—¿Te casaste con Dustin Hoffman?
—Sí, en una de las versiones de mi vida —repuso con un deje de fastidio—. Es un hombre muy agradable, muy brillante. Claro que ahora sólo me conoce como guionista y productora; no tiene ni idea de que vivimos siete años juntos. Fíjate que me lo encontré en una fiesta justamente el mes pasado. Resulta extraño el que una persona con la que has intimado tanto, con la que has pasado tanto tiempo, te vuelva a ver y no te reconozca en absoluto.
»En fin, que en general fue un buen matrimonio; nos respetábamos, nos apoyábamos en nuestros diferentes objetivos… Yo continué pintando y alcancé un moderado éxito. Mi obra más conocida fue un tríptico titulado Ecos de los yoes pasados y futuros. Era…
—¡Dios santo, ya lo sé! ¡Lo vi en el museo Whitney, en un viaje a Nueva York que hice con Judy, mi tercera mujer! A ella le encantó, pero no entendía bien por qué a mí me impactó tanto. ¡Caray, si me compré una reproducción de ese cuadro, la enmarqué y la colgué en mi estudio encima de mi escritorio! De eso me sonaba tu nombre.
—Fue mi última gran obra. Después de aquel cuadro fue como si… como si me hubiera secado, no sé. Eran tantas las cosas que quería expresar, pero una de dos, o no me atrevía o ya no lograba volcarlo en el lienzo. No sé si me falló el arte o fue al revés, pero básicamente dejé de pintar alrededor de 1975. Ese mismo año, Dustin y yo nos separamos. Nada sonado, sencillamente la cosa estaba terminada y los dos lo sabíamos. Igual que pasó con mi pintura.
»Supongo que tenía que ver con el hecho de que me encontraba en mitad de mi replay, y que sabía que cuanto yo lograra acabaría borrado por completo dentro de unos pocos años. Me convertí entonces en una especie de mariposa, fui dando vueltas por el mundo en compañía de gente como Roman Polanski, Lauren Hutton y Sam Shepard. Con ellos lograba una sensación de…, de comunidad transitoria, era una red de amistades interesantes que nunca llegaron a ser demasiado íntimas y que podían terminarse o volver a iniciarse en cualquier momento, según tu humor y el país en el que te encontraras en un momento dado. En realidad, no tenía importancia.
—Nada tiene importancia —dijo Jeff—. Me he sentido así en más de una ocasión.
—Es una forma deprimente de vivir —comentó Pamela—. Tienes la ilusión de la libertad, de la franqueza, pero al cabo de un tiempo todo se difumina y se funde. La gente, las ciudades, las ideas, los rostros…, todos forman parte de una realidad cambiante que nunca llega a estar del todo enfocada y que jamás conduce a ninguna parte.
—Ya sé a qué te refieres —dijo Jeff pensando en su alocada experiencia sexual con Sharla—. Parece adecuada a tus circunstancias, pero sólo en teoría. En la realidad no funciona demasiado bien.
—No. Pues como te decía, me pasé dando vueltas así varios años, y cuando llegó el momento, alquilé una casita tranquila y aislada en Mallorca. Me pasé allí un mes sola, esperando morirme. Y me prometí…
Ese mes decidí que la vez siguiente, esta vez. las cosas serían diferentes. Que debía causar un impacto en el mundo, cambiar las cosas.
Jeff la miró con escepticismo.
—Ya lo habías intentado cuando fuiste médico. Y en tu siguiente replay los niños que habías tratado estaban condenados a volver a experimentar el mismo dolor. Nada había cambiado.
Pamela meneó la cabeza con impaciencia.
—Es una falsa analogía. En el hospital, me limité a poner remiendos a unos cuantos individuos. Fue un trabajo puramente físico y limitado en su alcance. Bienintencionado, pero inútil.
—Y ahora quieres salvar el alma colectiva del mundo, ¿no es así?
