El primer movimiento del Cuarteto Emperador se acercaba ahora a su fin. El segundo era el característico con el que se anunciaba que Valentino pronto haría su aparición en la Sala. Alrededor de Pandolfo crecía el alboroto.
¿Ya estaban allí Iolani y su gente? Rafael no había visto rastro de ellos, pero estaba seguro de que su presencia no pasaría inadvertida. Los agentes de Silvanos se encontrarían allí por fuerza, pues se trataba de un evento imperial. Estarían camuflados entre los sirvientes o con máscaras y atuendos diseñados para pasar desapercibidos. Existían unas normas de jerarquía implícitas de hasta dónde podía llegar la magnificencia y la espectacularidad de los disfraces, algo que Leonata y Rafael estaban desacatando de maneras muy diferentes.
Las notas del primer movimiento llegaron a su fin y, un momento más tarde, el cuarteto inició la familiar melodía del Cuarteto Emperador, el movimiento que todo el mundo conocía. Las miradas se dirigieron hacia la puerta y los murmullos amainaron un poco. Valentino haría una entrada triunfal, no había duda de ello, pero Rafael estaba casi seguro de que aguardaría hasta el final del movimiento.
Salió al exterior, para observar inmóvil cómo los invitados, lentamente, se desplazaban hacia el extremo sur del salón, alrededor de las puertas con la cabeza de toro por encima de ellos. Prácticamente ya estarían todos presentes y la ausencia de Iolani era preocupante. Significaba que trataba de eclipsar al emperador llegando más tarde que él, lo que no era una buena señal. La ligera aunque fastidiosa intuición que le había perseguido durante todo el día se intensificó. Era una ocasión demasiado fastuosa para que no ocurriera alguna cosa, y cuando tuviera lugar, alguien, posiblemente un gran número de personas inocentes que estuvieran por allí, morirían.
La gente de Silvanos lo sabía tan bien como él. Plautius le había convocado esa misma mañana y parecía más frustrado que de costumbre. Habían desplegado a todos los agentes disponibles para vigilar a los invitados y el baile de máscaras, y había hombres armados con los colores imperiales y de Ulithi aguardando en lanchas en los embarcaderos, por si se producía un ataque. Según se había dicho, Valentino había querido emplazar rayas en la Marmora, pero el Consejo no lo había autorizado, alegando que la seguridad en el agua era asunto de ellos y que no querían oír hablar de tener navíos extranjeros armados en la Estrella o en la Marmora.
—El Consejo se ha puesto en una situación comprometida —había dicho Silvanos un poco más tarde.
¿Es que alguna vez el Imperio había hecho mucho caso al Consejo?
Casi todos estaban ya concentrados alrededor de las puertas. Los invitados se dispusieron en forma de una tosca media luna enfrente de la entrada, más o menos por orden de rango, pero arreglándoselas para dar la impresión de haber llegado a su puesto accidentalmente. Incluso los grandes de Vespera y el Imperio podían comportarse como niños excitados; Rafael había tenido ocasión de comprobarlo dos días antes con los estarrin. Los sirvientes se movían por los bordes, recogiendo copas abandonadas y rellenando bandejas.
Mientras observaba a la multitud más que la entrada, Rafael fue uno de los pocos que divisó una figura de negro en una de las ventanas que daban al patio, una magnífica pantera negra con una máscara y una capa de marta cibelina que no tenían precio, y una túnica negra como la noche. Naturalmente, era el disfraz de Silvanos, el cual encajaba con su carácter. Era demasiado reconocible para buscar un disfraz con el que pasar desapercibido; de manera que optó por el elemento siniestro e imponente.
Resultaba irónico que, sin haber hablado siquiera, las elecciones de Rafael y su tío fueran tan parejas.
Al acabar la música, no fue un personaje de las páginas de Ethelos el que entró en la Sala. Valentino llevaba armadura, pero era una armadura de hacía dos siglos, espléndida en su azul cobalto pero carente de toda ornamentación. El yelmo era un yelmo ordinario de soldado del mismo período, sin plumas pero con la corona plateada de la victoria. Y su máscara, también plateada, había sido moldeada a partir de una estatua de Aetius el Grande, vencedor de la guerra con los tuonetares.
Exactamente como Rafael había predicho y Leonata había apostado. Rafael casi podía escuchar los suspiros amortiguados de todos aquellos que habían apostado por un héroe de la antigüedad. Ellos deberían haberlo pensado mejor... pese a lo glamurosos que eran los héroes de los antiguos poemas épicos y tragedias, no eran otra cosa que imperfectas encarnaciones para un mundo que había perdido su equilibrio, reliquias de una era más violenta. Aetius era un verdadero héroe thetiano con el beneficio añadido para Valentino de que había sido inocente del último crimen de la Gran Guerra, la destrucción de la civilización tuonetar. Esa había sido obra de su hermano gemelo y su mariscal, Tanais, después de la muerte de Aetius.
