—Hemos dicho lo que habíamos venido a decir —declaró Vaedros, como si hubiera sido él quien hubiera llevado la voz cantante. Valentino notó una mínima señal en el rostro de Leonata. Naturalmente, ella lo tenía calado y él se apostaría lo que fuese a que ella, a la más mínima oportunidad, le daría un puntapié y se pondría en su lugar.
—Entonces, si me disculpáis, tengo un amigo al que llorar —dijo Valentino.
—Por supuesto.
Todos se marcharon a una, dejando a Valentino solo y echando chispas en el espléndido recibidor. Una prisión de oro, mientras estuviera en Vespera. Leonata tenía razón, a su manera. Él no quería quedarse allí por más tiempo, en especial no mientras Iolani pudiera eliminar a sus aliados con impunidad.
Pero tampoco regresaría a Azure. No, de todos los lugares a lo que pudiera ir, ése era el último. Sin embargo, tenía que andarse con cuidado, él...
Alguien llamó a la puerta y Valentino frunció el ceño. Había pedido a Gian que volviera nada más despedir a los otros, pero aún no habrían recorrido ni la mitad del camino a través del patio.
—Adelante —dijo, dejando caer su mano sobre la daga que llevaba en un costado; pero se relajó un poco cuando vio deslizarse a Rafael Quiridion entre las puertas (no había otra manera de describir su entrada). Uno de los suyos... con suerte. A Valentino le gustaría saber de dónde había sacado Rafael los medios para deshacerse de la vigilancia que él le había puesto hacía unos días, pero tanto Silvanos como Aesonia le habían alertado sobre la posibilidad de plantearle la cuestión directamente a él. Según dijeron los dos era mejor dejarle pensar que se había salido con la suya.
Valentino casi podía simpatizar con lo que Rafael había hecho. Aquella ciudad era una pesadilla; uno no podía poner el pie fuera de palacio sin que una nube de espías, agentes y confidentes le siguieran la pista. Ésa sería la segunda cosa que habría que cambiar, después de anular el Consejo.
—¿Dispones de un momento, emperador? —preguntó Rafael, con la más superficial de las reverencias. Demasiado suelto el joven Quiridion; demasiado carente del respeto debido a un emperador por parte de un alguien a su servicio. A aquellos que se habían ganado su puesto, él les liberaba de esa obligación, y también a todos los que pertenecían a la Armada; no había lugar para ello a bordo. Pero hasta que sus servidores no se ganaban ese derecho, él esperaba que le reconocieran su estatus imperial, en consideración a los posibles extraños presentes, entre otras razones.
—Sí —contestó Valentino. Quizá venía con pruebas, pero lo que Rafael le dijo un momento más tarde, aún añadió más intriga al asunto.
—Mi emperador, solicito ser eximido de la obligación de investigar la muerte de Rainardo. Creo que he descubierto el punto débil de Jharissa, pero necesito gozar de libertad de movimientos y pasar un tiempo fuera de la ciudad.
—Explícate —dijo Valentino.
* * *
Leonata llamó a la puerta.
Los golpes seguían una secuencia precisa que ella había tenido que memorizar el día anterior y que informaba a los del interior de que quien había detrás de la puerta era un aliado y podían dejar de fingir. Sin embargo, el hombre que abrió la puerta podría haber sido un criado de cualquier familia de Vespera, o al menos de cualquier familia lo suficientemente pudiente como para tener una casa en las arboladas calles de la avenida de las Fuentes.
—Entra, te estábamos esperando —le dijo él, haciéndole pasar sin más preámbulo. Por el pasillo la casa parecía habitada, pero cuando miró las habitaciones al pasar por los arcos, vio que carecían de muebles o decoración, y sobre el suelo había lonas apiladas y cubiertas con polvo de albañilería. La atmósfera olía a pintura húmeda.
Un hombre de rasgos tanethianos apareció tras un arco transportando una gran palanca mientras la puerta volvía a cerrarse. Himilco.
—Los hemos puesto arriba —dijo él—. No están muy contentos.
—Supongo que deben de estar espantosamente aterrorizados —dijo Leonata—. ¿Advirtieron vuestra presencia?
—Sí —respondió él—. Alguien estuvo vigilando la casa. Los perdimos y no nos identificaron.
—Bueno, si lo hicieron, les hemos dado algo más en lo que pensar —dijo ella—. ¿Puedo subir?
Himilco la condujo por la escalera de piedra principal, una magnífica obra con balaustradas talladas y columnas estriadas, y después por un hermoso pasillo hasta un salón iluminado por la luz del sol que daba a un patio ajardinado y resguardado. Sería una bonita casa para vivir, espaciosa y aireada. En unas semanas, Asdrúbal podría venderla de nuevo por una magnífica suma a alguna familia boyante y con influencia creciente dentro del clan. A algún aliado suyo o a algún enemigo también. Se trataría de una transacción comercial y no era bueno meter la política en estos asuntos.
La Sala estaba vacía, excepto por una cama plegable en un rincón y una mesa a la que estaba sentado el historiador Daganos, examinando sus notas. Levantó la vista y se puso blanco durante un segundo; luego, sus ojos se estrecharon.
