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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Vespera (39 page)

—A estribor —dijo Cassini bruscamente—. Edificio destruido debajo.

El bote redujo aún más su velocidad, maniobrando delicadamente alrededor del obstáculo, mientras Cassini y Daena daban instrucciones e indicaciones. Dentro del armazón de una bóveda destruida que se encontraba a la derecha, Odeinath advirtió algunas burbujas en el agua que se convertían en espuma blanca con vapor sobre la superficie. Metió la mano en el agua y apenas la encontró más fría que en un mar de Thetia.

«Esta hazaña y el bravo sacrificio de la Tercera Centuria de la Octava Legión, que resistió los refuerzos tuonetares hasta que los elementos de choque de la Novena alcanzaron los muros, permitió a nuestros ejércitos entrar en la ciudad. Fue entonces cuando el plan del Jerarca (¿por qué siempre se refería a sí mismo en tercera persona?) se puso en marcha, y los manantiales que habían hecho posible la existencia de los habitantes de Tuonetar se convirtieron en el instrumento de su caída. Pues el agua estaba en todas partes y era la fuente de gran parte de su poder. Los magos de Exilio de la división atacaron primero...»

Ahora se encontraban en aguas abiertas, remando con rapidez a través del espacio despejado y luego hacia el interior de otra calle en el otro extremo. Las aguas eran ya menos profundas; faltarían otros cien metros para alcanzar el punto donde terminaba el mar y las calles no estaban cubiertas de agua. No había hielo en los tramos inferiores, sin duda debido al calor, pero lo habría abundantemente más arriba.

«Con los vientos de aguas cálidas liberados y los Elementos provocando confusión en las calles, se aplastó con facilidad la resistencia en el perímetro exterior y el ejército penetró en la ciudad. Nuestros aliados corrían en la delantera, fieros luchadores aunque faltos de disciplina y ansiosos de gloria y rapiña, mientras las legiones avanzaban en adecuado orden reduciendo al enemigo a su marcha. No mostraron misericordia alguna, especialmente con aquellos que se hacían llamar los Vigilantes, instrumentos de la tiranía tuonetar del terror, quienes eran, de hecho, los que resistían con mayor encono, pues sabían que sus vidas no serían perdonadas.»

—Tú deberías ser el primero —dijo Daena al llegar donde acababa el agua y empujar suavemente el bote hacia un lugar seguro entre dos pilares de un edificio, chirriando la proa contra las piedras de las calles anegadas—. Después de todo, tú eres la razón por la que estamos aquí.

Odeinath bajó del bote con cuidado. Se detuvo un instante a contemplar el vasto paisaje en ruinas que se extendía ante él y sus ánimos se levantaron momentáneamente.

«Pero, aunque determinados como estaban los Vigilantes a vender caras sus vidas, fueron incapaces de frenar nuestro avance, pese a que actuaron más como asesinos que como guerreros. La gente de la ciudad parecía temerles más a ellos que a nosotros, e intentaron bloquearnos el paso con instrumentos y cuchillos de cocina, aunque inútilmente, pues en una hora ya nos habíamos abierto paso hasta las grandes bóvedas del interior. Nuestros aliados nos aseguraron que estaban ya despejadas, así que las legiones de Thetia finalmente se esparcieron por el corazón de la tiranía tuonetar y el destino de Aran Cthun quedó escrito.»

En aguas tropicales podría haber sentido la tentación de salir del barco con un gran salto, pero aquí se mostró más cauto, subiéndose por la borda y metiéndose en el agua cálida que le llegaba por los tobillos para llegar a tierra firme, donde se encontraban las calles de Eridan. Vio a Granius haciéndole un gesto de asentimiento mientras seguía su ejemplo metiéndose con el bote por la siguiente calle a estribor.

Odeinath estaba en Eridan.

«Fue aquí donde luchamos la última y más cruda batalla de la guerra, cuando los tiranos nos lanzaron sus tropas personales, las legendarias Guardias Rojas. Fue un acto de desesperación, pues la ciudad ya había caído, y mientras que la columna comandada por el emperador enfrentaba una fiera resistencia, la otra dirigida por el mariscal Tanais ya había irrumpido en el interior del palacio. No había ningún orden o línea de batalla, tan sólo un confuso tumulto, pero fue aquí donde la gesta más sangrienta y siniestra de la batalla tuvo lugar. Pues cuando el emperador y sus soldados luchaban a las puertas del palacio sobre un cúmulo de cadáveres, un soldado enemigo que había fingido estar muerto se levantó y abatió al emperador por la espalda.»

Delante de él se alzaba la más grande de las bóvedas, que debía de haber sido el centro de Eridan. Abovedada sólo en la parte superior, con galerías circundantes por los lados. Aún le era posible ver el armazón, alabeado por el calor, y la estructura interior vacía. Odeinath señaló los restos con el dedo y Granius asintió con un gesto. Caminó con cuidado cuesta arriba, al lado de casas y mansiones ennegrecidas, sin ventanas. ¿Fueron casas y mansiones? La verdad es que no tenía ni idea.