—Quiero despertar a la humanidad a lo que está ocurriendo. Quiero enseñarle a que cobre conciencia de estos ciclos, del mismo modo que tú y yo somos conscientes de ellos. Es la única manera de que podamos salimos del círculo, ¿no te das cuenta?
—No —repuso Jeff, lanzando un suspiro—. No me doy cuenta. ¿Qué te hace pensar que a la gente se le puede enseñar a llevar esa conciencia de una repetición a la siguiente? Tú y yo hemos pasado por esto tres veces, y desde el principio hemos sabido lo que nos ocurría. Nadie tuvo que decírnoslo.
—Creo que lo que se pretende de nosotros es que lideremos a los demás. Al menos eso creo de mí misma; jamás esperé que aparecieras tú. ¿Es que no te das cuenta de la misión importante que se nos ha encomendado?
—¿Quién o qué nos la ha encomendado? ¿Dios? Esta experiencia me ha permitido darme cuenta de que estoy cada vez más de acuerdo con lo que decía Camus: Si hay un Dios, yo lo detesto.
—Llámalo Dios, llámalo Atman, llámalo como quieras. Ya conoces el Gita: La mente recordada está despierta en la sabiduría del Atman que para los ignaros es noche oscura: los ignaros están despiertos en su vida de sentidos que para ellos es luz diurna: para el vidente es oscuridad.
«Podemos iluminar esa oscuridad —dijo Pamela con fervor inusitado—. Podemos…
—Dejemos un momento toda esta vena espiritual. Termina con tu historia. ¿Qué has hecho en este replay! ¿Cómo te las arreglaste para que hicieran esa película?
Pamela se encogió de hombros y repuso:
—No fue difícil, sobre todo porque yo misma puse gran parte del dinero. En la escuela me tomé mi tiempo e hice planes. Evidentemente, las películas constituían el medio más efectivo para comunicar mis ideas a una audiencia masiva, y la industria cinematográfica ya me resultaba familiar gracias a Dustin y a la gente que había conocido en mi última repetición. Cuando cumplí los dieciocho años empecé a hacer algunas de las inversiones de las que hablaste tú: IBM, fondos de inversión, Polaroid… Ya sabes cómo se comportó el mercado en los sesenta. Era difícil perder dinero aunque compraras a ciegas, y a alguien con un conocimiento del futuro, en tres o cuatro años le resultaba fácil convertir unos cuantos miles de dólares en varios millones.
»Estoy orgullosa de mi guión, pero tuve muchísimos años para pensarlo. Cuando lo hube escrito y fundado mi propia productora, sólo fue cuestión de contratar a las personas adecuadas. Sabía quiénes eran y cuáles eran sus puntos fuertes. Todo encajó a la perfección, tal como lo había planeado.
—Y ahora…
—Y ahora ha llegado el momento de dar el siguiente paso. Ha llegado la hora de cambiar la conciencia del mundo, y yo puedo hacerlo. —Se inclinó hacia adelante y lo miró fijamente—. Los dos podemos hacerlo…, si te unes a mí.
—…Se trata al parecer de un suicidio o asesinato colectivo. Las primeras informaciones hablan de una horrible carnicería, cuerpos tendidos por todas partes del asentamiento, los cadáveres de los niños en los brazos de sus madres muertas. Algunas de las víctimas fueron eliminadas de un disparo, pero la mayoría de ellas se ha quitado la vida, en un ritual macabro único en…
Jeff movió el dial del aparato de onda corta y pasó de las noticias de la BBC a un programa de jazz.
