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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Vespera (37 page)

—¿Ni siquiera tú? —le preguntó Rafael.

—Yo ya no soy una novicia —dijo Thais—. Ellos sólo pueden mostrar su desaprobación con un silencio sepulcral.

—Nosotros vamos a ser los únicos en un silencio sepulcral —dijo Rafael—. Algunos de los que hay aquí tienen una mirada que podría convertirte en piedra.

—Ellos nunca se las han visto contigo —dijo Thais—. ¿Quizá tu mente sea ya de piedra?

—Pensaba que era de metal y engranajes. Y hablando de cumplidos, ¿qué tipo de cumplido es ése? —dijo Rafael.

Y entonces empezó el baile, otro vals, más majestuoso y contenido que el torbellino del vals imbriano. Esta vez no era una pugna de fuerza y voluntades. Se trataba de algo muy diferente, algo a lo que Rafael aún estaba tratando de enfrentarse cuando se hizo el silencio.

* * *

La manera en que se hizo el silencio fue tan abrupta que los músicos siguieron tocando tan sólo unos segundos, cuando las parejas sobre la pista dejaron repentinamente de bailar y se quedaron mirando a su alrededor. Las miradas se dirigieron a la puerta, la gente situada en el extremo lejano de la Galería Octagonal se acercó para ver lo que ocurría.

Thais se puso tensa, se giró un poco para ver lo que pasaba y Rafael la soltó instintivamente al instante cuando su olfato para el peligro le dio la señal de alerta.

Valentino apareció por una esquina, desde lo que debía ser un acceso secreto. Gian estaba hablando con Aesonia. Los dos parecían a punto de salir para hablar en privado, pero se quedaron helados.

Los recién llegados no venían sólo por la puerta, parecían haber surgido de la nada por cada una de las ventanas abiertas que daban al patio y el balcón. Eran figuras terribles de leyenda que habían cobrado vida.

Llevaban una y otra capa de tejidos negros, desgarrados y cortados para parecer, que ocultaban a las mujeres que había debajo. Todas eran mujeres. Rafael podía apreciarlo desde donde estaba. Se habían pintado los antebrazos de un blanco espectral, sus dedos se habían transformado en garras y todas llevaban una fusta en una mano y una serpiente en la otra. El motivo de las serpientes se repetía en sus máscaras y cabelleras. Se habían convertido, con un parecido aterrador y muy vivo, en horripilantes harpías coronadas con serpientes.

Tres dieron un paso al frente, vestidas y enmascaradas con más elaboración que las demás, y se dirigieron al gentío de invitados horrorizados y sin habla.

—Que se reanude la oración —dijo la primera por la izquierda, en medio de un silencio sepulcral.

«Aquéllos cuyas manos sean puras, no recibirán herida alguna.»

Le siguió la segunda, la de la derecha. Otra cita aproximada. Palabras que nadie se atrevió a interrumpir.

«Nuestra elección es el tormento

y a los más grandes derrocar

Cuando la Guerra regrese

y la sangre empiece a manar

por fuertes que sean, caerán

y su gloria se esfumará.»

Y finalmente, mientras Rafael sentía cómo el mundo se les venía a todos encima, habló la que estaba en medio, omitiendo deliberadamente dos versos y recitando cada vez más lentamente hasta concluir.

«Y así las glorias de los hombres, al cielo elevadas,

se desvanecen bajo la tierra y mueren deshonradas.»

Las Furias agitaron sus fustas al mismo tiempo y después, a una señal silenciosa, se dieron la vuelta y se marcharon. Figuras harapientas corriendo en medio de los invitados por el Patio de la Fuente, serpenteando entre las columnas como en la escena de una pesadilla, hasta concentrarse todas en la Gran Puerta, por donde habían entrado, y se fueron todas a una. Excepto... Un hombre corría tras ellas, ¿lo había reconocido Rafael? Rafael estaba al otro lado de la Sala y demasiado lejos.

Los músicos no se atrevían a tocar. Nadie se atrevía a abrir la boca, no después de aquellas últimas palabras, no fuese que se vieran contaminados por la estela de las Furias. Thais miró a Rafael tan confundida como el resto.

«Son del clan Jharissa», intentó decirse a sí mismo Rafael, pero las imágenes eran demasiado salvajes, demasiado reales, demasiado ciertas.

Él vio aparecer a Silvanos por una de las ventanas en el lado del patio, haciendo gestos bruscos a un hombre que tenía que ser Plautius. Una máscara de nutria. Rafael habría de recordar esto. Unas palabras susurradas, un gesto imperioso y Plautius se lanzó a la carrera hacia el patio.

Entonces, con un gran estruendo, uno de los sirvientes, o bien aterrorizado o bien dotado de un soberbio conocimiento de la naturaleza humana, dejó caer una bandeja llena de copas y el hechizo se rompió. Toda la gente empezó a hablar en seguida, un gran barullo invadió la Sala, y los aliviados músicos empezaron a tocar de nuevo.

