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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Vespera (58 page)

La
Soberana
estaba virando al oeste y ya estaba sumergida, alejándose de la isla de Zafiro hacia Vespera, mientras sus consortes la seguían. Es decir, lo que quedaba de ellas. Las otras naves habían sufrido un ataque de los buques en Corala, donde quisieron hacerse con otro de los buques del emperador. Sin embargo, la fuerza y la amenaza a los rehenes disuadieron a los atacantes.

Rafael se dejó caer de rodillas sobre el puente, atendiendo su mano llena de sangre, mientras el orgullo, la humillación, la ira y el horror le traspasaban todas sus defensas rotas.

«No soy tu sirviente, Valentino. Soy tu enemigo y formaré parte de esto sólo hasta que pueda llevaros a ti, tu madre y tu Imperio a la ruina y la desesperación, hasta que te haga lo que tú les has hecho a estas gentes, todo lo que le hiciste al pueblo de Ruthelo, todo lo que le harás a Vespera. Soy Rafael Quiridion y juro por mi vida que te destruiré.».

Capítulo 20

La Armada le dio un camarote a Leonata.

Ella no supo de quién procedía la orden, pero el herido comandante Merelos, a quien ella conocía, no las condujo ni a ella ni a Iolani abajo, al calabozo o a las bodegas, como se esperaba. Descendieron sólo un nivel y Merelos se detuvo ante la puerta de un camarote. Cogió el cuchillo de uno de los tribunos y le cortó las ataduras y la mordaza a Iolani, antes de devolverlo con una expresión de abierto desagrado.

—Mi camarote —dijo con torpeza. Tenía un brazo en cabestrillo y su rostro expresaba un dolor que no era sólo físico—. Las puertas estarán vigiladas, pero ambas podéis usarlo. El emperador ordenó que se os tratara como a grandes thalassarcas.

Iolani le miró fríamente sin decir nada, pero Leonata intervino:

—Gracias, comandante.

Un soldado le tendió una pila de ropas negras dobladas.

—Puede que os hagan falta. También las he distribuido entre los demás prisioneros y me he asegurado de que tu hija esté cómoda. El doctor la examinará para comprobar que no le quedará ninguna lesión permanente.

—¿Por qué, Merelos? —preguntó Leonata sin esperar una respuesta.

—La Armada no os habría tratado de esta manera si os hubiéramos capturado nosotros. Tenemos nuestro honor, y lo que esta noche ha ocurrido aquí lo mancha. Soy el capitán de la
Soberana
, y mientras permanezcáis en mi buque seréis tratados como ciudadanos thetianos y seres humanos. Si necesitáis alguna cosa, hacédmelo saber y haré todo lo que esté en mi mano.

—Gracias —dijo Leonata y vio el corte medio seco en la mejilla de Iolani, sabiendo que también tendría otros por el resto del cuerpo—. ¿Tienes alcohol o algún desinfectante para limpiarle las heridas?

Merelos asintió con un gesto, abrió la puerta y las hizo pasar. Leonata oyó el ruido de la llave en la cerradura tras ellas, y a Merelos dando órdenes a los guardias. Después, sus pisadas se perdieron en la distancia.

Leonata le cogió el brazo a Iolani con cuidado y la condujo a través de la Sala principal, más grande que la que cualquier buque normal se hubiera permitido para el primer oficial, y la llevó hasta el dormitorio más pequeño. Lo mejor sería estar lo más lejos posible de los guardias.

—Iolani —dijo Leonata suavemente y sentando a la otra mujer sobre la cama. Iolani respiraba entrecortadamente, mientras se pasaba una mano por los labios y su mirada andaba perdida en la distancia infinita. Leonata le sirvió un vaso de agua y le cerró a Iolani los dedos alrededor de él, antes de beber ella y advertir lo aturdida que se encontraba.

Sin decirle nada, Leonata persuadió a Iolani para que se pusiera bien las ropas, aunque los dedos de Iolani estaban entumecidos y Leonata tuvo que abrochárselas por delante. Alguien, quizá uno de los oficiales navales, había aflojado las ligaduras de Iolani para permitir que la sangre le fluyera por las manos, lo que fue un pequeño gesto de piedad.

Al otro lado de la ventana, el agua estaba pasando del color negro al gris oscuro y por momentos clareaba. Merelos regresó con un poco de brandy y algunos paños limpios. Leonata se lo agradeció y regresó al dormitorio.

—Iolani, ahora te encuentras a salvo —volvió a decir Leonata. ¿Es que la crueldad de Aesonia le había hecho perder la razón?

—Estoy aquí, Leonata —dijo Iolani, aunque su voz carecía de vida alguna y había perdido incluso el tono brusco y mordaz que solía tener. Iolani se llevó el vaso a los labios y dio un sorbo—. Yo tengo un lugar en mi mente, un refugio. Ellos no pueden penetrar en él, todavía no. Me protege un poco de lo que ella me ha hecho esta noche. Pero no servirá de nada cuando sus hechiceras de la noche se lancen sobre mí. Sé lo que te hacen.

—¿Es que te han atrapado alguna vez? —le preguntó Leonata. No era algo de lo que quisiera hablar, pero tenía que sacar de su caparazón a Iolani, al menos durante unos momentos— ¿Cuándo?