La cafetera comenzó a hervir. Se sirvió un tazón, le añadió un chorrito de ron Myers's para calentarse más. La noche anterior había caído una nevada de casi un palmo; el viento había amontonado la nieve hasta cubrir la mitad inferior de la ventana de la cocina. Pensó que esa tarde sin falta debía quitarla con la pala. Y ya era hora de salir al cobertizo de aprovisionamiento para cortar otro lote de ramas de cedro y transportar más troncos de roble blanco al porche trasero. Pero no tenía ganas de hacer nada de eso, al menos de momento. Tal vez continuaba siendo vulnerable al malestar general que se apoderaba siempre del mundo la semana de la matanza de Jonestown, a pesar de haber oído hablar de aquella aborrecible historia por cuarta vez consecutiva. Fuera lo que fuese, ese día lo único que le apetecía era estar sentado junto a la estufa de leña y leer. Iba ya por la mitad del segundo volumen de The life of the mind, de Hannah Arendt y después tenía pensado releer A distant mirror: the calamitous fourteenth century. Los dos libros habían sido publicados ese mismo año, pero él había leído por primera vez la obra de Tuchman hacía más de veinte años, el verano que llevó a Judy y a los niños a aquel viaje por el Asia soviética en el Expreso Transiberiano. Al mirar la cubierta del libro recordó las vastas estepas, la infinita extensión de abedules plateados en las afueras de Novosibirsk y la fascinación que sintió la pequeña April al ver el antiguo samovar amarillo en el corredor del vagón en que viajaban. La revisora había añadido trozos de turba de lenta combustión para que el samovar siguiera hirviendo y, de él vertió incontables vasos de té caliente durante los nueve mil kilómetros que recorrieron desde Moscú a Khabarovsk, al norte de Manchuria. Los soportes metálicos de los vasos llevaban grabadas imágenes de cosmonautas y Sputniks. Al finalizar el recorrido, la revisora le había regalado a April un par de ellos como recuerdo. Jeff recordaba haber visto a su hija adoptiva hecha un ovillo delante del hogar de la casa de West Paces Ferry Road, en Atlanta, bebiendo leche caliente en un vaso sostenido por uno de esos soportes una semana antes de su muerte…
Se aclaró la garganta y parpadeó para borrar aquellos recuerdos. Tal vez fuera mejor que se dedicara a trabajar un poco, así se mantendría físicamente ocupado en lugar de quedarse sentado en la cabaña cavilando. Con el invierno por delante le esperaban muchos días de reflexión. Jeff aguzó el oído cuando le pareció haber escuchado el ruido de un motor. No, imposible. No podía existir nadie tan tonto como para aventurarse por esa zona hasta la primavera, a menos que Jeff lanzara una llamada de emergencia en la radio de onda corta. Pero, diablos, volvía a oír un gemido y luego, más fuerte, un rugido, como si avanzara por su camino.
Se puso un anorak de plumas y un gorro de lana y salió. ¿Acaso los Mazzini tendrían problemas? ¿Algún enfermo o herido, un incendio, tal vez?
En cuanto vio el Land Rover cubierto de barro lo reconoció en seguida; el vehículo giró a la izquierda con esfuerzo y entró por el portón abierto; luego vio el lacio cabello rubio de la conductora y lo supo.
—Buenos días —lo saludó Pamela Phillips, al tiempo que apoyaba un pie enfundado en una bota en el estribo del vehículo todoterreno—. vaya caminito de entrada tienes.
—Es que por aquí no pasan muchos coches.
—No me extraña —dijo ella, saltando de la cabina—. No muy lejos de aquí, da la impresión de que hace tiempo el coche de algún pobre diablo pisó una mina.
—Me han contado que se llamaba Héctor. George Héctor. En la época de la prohibición se hizo instalar un destilador portátil en el Ford T y que viajaba de un sitio al otro para que no lo pillaran. Una noche saltó por los aires.
—¿Qué fue de Héctor? ¿Saltó por los aires junto con el coche?
—Parece ser que salió ileso. Tuvo que construirse otro destilador, pero abandonó la idea de hacerlo portátil. Al menos eso es lo que cuenta la gente.
—Vaya con el pensamiento innovador, ¿eh? —Inspiró una honda bocanada de aire puro y frío de montaña y lo soltó despacio sin dejar de mirarlo—. Bueno. ¿Qué tal te ha ido?
