enfadó mucho y no quiso volver a verme. No logró asimilar el hecho de que le hubiera descrito el asesinato con lujo de detalles, que aquella «fantasía» mía se hubiera convertido de repente en una realidad de lo más horrenda y devastadora.

Pamela miró a Jeff un instante, sin decir palabra.

—A mí también me dio miedo —siguió diciendo—. No sólo que supiera que iban a matarlo, sino porque estaba tan segura de que lo había hecho Lee Harvey Oswald. Nunca había oído hablar del tal Nelson Bennett, claro, no tenía idea de que tú habías ido a Dallas para interferir del modo en que lo hiciste, y a partir de entonces, me cambió por completo el sentido de la realidad. Fue como si en un momento dado supiera todo sobre el futuro y así de repente, al momento siguiente, no supiera absolutamente nada. Me vi en un mundo diferente, con reglas diferentes. Podía ocurrirme cualquier cosa, que se murieran mis padres, que hubiera una guerra nuclear o bien, al nivel más simple, que me convirtiera en una persona totalmente distinta de la que había sido, o que había imaginado.

»Fui a la universidad de Columbia en lugar de ir a la de Bard, me licencié en biología y luego entré en la facultad de medicina. Me costó mucho. Nunca me había interesado demasiado la ciencia, en mi primera vida había tenido una formación artística. Pero por esa misma razón, aquello me resultaba más interesante, porque no estaba repitiendo lo mismo que había estudiado antes. Estaba aprendiendo un campo absolutamente nuevo, un nuevo mundo acorde con mi nueva existencia.

»No tenía mucho tiempo para reuniones sociales, pero cuando hacía la residencia en el Columbia Presbyterian, conocí a un joven ortopedista que…, bueno, no es que me recordara a mi primer marido, pero tenía un entusiasmo parecido, el mismo tipo de empuje. Sólo que en esta ocasión teníamos algo en común, nuestra devoción por la medicina. Antes, apenas sabía lo que hacía mi marido diariamente, y él había dado por sentado que a mí no me interesaría, por eso nunca hablaba de su trabajo legal conmigo. Pero con David, el ortopedista, me pasó justo lo contrario. Podíamos hablar de todo. Jeff la miró con aire inquisitivo.

—¿No querrás decir que…?

—No, no. Nunca le conté lo que me había pasado. Me habría tomado por loca. Yo seguía tratando de quitármelo de la cabeza. Quería enterrar todos aquellos recuerdos y hacer como si nunca hubieran existido.

»David y yo nos casamos en cuanto terminé la residencia. Él era de Chicago y nos volvimos para allí. Él se puso una consulta particular y yo trabajaba en la unidad de cuidados intensivos del hospital Children's Memorial. Después de haber perdido irremediablemente a mis hijos —ya sabes lo que significa—, traté de retrasar todo lo posible el tener otros, entretanto, tenía a mi disposición un hospital entero lleno de hijos e hijas adoptivos que me necesitaban con desesperación y… En fin, que fue una carrera sumamente gratificante. Hacía justamente lo que había soñado hacer cuando fui un ama de casa frustrada en New Rochelle, utilicé la cabeza para cambiar el mundo para mejor, para salvar vidas…

Se le quebró la voz. Carraspeó y cerró los ojos.

—Y entonces te moriste —dijo Jeff en voz baja.

—Sí, volví a morirme. Y volví a tener catorce años y a sentirme completamente impotente para cambiar nada. Quiso decirle cuánto la comprendía, que sabía que el dolor más profundo lo había constituido el ser consciente de que los niños enfermos y moribundos que había atendido estaban destinados a pasar otra vez por aquel sufrimiento, porque todos los esfuerzos que había hecho por ayudarlos se habían esfumado en la nada; pero no le hizo falta expresarlo con palabras. El dolor estaba reflejado en su rostro y él era la única persona en la tierra capaz de comprender lo profundo de su pérdida.

—¿Por qué no hacemos una pausa? —sugirió Jeff—. Vamos a comer algo a algún sitio. Después de cenar me contarás el resto.

—De acuerdo —dijo, agradecida por la interrupción—. Puedo preparar algo.

—No hace falta. Vayamos a uno de esos restaurantes en los que sirven mariscos que vimos en la autopista de la Costa del Pacífico.

—No me importa cocinar, de veras… Jeff negó con la cabeza.

—Insisto, yo invito.

—Bueno…, tendré que volver a cambiarme.

—Así en téjanos vas bien. Ponte unos zapatos si quieres darle un toque más formal. Por primera vez desde que la conoció, Pamela lanzó una sonrisa.