La media luna se volvió a expandir, mientras unos se apartaban y otros (bastantes más de los que Rafael se esperaba), formaron una avenida improvisada en el centro para rendir sus respetos a Valentino. Detrás de él iba Aesonia, vestida como una diosa marina, Thetis o Thalassa, con unos dibujos y matices verdes y azules tornasolados, que tenían que haber sido fijados mediante magia acuática. Y también detrás iba Gian, con un disfraz menos extravagante de halcón.
Los sirvientes añadieron más incienso en los quemadores de las paredes. Estos despedían densas bocanadas de humo que empezaron a envolver a Rafael, quien olisqueó el aire, preguntándose si Gian intentaría algo tan tosco, pero no había ningún tóxico que reconociera. Sencillamente perfumaba el ambiente.
Casi todos los que tenían algún predicamento en Thetia estaban allí aquella noche. Un lugar peligroso en el que estar, sí, pero ¡qué lugar! Allí era donde Rafael debería haber estado toda su vida, donde el quería estar: en el centro del poder, en el corazón de la civilización. Donde lo que importaba realmente era el intelecto y no el cuerpo, donde las redes y las intrigas eran urdidas por los mejores en medio de música, arte y carcajadas.
Iba a tener que trabajar mucho para ponerse al día.
* * *
—¿Por qué no están aquí? —preguntó Vaedros ansiosamente. Debía de haber estado frotándose las manos, pues empezaban a estar manchadas del maquillaje de chamán.
—Me temo que habrán sido puestos al descubierto —dijo Correlio Rozzini, disfrazado como un mago salido de un viejo cuento. Nada podría haber sido más inapropiado, pensó Leonata intentando ignorar el tufo a vino en el aliento de Correlio. Había hombres y mujeres en el Consejo que ella respetaba y que se mostraban inclinados a apoyar al emperador, Gian, por ejemplo, pero Correlio no aportaba nada bueno a la causa de Valentino.
—Iolani podrá ser muchas cosas, Correlio —dijo Leonata—, pero no es ninguna cobarde.
—Es propio de cobardes matar a alguien —subrayó Correlio—. Hacer explotar su navio.
Sus dos acompañantes, uno de ellos sin duda alguna el gandul de su hijo Jacopo, refrendaban sus palabras con un gesto.
—Y seguro que es propio de alguien más honorable venderse a sus enemigos... ¿verdad? —dijo Leonata amablemente, y se marchó antes de que Correlio pudiera recuperarse para replicar. La gente de Aesonia había estado ocupada, a juzgar por el humor de los consejeros. Ella había influido definitivamente en un tercio de ellos, y si hubiera sido sensata habría exigido a uno o dos más mantener en secreto su verdadera lealtad. ¿De verdad condenarían a uno de los suyos, con el visto bueno del imperio?
—Mazera —dijo ella, sin tomarse la molestia de bajar la voz—. ¿Podemos permitirnos a Correlio?
—Más o menos —dijo Mazera, vacilando, y añadiendo de inmediato—: La pregunta es: ¿seguiría siendo el corrupto comprado que es o el imperio tendría que darle más oro?
El oro, del que aparentemente el imperio tenía reservas ilimitadas, junto con el hierro y otros metales, nunca había sido común en Thetia. Finalmente llegaron a Vespera grandes cantidades para ser vendidas, menos en los últimos años, pero ella estaba bastante segura de que el Imperio aún guardaba bastante.
¿Dónde estaban los jharissa? Valentino avanzaba por el medio de la avenida que habían formado sus admiradores. Hacía más de dos horas que el baile de máscaras había comenzado y todos los individuos influyentes deberían estar ya allí. Incluso los tres clanes más pequeños aliados a Iolani habían hecho su aparición.
—Flavia, sal al balcón a refrescarte un poco y dime qué ves; pensándolo bien, busca a Anthemia. Ella tiene mejor vista que cualquiera de nosotros.
Estando en el balcón, concluyó el
Vals del Emperador
y, en medio del súbito silencio, el maestro de ceremonias golpeó su lanza tres veces contra el suelo.
* * *
Como por arte de magia, quedó despejado un espacio en el centro de salón, mientras la gente se apresuraba para apartarse a los lados y dejar sitio para el baile. Y Valentino salió.
¿Con quién bailaría? Aún no estaba casado, algo que Aesonia estaría ya pensando en arreglar, según especulaba Rafael, pues treinta y ocho años era una edad imprudentemente avanzada para casar a un heredero al trono. A alguien debía tener en mente. Pero a falta de una esposa, Valentino debería bailar con la gran thalassarca de más edad, lo que significaba... Rafael sonrió.
El sentido de suficiencia del emperador se vería halagado.
Leonata salió a escena, un colorido contraste con la solemnidad de Valentino. Más de uno alrededor de Valentino reprimió una sonrisa. ¿Habría elegido Leonata su disfraz para este momento? Aesonia debería estar echando humo.
Pero el emperador no mostró signo alguno de incomodidad cuando él y Leonata avanzaron y se hicieron las reverencias de rigor, tomaron posiciones y el baile empezó.