—No me quejo. ¿Y a ti?
—Muy ocupada desde la última vez que te vi. De eso hace… Caramba, tres años y medio. —Se frotó rápidamente las manos—. Oye, ¿no hay por aquí un lugar donde una dama pueda entrar en calor?
—Perdona, pasa, tengo café hecho. Me tomaste por sorpresa, es todo. Entró tras él en la cabaña, se quitó la cazadora y ocupó la silla junto al fuego mientras él servía café. Le enseñó la botella de Myers's con aire inquisitivo y Pamela asintió. Echó una buena medida del líquido dorado en el tazón y se lo pasó. Ella sorbió la mezcla y con la boca y las cejas hizo un gesto de aprobación.
—¿Cómo me encontraste? —le preguntó Jeff, sentándose en la silla que había frente a ella.
—Como me habías dicho que vivías cerca de Redding, mi abogado habló con tu agente de bolsa de San Francisco, que tuvo la amabilidad de darme unos cuantos detalles más. Cuando llegué aquí, pregunté en el pueblo; pero me costó un poco encontrar a alguien que estuviera dispuesto a darme tus señas.
—Por esta zona se respeta mucho la intimidad ajena.
—Ya me he dado cuenta.
—Son muchos a los que les disgusta encontrarse sin previo aviso con un coche en el camino de entrada a sus fincas. Sobre todo si es de un extraño.
—No soy una extraña para ti.
—Pero casi —dijo Jeff—. Tenía entendido que cuando nos separamos en Los Ángeles habíamos quedado más o menos así. Pamela suspiró y acarició distraídamente el cuello de piel de oveja de la cazadora lejana desteñida que descansaba sobre su regazo.
—A pesar de todo lo que teníamos en común, íbamos en direcciones opuestas. Al final, nos enfadamos un poco.
—Podría decirse así, más o menos. O podríamos decir que estabas demasiado empecinada en ver más allá de tus obsesiones como para…
—¡Ey! —le espetó ella, dejando bruscamente el tazón junto a la radio de onda corta—. No me lo pongas más difícil de lo que realmente es, vale? He conducido novecientos kilómetros para verte. Al menos haz el favor de escucharme.
—Está bien. Adelante.
—Sé que te sorprende verme. Pero trata de imaginar lo sorprendida que me sentí cuando apareciste. Habías visto Starsea. Habías tenido tiempo de especular sobre mí, y habías llegado a conclusiones obvias. Sabías que lo más probable era que yo estuviera viviendo una repetición, pero yo no tenía idea de que en el mundo hubiera alguien como yo. Creía haber encontrado la única explicación posible a lo que me estaba ocurriendo a mí…, al mundo. Creía que estaba haciendo lo que debía.
—Todavía no lo sé. Tal vez estaba en lo cierto, tal vez no; es algo discutible.
—¿Por qué?
—¿Me puedo echar otro chorrito de ron y un poco más de café?
—Sí.
Jeff volvió a llenar los tazones, se sentó y la escuchó.
—Cuando viniste a Los Ángeles ya había empezado a trabajar en el guión de mi próxima película; en octubre tenía listo el guión técnico.
»Está claro que no había problemas de presupuesto. Contraté a Peter Weir como director; todavía no había hecho La última ola, así que todo el mundo pensó que cometía una locura contratándolo.
Lanzó una sonrisa sardónica, se inclinó hacia adelante con el tazón entre las manos entrelazadas.
—El equipo de efectos especiales que reuní era interesante. En primer lugar, firmé contrato con John Whitney. Para entonces había realizado todo el trabajo básico de imágenes por ordenador, y muchos de sus cortos se habían centrado en los mándalas; yo quería que ésa fuera la imagen central de la película. Le di carta blanca y puse a su disposición uno de los primeros prototipos del superordenador Cray.