Cenaron sentados en una mesa apartada de un porche exterior desde donde se veían las olas. Cuando terminaron y mientras tomaban café con Grand Marnier, la luna se elevó sobre el Pacífico. Se reflejaba en los cristales de las ventanas que había en el fondo del restaurante y su blanco redondel parecía fundirse en la negrura del mar.

—Mira —le dijo Jeff indicándole la ilusión óptica—. Es como…

—…el cartel de Starsea. Ya lo sé. ¿De dónde crees que saqué la idea para el dibujo?

—Grandes mentes —dijo Jeff con una sonrisa, al tiempo que levantaba su copa de licor proponiéndole un brindis.

Pamela vaciló, pero luego levantó su copa y la chocó contra la suya.

—¿De veras te gustó la película? —inquirió ella—. ¿O fue sólo una treta para averiguar quién era yo?

—No hace falta que lo preguntes —repuso con sinceridad—. Sabes bien que la película es muy buena. Me conmovió tanto como a cualquiera, pero estoy seguro de que nadie se sorprendió tanto de verla como yo.

—Ahora sabes cómo me sentí aquella primera vez cuando alguien de quien nunca había oído hablar mató al presidente Kennedy. ¿Qué significado te parece que pudo haber tenido? ¿Por qué tuvo lugar el asesinato a pesar de lo que hiciste para impedirlo?

Jeff se encogió de hombros y repuso:

—Hay dos posibilidades. Una, que tal vez hubiera una conspiración a gran escala para asesinar a Kennedy y que Oswald fuera un personaje menor del que podían prescindir. Quienquiera que lo planeara tenía a Bennett esperando entre bambalinas por si algo salía mal, y probablemente, no fuera el único suplente. Todo fue arreglado minuciosamente de antemano, hasta el detalle de que Jack Ruby se cargara a quien le tocara actuar. La eliminación de Oswald del panorama no fue más que un inconveniente menor para quienes estaban detrás de la trama. Kennedy habría muerto hiciera lo que yo hiciera, porque estaban demasiado bien organizados como para que nada ni nadie se lo impidiera a quienquiera que estuviera detrás del asunto.

»Ésa es una posibilidad. La otra es menos específica, pero tiene unas consecuencias más serias para ti y para mí, y es la que yo tiendo a creer.

—¿Y cuál sería?

Que es imposible que utilicemos nuestra presciencia para introduclr cambios importantes en la historia. Lo que podemos hacer tiene ciertos límites; no sé cuáles son, ni cómo nos son impuestos, pero creo que existen.

—Pero tú creaste un conglomerado internacional de empresas. Fuiste propietario de compañías importantísimas que nunca antes tuvieron nada que ver con…

—Pero nada de eso afectó el curso general de los acontecimientos —respondió Jeff—. Las empresas existieron como siempre, produjeron los mismos productos, emplearon a las mismas personas. Lo único que hice yo fue reconducir un poco el flujo de beneficios en mi dirección. Los cambios en mi propia vida fueron extraordinarios, pero en el orden más general de las cosas, lo que hice fue insignificante. Fuera del mundo financiero, la mayoría de la gente, incluida tú, ni siquiera sabía que yo existía. Pamela retorció la servilleta con aire pensativo.

—¿Qué me dices de Starsea? La mitad de la gente del planeta la ha visto. He introducido un nuevo concepto según el cual la humanidad se ve de un modo distinto en relación con el universo.

—Arthur Knight en Variety, ¿no es así?

Pamela se sonrojó y levantó una mano para ocultarlo.

—Me leí todas las críticas antes de verte. Es una estupenda película, lo reconozco, pero no es más que un pasatiempo. Los ojos de Pamela reflejaban la luz de la luna y al mirarlo notó en ellos unos destellos de rabia y orgullo herido.

—Podría ser mucho más. Podría ser el comienzo de… —Hizo una pausa para calmarse y luego añadió—: Da igual. No comparto tu pesimismo sobre nuestras habilidades; dejémoslo así. ¿Quieres oír lo de mi segundo… replay? Porque es así como llamas tú a los ciclos, ¿no?

—Es como pienso en ellos. Se trata de un nombre tan bueno como otro cualquiera. ¿Tienes ganas de continuar con tu historia?

—Tú me has contado tus experiencias, de modo que muy bien puedo ponerte al corriente de las mías.

—¿Y después qué?

—No lo sé. Al parecer, nuestras actitudes son muy diferentes.

—Pero no hay nadie más con quien podamos comentarlo, ¿verdad?

—Déjame terminar con lo que te estaba contando, ¿de acuerdo?

Había cortado a tiras la servilleta de papel y luego se había dedicado a hacer bolas con los trocitos y a apilarlas en el cenicero.