Todos a una se precipitaron de pronto hacia el patio, como si pudieran atrapar a las Furias en su huida, saliendo al exterior, bajo las estrellas de Vespera. Fue una estampida provocada por el puro instinto, como si el salón se fuera a desplomar sobre sus cabezas. También fue Thais, en busca de sus acolitas y de Aesonia.

Rafael se quedó en el salón repentinamente desierto, con los aterrados músicos y Rainardo Canteni en su silla. Había algo raro en la forma en que el anciano estaba sentado, algo que Gian, desde la puerta, advirtió una fracción de segundo antes que Rafael.

Rafael era más joven y estaba en mejor forma, pero Gian se le adelantó un instante en llegar a la silla de Rainardo, se arrodilló al lado de su viejo amigo con una expresión de horror en el rostro.

Rainardo, de repente, se desplomó hacia adelante, casi desequilibrando a Gian, y cuando éste se movió para sujetar al gran thalassarca de los Ulithi, se dio cuenta del diminuto dardo que sobresalía del cuello de Rainardo.

—¡No! —chilló Gian, con un grito de absoluta pérdida—. ¡No!

Rafael cerró los ojos, permitiéndose un segundo de desesperación cuando el grito desconsolado de Gian reverberó en la bóveda de un salón vacío.

«Y así las glorias de los hombres, al cielo elevadas,

se desvanecen bajo la tierra y mueren deshonradas.»

NAVIGATOR II: LAS RUINAS DE ERIDAN

Nueve meses antes
.

Era un territorio inexplorado para el
Navigator
, y después del próximo asentamiento, también para el
Windsoar
. Ya se habían agotado las notas que habían recogido cuando los navíos se encontraron, y Odeinath se apoyaba en la información más somera que les habían facilitado los navíos xelestis que hacían regularmente las rutas del norte y a los que no les gustaba la competencia porque ya les resultaba bastante duro ganarse la vida en aquellas condiciones. El comercio en las rutas árticas tendía a ser un síntoma de desesperación, de debilidad o incompetencia financiera de un navio que había fracasado en los más lucrativos pero también más competitivos trópicos. Navegar hasta allí había resultado fácil para el buque, pero considerablemente más duro para la tripulación, que procedía de climas más cálidos.

Como era previsible, el tiempo empeoró a medida que se fueron adentrando en los mares del norte con lluvias torrenciales y oleaje incesante bajo un cielo plomizo que socavaba la moral de todos. Los turnos de vigilancia eran una forma de purgatorio, que sólo se hacía soportable con la ayuda de tazas de café, del que afortunadamente, el barco contaba con un buen suministro.

Nueve días después de partir de Lamorra, encontraron hielo. Un solitario iceberg que iba a la deriva con la corriente lentamente hacia el sur, y azotado igualmente por los salvajes temporales del norte. Era el primero que la mayoría de la tripulación había visto en su vida, aunque no era más que una forma blanca y desdibujada, que se distinguía con imprecisión a través de la cortina gris de la lluvia, y que pronto se desvaneció en la penumbra tras ellos.

Vieron docenas de ellos y más tarde, centenares, a medida que iban transcurriendo los días y el
Navigator
penetraba más y más en los mares árticos, en el rastro de devastación que habían dejado a su paso los ejércitos thetianos y las tormentas hacía unos tres siglos.

Y allí estaban, lejos de los mamíferos marinos y las aves, completamente solos abriéndose paso siempre hacia el lejano noroeste. Ni siquiera cincuenta años después de que cesaran las tormentas que habían causado originalmente aquel cataclismo, nadie había regresado a aquellos imponentes acantilados negros y a sus inhóspitas montañas. Sólo las gaviotas vivían ahora allí, posándose a millares sobre un lateral de los arrecifes como manchas blancas u, ocasionalmente, sobre las ruinas de alguna ciudad tuonetar.

Odeinath se pasaba las horas que no estaba en turno de vigilancia en la biblioteca del barco, con los mapas y las cartas de navegación desplegados sobre la mesa. El norte nunca se había cartografiado con la tecnología moderna. ¿Para qué? Y tampoco nunca fue explorado en épocas antiguas, mientras aún estaba en vigor la alianza. Incluso en época imperial, los navíos de Thetia permanecieron en los trópicos, donde estaba la riqueza, había guerras que librar, navíos que apresar, islas que colonizar. Donde hacia calor.

Debería haberse dirigido primero al sur para aprovisionarse, pensaba Odeinath, agotado y encorvado una noche sobre la mesa de la biblioteca mientras el
Navigator
luchaba contra el viento, contra la misma mar gruesa y monótona. O encontrar alguna de las estaciones de hielo de Jharissa para pedirles mapas o, al menos, que les permitieran echarles un vistazo. Los jharissa eran muy celosos de su monopolio sobre el hielo, lo cual no resultaba sorprendente a causa de la cantidad de dinero que les estaría reportando; y paranoides también, por su guerra oculta contra el imperio. Odeinath podía perdonar muchos pecados a un clan perseguido por el imperio.