«Sin embargo, lejos de desmoralizar al ejército, este acto abyecto no hizo otra cosa que espolear a los soldados aún más, y ni siquiera las Guardias Rojas fueron capaces de resistir a su rabia y a su furia, y a partir de ese momento no hubo autoridad en el cielo ni en los abismos que pudiera haberles impedido una justa venganza contra los enemigos que habían destruido sus hogares y desencadenado una guerra cruda e inmisericorde contra ellos durante treinta años. Y antes de que pasaran dos horas desde nuestra entrada en la ciudad, ya se había aplastado definitivamente la tiranía de los tuonetares, y los mismos tiranos y sus secuaces fueron pasados por la espada y la guerra llegó a su fin.»

Odeinath siguió hacia delante a través de las calles caminando siempre hacia arriba, con cuidado de no hundir el pie en la ciénaga de hielo y escombros o de precipitarse por alguna de las grietas abiertas que atravesaban azarosamente todo el escenario en ruinas. Fue un largo recorrido de varios centenares de metros hacia arriba por los acantilados. En más de una ocasión, siguió algún camino sólo para descubrir que finalizaba en una grieta infranqueable o una pila de construcciones derruidas.

Al fin, sin embargo, logró abrirse paso hasta lo que una vez debió haber sido el centro de Eridan, situado casi exactamente donde se produjo el desplome hacia las cavernas. Después, llegó hasta un espacio abierto alrededor de lo que debió haber sido el corazón del reino tuonetar. Odeinath advirtió que estuvo cubierto por una bóveda anillada.

En algún lugar allí cerca, hacía dos siglos y medio, Aetius IV de Thetia, Aetius el Grande, cayó ante un soldado tuonetar desconocido. Resultaba extraño pensar que Odeinath fuera uno de los primeros thetianos que había puesto el pie allí durante todos estos siglos, que la tierra que él estaba pisando fuera pisada por última vez por el Jerarca Carausius o el mariscal Tanais.

Y en el interior de aquella plaza, al otro lado de un muro fortificado destruido y tras los restos medio en ruinas de un laberinto de pasillos, Odeinath llegó hasta una construcción circular que debió de ser extraordinariamente hermosa, con sus arcos y sus brillantes pilares negros y un tragaluz en el centro cuyos restos aún permanecían en pie, y se dio cuenta de que se encontraba en el edificio que en su momento albergó el Senado de Tuonetar.

Todos se detuvieron y miraron a su alrededor. Odeinath sintió un profundo estremecimiento ante la palpable antigüedad de aquel lugar, la cantidad de historia, ahora perdida, que debió de transcurrir allí. El corazón de una civilización muerta, oradores y estadistas cuya existencia misma había sido borrada de la historia. Como sucedía también con cualquier otra parte de Eridan: lugares cuyo significado se había perdido para siempre, poetas, artistas y músicos que trabajaron en épocas más felices antes de que el reino sucumbiera ante el poder de la tiranía y después de Thetia.

Habían sido los tiranos, los líderes que reivindicaban una revolución popular, quienes trajeron aparejada toda aquella destrucción, desencadenando la Gran Guerra y provocando después que decenas de miles de sus propios ciudadanos se aliaran con los thetianos. Esos mismos aliados condujeron al ejército de Aetius a través de las montañas para el asedio final y fueron quienes se establecieron en Ralentis cuando el resto del norte fue destruido. Aunque no era eso lo que ellos hubieran querido.

—¡Capitán, capitán!

Odeinath miró alrededor, enfadado porque alguien se hubiera atrevido a perturbar sus ensoñaciones. Pensaba que había conseguido enseñar a Cassini a advertir cuándo no quería que se le molestara pero, claramente, era una vana esperanza.

Cassini estaba de pie frente a la entrada, donde quizá estuvo alguna vez la silla de un orador y donde ahora había algo que, con toda seguridad, no habían dejado los tuonetares.

Una rosa de los vientos, rodeada por una corona y con una placa con una inscripción debajo, casi oculta por los carámbanos.

Una inscripción en thetiano. Odeinath no era el primero en volver a pisar aquel lugar, pero lo que le dejó petrificado fue la rosa de los vientos.

—¡Tilao, quita el hielo! —ordenó.

El fornido isleño del norte avanzó, y con la punta de una daga abrió estratégicamente unas grietas en el hielo, que cayó al suelo haciéndose pedazos. Tilao limpió la placa con un guante y se hizo a un lado. No sabía leer thetiano.

Odeinath y el resto, sí.

A LA MEMORIA DEL SENADO Y EL PUEBLO DE ERIDAN, HERMANOS EN LA DESOLACIÓN, ALIADOS EN LA NECESIDAD. NOSOTROS, SUPERVIVIENTES DE LA REPÚBLICA THETIANA, OS SALUDAMOS OS SALUDAMOS Y OS AGRADECEMOS VUESTRA AYUDA. SIEMPRE OS RECORDAREMOS

Encontraron la caverna tres días después.

Se escuchó un silbido estridente reverberando entre las ruinas, tres breves explosiones y después otras tres más, la señal de Tilao y su grupo de que habían encontrado algo que exigía inmediata atención. El silbido inquietó a una colonia de aves marinas en los acantilados, que levantó el vuelo formando una enorme y estridente nube.