—¡Tú! —dijo él.
—Sí, yo —dijo Leonata, mientras Himilco le traía otra silla y cerraba la puerta sigilosamente tras él. Desde algún lugar cercano, ella podía oír el murmullo de voces infantiles, cohibidas en extremo—. Yo te puse en peligro; lo menos que podía hacer era ponerte a salvo.
—¿A salvo? —dijo Daganos amargamente—. ¿Acaso crees que podré regresar alguna vez después de esto?
—Sí, cuando esto se acabe —dijo Leonata. No le había gustado dar la orden, pero Daganos era importante por todo lo que sabía, no por quién era. Cuando sus conocimientos se hicieran públicos, no habría motivo para matarlo. Era mala suerte que él y su familia hubieran sido sacados de su casa en plena noche y que su despacho en el Museion hubiera sido saqueado, pero ella no tenía otra alternativa. Y la noche anterior había sido un buen momento para hacerlo, con toda la atención y los rumores centrados en la repentina muerte de Rainardo.
—Ellos me matarán —dijo él, y había algo cercano al odio en su voz.
—Daganos —dijo ella con calma. Leonata sería amable mientras tuviera tiempo para ello; no quería intimidarle, porque había algo reconfortante en aquel hombre cuando no estaba aterrorizado. Y a ella le gustaba leer sus trabajos, hablaban de un hombre cuya obsesión por el pasado no se había cobrado el precio de su humor y su vitalidad—. Ayer por la noche Rainardo Canteni fue asesinado. Por el clan Jharissa, según dice todo el mundo.
Daganos empalideció aún más, pero no dijo nada.
—El clan Jharissa hizo su aparición en el baile. Todos iban vestidos como Furias y citaron algunos versos muy interesantes de
Las Furias
, de Attalus. —Se sacó un trozo de pergamino del bolso y se lo tendió a través de la mesa—. Como hombre culto, supongo que puedes decirme lo que ellos han alterado.
Daganos vaciló un instante y a continuación leyó el pergamino. Ella ya sabía lo que habían cambiado, pero si conseguía que Daganos se concentrara y le hablara como un erudito y no como un hombre que se había visto envuelto, inesperadamente, en la política vesperana, todo sería mucho más fácil.
—Se han cambiado algunos términos; por ejemplo donde estaba «familia» dijeron «sangre» —dijo después de un momento—, cambiando así las rimas. Además, han eliminado dos versos.
—¿Cuáles son? —Ella casi le tenía, sólo necesitaba que continuara un poco más.
«Pronto, con nuestras túnicas negras, el amago
de la venganza latirá en nuestro baile aciago.»
—¿Por qué alguien eliminaría esos versos?
Daganos se mordisqueó el labio. Y ya se había mordido las uñas, según pudo apreciar.
—Para causar mayor efecto, quizá.
Bien. Ésa era la misma conclusión a la que ella y los demás habían llegado. Iolani había seleccionado meticulosamente los pasajes que había citado la noche anterior, sabiendo que no podía decir demasiado o rompería el hechizo sobre la audiencia.
—¿Es «sangre» una metáfora de la guerra civil? —continuó Leonata.
—Las Furias sólo vengaban el asesinato de los parientes cercanos —dijo Daganos—. Pero supongo que podría ser una metáfora.
—Tú descubriste algo —dijo ella después de algunas preguntas más encaminadas a asegurarse de que su reflexiones apuntaran en la dirección adecuada—. Cuando estabas escribiendo tu historia, algo que alguien había tratado de ocultar durante la Anarquía. ¿Qué era?
Él la miró bruscamente, con el terror inflamándole de nuevo el gesto.
—Daganos, cuando haya suficiente gente que sepa lo que ocurrió, tú estarás a salvo —le dijo ella—. Tú eres un huésped del clan Barca, que ni siquiera estaba aquí durante la Anarquía.
Eso era importante y también la razón por la que ella había pedido a Asdrúbal un favor así. Él y su familia regresaron a Thetia después de la derrota de la Cruzada, mientras su padre trataba de recuperar el control de Taneth de manos del Dominio. Asdrúbal volvió a Thetia doce años más tarde. Probablemente debía su éxito comercial tanto al hecho de no haber sufrido los estragos de lo que había ocurrido, como a su perspicacia financiera. No existían rencillas en contra del clan Barca; fue un clan que no provocó muertes.
—Estoy a salvo mientras me quede aquí escondido para siempre —dijo él.
—No. El clan Jharissa sabe más que tú y han dejado muy claro que van a contar a todo el mundo lo que ocurrió —dijo Leonata, y le habría gustado añadir: «una vez estén muertos todos aquellos a quienes dirigen su venganza».
Le costó aún un poco más de mano izquierda y algunas tazas de café que Himilco les llevó, pero al final Daganos sacó un montón de papeles de una bolsa para la ropa sucia. No era un mal sitio para tenerlos escondidos, habida cuenta de lo vieja que era, el mal aspecto que tenía y, lo más importante, lo decolorada por el agua que estaba.