—Adelante —le dijo Jeff—. ¿Quieres otra copa? ¿Otra servilleta, quizá?

Pamela le lanzó una mirada incisiva tratando de encontrar algún sarcasmo en sus palabras. Al comprobar que no lo había, asintió una vez. Jeff hizo un movimiento circular en el aire para llamar a la camarera y pedirle otra ronda de Grand Marnier.

—Cuando pasé por mi segunda muerte —comenzó a decir Pamela —el sentimiento que predominaba en mí fue la ira. En cuanto desperté en casa de mis padres, otra vez con catorce años, supe exactamente lo que estaba ocurriendo, si bien ignoraba el motivo. Me entraron ganas de romper algo. Quería gritar de rabia, no de miedo. Sentí lo mismo que tú en tu tercera repetición. Todo me pareció una pérdida de tiempo, la facultad de medicina, el hospital, los niños que había tratado… todo carecía de sentido.

»Me volví sumamente rebelde con mi familia, incluso malvada. Había vivido como adulta más años que mi madre y mi padre juntos, me había casado dos veces, me había hecho una carrera como médico. Y ahí me tenías otra vez, desde el punto de vista legal era una niña, sin derechos ni alternativas. Le robé dinero a mis padres y me fugué de casa. Pero fue horrible, nadie me quiso alquilar un apartamento, no podía conseguir trabajo. Una niña de esa edad y sola no puede hacer nada más que vagar por las calles y no quise obligarme a pasar por ese infierno. Así que volví arrastrándome a Westport, desesperada e increíblemente sola. Regresé a la escuela y detesté cada momento que pasé en ella, me catearon en la mitad de las asignaturas porque no soportaba volver a memorizar por tercera vez aquellas asquerosas fórmulas algebraicas.

»Me mandaron a la psiquiatra que había visto ya, a la que se había puesto tan mal cuando se enteró de que yo sabía lo del asesinato de Kennedy. Esta vez no le dije nada real sobre mí misma. A esas alturas ya me había estudiado todos los textos corrientes sobre psicología y desarrollo del niño, así que me limité a darle las respuestas que me constaban que iban a dejarme como una adolescente confundida «que está pasando por una mala etapa», sin salirme de los cauces normales.

Hizo una pausa cuando llegó la camarera a servirles las copas, esperó a que la chica se alejara de la mesa antes de continuar con su relato.

—Para mantener intacta mi cordura, volví a mi primer amor, la pintura. Mis padres me compraron todos los materiales que les pedía, y les pedí de todo. Pero estaban orgullosos de mi arte; era la única cosa que hacía que consideraban constructiva. Daba igual que les bebiera a escondidas la ginebra del mueble bar, que me pasara prácticamente la noche entera en la calle con muchachos veinteañeros y que cada semestre, en la escuela me admitieran a prueba por mis malas notas. Se dieron por vencidos y no intentaron más controlarme. Comprendían que tras mi mal comportamiento había algo muy fuerte e intencionado contra lo cual no podían luchar. Pero yo tenía talento, un talento real que trabajé con tanto empeño como había trabajado para ser médico. Mis padres no podían pasar por alto ese aspecto, nadie podía.

»Dejé el bachillerato a los diecisiete y mis padres me buscaron una escuela de arte en Boston, dispuesta a aceptarme en función de mi carpeta de trabajos y no de mi espantoso expediente académico. Y allí empecé a florecer; finalmente pude volver a vivir como adulta. Compartí un desván con una de las chicas mayores de la escuela, empecé a salir con mi profesor de composición y a pintar día y noche. Mi trabajo estaba plagado de imágenes extrañas, brutales incluso, niños deformados tragados por un negro torbellino, primeros planos fotográficos de hormigas saliendo de incisiones quirúrgicas…, temas fuertes, que no tenían nada de infantil. Nadie sabía qué hacer conmigo.

«Organicé mi primera exposición en Nueva York, cuando tenía veinte años. Ahí conocí a Dustin. Me compró dos cuadros y después, cuando cerró la galería, nos fuimos a tomar una copa. Me contó que había…

—¿Dustin? —inquirió Jeff, interrumpiéndola.

—Dustin Hoffman.

—¿El actor?

—Sí. En fin, que le gustaron mis pinturas y a mí siempre me había impresionado su trabajo. Ese año acababan de estrenar Cowboy de medianoche, y me tuve que recordar en repetidas ocasiones que no debía comentarle nada sobre Kramer contra Kramer ni sobre Tooísie. Simpatizamos desde el primer momento. Empezamos a vernos cada vez que él venía a Nueva York. Nos casamos un año más tarde. —Jeff no logró disimular su expresión de divertida sorpresa.

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