Pero allí estaba él, tratando de trazar el mapa de la costa sur de Thure usando las cartas de que disponía, la
Geografía
de Bostra, y la
Historia de la guerra tuonetar
, de Carausius. Ninguno de ellos era de mucha ayuda, por las razones de costumbre. Carausius había estado dos veces en Thure: la primera en misión diplomática, cuando parecía que la Gran Guerra podía acabar en paz y no en ruinas; y la segunda, con el ejército de su hermano el emperador, en el ataque que destruyó Eridan y concluyó la guerra. Pero él era mago y no geógrafo.

Al menos, en la segunda visita, Carausius podría haber hecho algo más provechoso, pues en la primera los tuonetares se aseguraron de que conociera lo menos posible la geografía de su continente.

Definitivamente había una entrada, una sima llena de agua en la costa, casi directamente encima de Thetia, que se adentraba hasta llegar a Eridan y que ni siquiera se hallaba próxima al polo norte. Maldito el Imperio y su obsesión por la geometría. La capital tuonetar no podía encontrarse a más de doscientas millas desde la costa, donde la sima emergía con una vasta y protuberante península al este.

La sima había sido el corazón de los dominios tuonetares, con sus géiseres y entradas de agua caliente. Carausius había especulado que posiblemente (sólo posiblemente), la sima atravesara la corteza terrestre, llegando hasta el núcleo del planeta, lo que explicaría su calor.

Odeinath escuchó los ruidos de pasos de dos personas en la escalera que llevaba a su camarote, pero no se giró. Un momento después, Daena le puso delante una taza de café y vio cómo Cassini daba la vuelta para ver los mapas. Los dos habían decidido que Odeinath había estado ya bastante tiempo a solas con los mapas y habían ido a hacerle compañía. Malditos fueran.

—No te quejes —dijo Daena—.Te has pasado aquí horas enteras y con muy poca luz. No es bueno para ti.

—Hablas como una vieja —dijo él malhumorado.

—Soy la médico; es mi obligación.

—Eso es lo que dices. —Sin embargo, agradecía que le hubieran calentado el café más de lo habitual. Ninguno de ellos lograba nunca entrar en calor.

Odeinath había intentado apilar sobre su cama todas las colchas y mantas que había encontrado, pero no parecía notarse; tenía la sensación de que el frío le había calado hasta los huesos.

—¿Qué es lo que estás buscando? —le preguntó Cassini, sentándose en otra silla.

—Ahora mismo, hacia dónde deberíamos dirigirnos —dijo Odeinath—. Estamos navegando a ciegas en medio de las tinieblas y no me gusta. Especialmente, después de que Massilio nos alertase para que nos fuéramos.

—Eso no fue lo que dijiste cuando abandonamos Lamorra —señaló Daena.

—Eso no era lo que pensaba cuando abandonamos Lamorra, pero parece ser el caso. Pensé que teníamos una idea mucho más precisa de la geografía del lejano norte.

—Pero cuando lleguemos allí, ¿qué es lo que buscaremos?

—El pueblo de Massilio, a aquellos de los que él intentó mantenernos apartados —dijo Odeinath—. O al clan Jharissa. Es posible que no les haga ninguna gracia, pero si descubrimos algunas de sus estaciones de hielo, no nos hundirán ni se darán media vuelta sin ayudarnos.

—¿A pesar de estar atravesando su amado ártico?

—No es su amado ártico; son sólo los únicos que quieren estar aquí arriba.

—Además de nosotros —dijo alegremente Cassini—. ¿Pero qué es lo que te hace pensar que el pueblo de Massilio esté aquí arriba? Seguramente deben de estar en una de las islas más civilizadas fuera de esta zona de devastación.

—Massilio vio las ruinas de Eridan —dijo Odeinath, golpeando con un lápiz el lugar donde él suponía que estaba Eridan—. Según mis cálculos, el asentamiento más próximo de cualquier tamaño es, de hecho, Lamorra, que está a... —Odeinath tomó el compás para determinar la distancia—, a más de cinco mil kilómetros al sureste. Amna está más o menos justo al sur, pero a otros novecientos kilómetros más allá. Si quieres llegar a Amna desde Lamorra, tienes que describir una enorme curva hacia el sur y, de todas maneras, si consigues llegar no habrá mucho que ver. Es más grande que Lamorra, pero carece incluso de los rudimentos de la civilización.

Él dirigía la mirada del uno a la otra, al tiempo que Daena se sentaba y tomaba un sorbo de la taza de café antes de pasársela a él.

—Entonces, ¿por qué estamos navegando más de quinientos kilómetros, basándonos en lo que nos dijo Massilio? —preguntó Cassini—. Ni siquiera nos dijo de dónde era.

—Nos mintió mucho —dijo pacientemente Odeinath—, pero él no tenía motivos para mentirnos acerca de haber visto Eridan; de hecho, él tenía todos los motivos para hacernos creer que no había estado allí, pues eso suscitaría inevitablemente muchas premuntas, lo que nos deja con un individuo que es medio thetiano y pertenece a una orden bastante extraña que le exige vestir uniforme negro, deambulando a más de cinco mil kilómetros de la civilización más próxima. La civilización más próxima, si no tenemos en cuenta las estaciones de hielo jharissa.

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