—¿Cuánto sabes de lo que ocurrió durante la Anarquía? —preguntó él recuperando su tono de historiador. Incluso se ajustó las gafas sobre la nariz.
—Bastante. Explícate cuanto sea necesario para que tus conclusiones queden claras.
—Eso es algo que jamás deberías decirle a un historiador —dijo él. Podríamos adentrarnos en detalles cada vez más oscuros y tediosos hasta que alguno de los dos caiga dormido. Naturalmente, Kornigis no precisa de detalles tediosos; explicado por él, hasta el fin del mundo parecería aburrido.
—Tú no eres Kornigis —dijo ella, preguntándose si Kornigis sería alguno de los que se encontró en el pasillo del Museion— Resume.
—Sólo para darte una idea, pues —dijo él—. ¿Cuántas personas hay en tu clan, incluyendo a las familias?
Qué manera tan extraña de comenzar.
—Incluidas las familias, dos mil ochocientas cuarenta, más o menos. No somos un clan muy grande.
—Menos de los que pensaba —dijo Daganos.
—No manufacturamos. Comerciamos con mercancías como especias, medicinas y café. Ninguna de estas cosas requiere mucha mano de obra.
—Yo encontré los censos del último año del reinado de Palatina II —dijo Daganos, con algo más que una brizna de orgullo en su voz; a continuación, agarró desesperadamente los papeles cuando una ráfaga de aire que venía del jardín amenazó con desparramarlos por el suelo.
Tenía motivos para sentirse orgulloso. Eran muchas las cosas que se habían perdido en los archivos durante el caos al final del reino. Más que durante la Anarquía, de hecho, ya que Vespera había escapado del saqueo y los incendios.
—Normalmente, dejo los censos a Kornigis y a los de su ralea; si lees los censos mucho tiempo empiezas a sonar como un censo. Pero los empleo para hacerme una idea bastante precisa acerca de la fuerza que tenía cada clan, de manera que no repetiría ciegamente todas esas salvajes distorsiones acerca de cómo Ruthelo Azrian consiguió reunir a treinta mil antiguos cruzados bajo su estandarte. Si hacemos caso de los habituales cómputos amañados de soldados y marineros, los seis clanes más grandes tenían más de quince mil personas que habían jurado fidelidad a sus estandartes —dijo Daganos—. Canteni, Salassa, Decaris, Azrian, Eirillia, Scartaris. Había otros que eran bastante grandes y, finalmente, llegas a Estarrin. Creo que vosotros sólo erais unos mil quinientos. Bien, después dos años de Anarquía, de muchas luchas que podemos ahorrarnos enumerar porque no se consiguió gran cosa con ellas, la mayoría de los clanes sobrevivieron y la mayoría tenía la misma población.
—Ellos reclutaron más soldados y marineros y sufrieron bajas en las batallas —dijo Leonata.
—No solamente eso. Azrian y Eirillia estuvieron haciendo reclutamientos secretos antes de que empezara la lucha, por lo que todo el mundo asume que fue el intento de Ruthelo de aferrarse al poder. Todos sabemos que él y sus aliados crearon un importante ejército durante los últimos años del reinado de Palatina y bajo la República. Por eso, ellos eran incluso más numerosos.
Pero un año más tarde, diecisiete clanes habían desaparecido. Completamente —dijo Daganos, alborotando sus papeles—. Ochenta y dos mil personas, desaparecidas como si nunca hubieran existido. Todas de la facción de Ruthelo. Los otros también tuvieron bajas, pero no tengo las cifras. Y Ruthelo contaba con muchos que luchaban de su parte y que no pertenecían en absoluto al clan.
—¿Qué fue lo que ocurrió?
Daganos entrecruzó los dedos con fuerza.
—Eso es lo que quisiera saber yo —dijo Daganos—. Las últimas grandes batallas que libró Ruthelo fueron con mantas, y éstas no involucraban tantas personas. Así que empecé a investigar este aspecto de la guerra. Los principales clanes rebeldes se mantuvieron muy unidos, teniendo en cuenta la situación general, hasta las batallas de Artighli y Faraon. Y la de Faraon no fue una batalla muy destructiva, con la salvedad de que tanto Ruthelo Azrian como Ormos Theleris murieron en ella, y ése fue el fin. Un montón de navíos rebeldes consiguieron escapar y Sethe Eirillia estaba con vida todavía. Pero después de esto, nada. No hay rastro de ninguno de ellos.
—¿Y lo descubriste?
—Sólo parcialmente —dijo él—. Ocurrió cuando quise comprobar si alguien había escrito sobre esto antes, y descubrí que dos historiadores lo habían hecho y habían sido asesinados. Los bibliotecarios debieron de haber sido pagados para informar de ello si alguien consultaba sus trabajos. Todo lo que conseguí fue saber que, durante la época en que Gian Ulithi conquistó Corala, «una gran y desvencijada flota» fue vista navegando en dirección norte frente al extremo oriental de la isla de Magravane. La fecha es demasiado imprecisa para saber si fue antes o después de la caída de la ciudad.