Odeinath y Cassini abandonaron la inspección de los niveles subterráneos por debajo del Senado y se encaminaron lentamente hacia el extremo noroccidental de la ciudad, donde los precipicios permanecían intactos. La marcha era más fácil al nivel de la superficie. Pero aún les llevaba su buena media hora alcanzar la cima todas las mañanas.

Las construcciones de allí arriba eran las menos dañadas. Algunas estaban casi intactas, aunque nunca lo suficiente para que su contenido se hubieran preservado, ni para que Odeinath pudiera asomarse a lo que había sido de verdad fue la ciudad con vida. Pero el complejo que habían descubierto Tilao y su gente era diferente, y él lo advirtió en seguida.

La madera de deriva, las telas y los restos de otros edificios habían convertido un pequeño complejo abovedado en el extremo noroeste en un refugio contra las condiciones climatológicas. Cualquier cosa que pudiera haber en su interior se la habían llevado sus ocupantes cuando se marcharon, pero aún quedaban huellas de las alteraciones que hicieron: un pozo profundo en el hielo donde debían encender fuego bajo una improvisada chimenea y algunos trapos sujetos en agudas protuberancias del edificio original.

Odeinath cogió uno y lo frotó con los dedos. Era arpillera, con algún retazo de otra cosa, como si hubiera sido revestida. O tejida sobre alguna otra cosa, se corrigió Odeinath, mientras miraba alrededor de la Sala, empequeñecida por el techo parcialmente destruido y remendado. ¿ La Sala principal de una vivienda, quizá?

—Hay más —dijo Tilao, agachándose para entrar. Tenía tantas pieles encima que parecía no poder moverse y llevaba el rostro cubierto con tantas capas de tejido como era capaz de aguantar sin ahogarse.

Tilao condujo a Odeinath a través de otras habitaciones similares, por un agujero en una pared de lo que pudo ser una fábrica. En una esquina había una escalera rodeada de cubiertas de lona que Tilao y su gente habían sacado cuando las vieron. Una escalera que descendía alrededor de un hueco de ascensor enorme. Todo eran extrañas reminiscencias del Cubo de Vespera. Sin embargo, el hueco de ascensor estaba roto y ni siquiera quedaban cables o maquinaria.

—Hemos bajado unos dos pisos —le informó Tilao—. Parece estar intacto a partir de aquí y puede que las luces aún funcionen, aunque no hemos podido descubrir de dónde vendría la energía.

—¿Dónde estamos? —preguntó Odeinath, sacándose de la parka su bosquejo del plano de la ciudad.

—Aquí —dijo Tilao, señalando con una esquirla de metal antes que sacarse siquiera uno de sus guantes. Odeinath sabía cómo se sentía. Incluso la emoción por la exploración se veía mermada por el frío que le había calado en los huesos. Los otros también lo sentían, aunque aún no decían nada, todavía embargados por la maravilla de encontrarse allí y estar explorando. Algunos días más acurrucándose bajo cubierta por la noche, envueltos con todas las mantas que había en el barco, y las cosas cambiarían. Odeinath lo sabía.

Cerca de aquellas puertas intactas en la caverna... ¿podía haber un camino hacia abajo? ¿Sería posible que la caverna misma se hallara aún intacta? ¿Un refugio para aquellos que se proclamaron supervivientes de la República? Habían descubierto el medio de hacer ellos mismos aquel monumento en el Senado y ésa no debió ser, seguramente, la primera de sus prioridades.

«Gracias por vuestra ayuda.» Quienesquiera que fueran aquellos supervivientes, consiguieron llegar hasta allí; encontraron algo en las ruinas que les permitió llegar hasta allí con vida y les hizo sentirse lo suficientemente agradecidos como para dedicar una placa a sus enemigos, muertos hacía mucho tiempo.

Quizá no fueran enemigos. La República había sido anulada por el imperio, como lo habían sido también los tuonetares. «Hermanos en la desolación.»

—Hora de irse, pues —dijo Odeinath cogiendo su linterna, que llevaba colgada en la mochila, y encendiéndola. Los otros hicieron lo mismo. Estaban gastando sus suministros de energía a un ritmo preocupante, pero Odeinath ya había decidido que regresarían a los trópicos después de aquello para navegar durante un largo período en los cálidos mares azules y disfrutar de una estancia en algún puerto civilizado. No en Thetia; jamás en Thetia. Pero quizá en Athandria, en las Islas Occidentales y desde allí, hacia el oeste, en dirección a Mons Ferranis, ¿a ver a Bahram? Puede que ya no estuviera allí. En su última carta había mencionado la posibilidad de pasar un tiempo en Vespera.

Lo podía decidir más tarde. Mientras los demás encendían las linternas, Odeinath estudió el tamaño de los escalones y, a continuación, inició el descenso contando los peldaños al bajar. No estaban resbaladizos, como se había imaginado; alguien les había quitado el hielo y la cubierta superior había impedido que se volvieran a congelar.

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