Era un vals imbriano, muy rápido y que exigía una gran destreza, casi pensado para dejar en evidencia a un bailarín desprevenido con la guardia baja, una insensata elección, excepto que, como rápidamente se hizo notorio, Leonata y Valentino consiguieron bailar estupendamente, tanto que era un auténtico placer el contemplarlos.
El silencio era casi absoluto mientras el público observaba embelesado al emperador y a la gran thalassarca dar los pasos impecablemente y con gracia, hasta que, finalmente, el baile acabó y el salón prorrumpió en una salva de vítores. Las reverencias que se hicieron el uno al otro al final parecían verdaderamente amistosas. Después, cada uno se fue por su lado; Valentino en busca de otra pareja y Leonata se abstuvo de continuar. Después todo, ella tenía casi veinte años más que él, y los valses imbrianos eran agotadores.
—¿Dónde habrá aprendido él a bailar así? —se preguntó Rafael, medio para sí mismo, sin esperar respuesta.
—Yo le enseñé —dijo una voz. Rafael buscó a su alrededor y bajó certeramente la mirada hacia un anciano que estaba sentado en una silla de madera, con un solo miembro del séquito cerca de él. La armadura de Rainardo Canteni colgaba de él como si estuviera en un palo y su máscara... se había puesto su propia máscara mortuoria. Rafael lo advirtió con un escalofrío.
—Este es el último —dijo Rainardo con total naturalidad. La piel de sus manos era puro pergamino, tan inconsistente que apenas parecía estar allí—. Por eso vine como un hombre que debería haber muerto hace muchos años y se habría ahorrado esto.
Hizo un gesto al ayudante, que se marchó y al poco tiempo regresó con un taburete que desplegó y situó al lado de Rainardo antes de retirarse de nuevo. No había gente cerca de donde estaban, al lado de las ventanas que daban al patio, apartados del emperador y de la bulliciosa pista de baile.
—Toma asiento maese León, no tengo ningunas ganas de coger una tortícolis por mirarte.
Rafael obedeció, preguntándose por qué el anciano le había escogido a él. ¿O es que, simplemente, se encontraba solo, abandonado en una esquina hasta que sus amigos pudieran atender a sus responsabilidades y regresar? Rafael no podía imaginarse que Gian hubiera abandonado a su viejo amigo durante más tiempo del necesario.
—¿Por qué enseñaste a bailar a Valentino? —le preguntó Rafael.
—Porque de un bailarín sale un mejor espadachín y de un espadachín un bailarín mejor. No es que sea importante la destreza con la espada, no ahora. Pero entrena la mente. ¿Sabes combatir?
—No, soy un espadachín horrible —respondió Rafael, sin añadir: «uso dagas envenenadas».
—Tu tío debería haberte enseñado mejor —masculló Rainardo.
¿Cómo había sabido este anciano quién era, cuando nadie más lo había adivinado?
—No te sorprendas tanto. Nadie más se atrevería a llevar aquí esa máscara con esos colores. —La máscara mortuoria plateada se volvió para mirarle directamente al rostro—. Posees la habilidad, la ambición y el orgullo de Ruthelo, y los empleas abiertamente. Puedo respetarlo, como lo respetaba en él. Pero si permaneces al servicio del Imperio, éste te hará matar. Y eso sería una fuente de auténtica pena para mí. —Su voz se había tornado dura, amarga.
Rafael clavó la mirada en el anciano, preguntándose qué demonios quería decir. ¿Por qué le debería importar él a Rainardo Canteni?
—¿Por qué?
—El capricho de un viejo —dijo Rainardo—. Porque si tu orgullo desmedido no consigue que te maten, podrías llegar a algo algún día. Y entonces, cuando yo muera, quizá pueda llevarme el escaso consuelo de haber devuelto a Thetia una fracción diminuta de lo que perdió por mi culpa.
Agitó imperiosamente la mano y su asistente apareció como por arte de magia.
—Y ahora vete. Baila y haz lo que hacen los hombres jóvenes en estas ocasiones. Vive y prospera; se lo debes a mi generación.
Rafael hizo una reverencia a la vez que Rainardo se hundía en la silla respirando con dificultad, y dejó al anciano con sus fantasmas.
* * *
Leonata se preguntaba qué significaba todo aquello, mientras observaba a Rafael perderse entre el gentío con su máscara de león, sobresaliendo, orgullosa, media cabeza sobre la mayoría del resto de invitados. ¿Cómo era posible, en nombre de Thetis, que él pensara que podía ser un buen agente con aquella estatura, su temperamento y sus facciones? No sería ésa su ambición última, entonces. Posiblemente, habría sido la mejor manera de ejercitar sus cualidades durante todos aquellos años.
—¿Quieres que salga afuera? —preguntó Flavia, de vuelta con Anthemia, después de su infructuosa inspección desde el balcón. Todavía no había indicio de ninguna barcaza jharissa y el balcón disponía de una vista completa sobre el puente de Aetius. A no ser que Iolani tuviera previsto llegar por tierra, lo que sería más problemático que otra cosa.