—Yo nací en cautividad —dijo Iolani—. Cuando tenía siete años, algunos de mi sección se escaparon. Los guardias nos cogieron al resto de nosotros y nos pusieron bajo vigilancia en el exterior, en la nieve, sobre la ladera de la montaña, y cuando la mitad de nosotros murió sin revelar nada llevaron a una hechicera. Yo fui la primera a la que se acercó, y yo no sabía nada de nada. Ella se adueñó de mi mente y, a continuación, al no encontrar nada de lo que buscaba, tomó los recuerdos de mi madre y los transformó en pesadillas.

«¿Qué?» Leonata se sentó, absolutamente paralizada. Apretaba los dedos convulsivamente intentando asimilar la brutalidad de lo que Iolani acababa de contarle que había soportado. El horror puro y atroz de lo que le hicieron a Iolani.

—Así que ya ves, juré que si alguna vez llegábamos a gobernar Vespera, no habría magos en la ciudad —dijo Iolani—. Ni hechiceras de la noche.

—¿Guardias? ¿Hechiceras de la noche? —consiguió decir Leonata—. ¿Qué ocurrió, Iolani?

—Ya lo sabes, ¿no?

—Sé que tú y tu pueblo fuisteis los supervivientes de la República —dijo Leonata—. Descubrí un informe acerca de una flota que se dirigió hacia el norte después de la caída de Corala. Pensé que ellos habían logrado escapar.

Iolani empalideció más aún, si es que eso era posible.

—¿Escapar? Pensé que lo sabías Leonata. Nadie escapó.

—Entonces, ¿qué fue lo que ocurrió?

Iolani dejó el vaso y se empezó a masajear las muñecas, marcadas profundamente por las cuerdas.

—Ellos embarcaron a la gente de Corala, a todos los seguidores de Ruthelo y a sus familias en aquella flota y los llevaron hacia el norte, hasta Thure. Había quince o veinte mil en aquel primer cargamento, y llevaron otras flotas más tarde. Nosotros estábamos en el segundo. Me refiero a mi familia, porque yo no había nacido todavía. Los pusieron a trabajar en la construcción de un puerto y después los condujeron al interior, hacia las minas, y los obligaron a extraer metal hasta morir. Alguien había explotado las minas con anterioridad, quizá el antiguo imperio, y ellos tenían a algunos descendientes de los tuonetares trabajando allí. Mi madre era uno de ellos.

»No te puedes imaginar cómo es el norte hasta que has estado allí. Nunca te libras del frío, ni siquiera en sueños. Nada vive allá, nada respira. Sólo hay hielo y montañas. La mitad del año no sale el sol y la otra mitad nunca llega hasta arriba, pero yo no vi el cielo hasta la noche en que nos sacaron afuera y ya no volví a verlo hasta al cabo de seis años.

»No nos encadenaban, porque no había ningún sitio adonde escapar. Sencillamente nos hacían trabajar hasta la muerte y se llevaban el metal al sur, para construir el nuevo imperio. Debieron de tener durante un tiempo a más de la mitad de sus tropas allí arriba pero, naturalmente, nosotros no lo sabíamos. No hacíamos otra cosa durante el día que trabajar, dar golpes a las piedras y depositar todo el metal en carretillas. Los afortunados conseguían encargarse de los hornos, donde se fundían el metal y hacía calor.

»Nos permitían tener niños, pues morían muchos y siempre necesitaban más esclavos. Querían que nosotros permaneciéramos expiando lo que habíamos hecho para siempre jamás. Un pueblo entero viviendo en la oscuridad de las minas para siempre. Disponían de hechiceras de la noche entre los guardias para bucear en nuestras mentes en busca de algún plan de fuga y para castigarnos cuando decidían que debíamos ser castigados. Ese castigo no dejaba huellas, ¿sabes?, así después estábamos en condiciones de trabajar.

»Y entonces las minas empezaron a agotarse. Eran viejas minas tuonetares y habían sido explotadas hasta el límite. Empezaron a conducir a la gente en columnas hacia otras minas, no sabíamos dónde. Finalmente, se nos llevaron a mi padre y a mí. Mi padre murió en el camino y yo estuve a punto de hacerlo.

»Sin embargo, algunos de los míos habían escapado antes, hacia el oeste, hacia Eridan. Encontraron a los descendientes de los tuonetares e hicieron una alianza. Ellos asaltaron las últimas tres columnas y también la mina, y rescataron a todos los que pudieron. Hicieron creer al imperio que habíamos muerto en el hielo y luego nos llevaron a Eridan, donde estuvimos a salvo. Y al final, vinimos al sur.

Cuando Iolani terminó su relato, contado en aquella voz plana e inerte, sin indicio alguno de autocompasión, Leonata tuvo que obligarse a respirar. Se sentía mareada, aunque no había comido nada desde hacía muchas horas. Las imágenes y las palabras se apiñaban en su cabeza, así como los horrores que Iolani había evocado con aquella falta absoluta de emoción (que era lo peor de todo) mientras contaba a Leonata lo que de verdad ocurrió con los clanes de Ruthelo.

Azrian, Theleris, Eirillia, Aphraon... todo aquel esplendor, todo lo que habían sido, arrasado en una venganza tan monstruosa que dejaba corta toda descripción. Demasiado para asimilar, ahora y durante mucho tiempo.

Iolani aún estaba sentada allí con la mirada fija en Leonata. Se había ido irguiendo cada vez más mientras hablaba y se había abrazado las rodillas hasta que no pudo encogerse ya más; le temblaban las manos por el esfuerzo de mantenerse abrazada con tanta fuerza.

Un alma perdida.

«Es un prodigio que aún conserve la cordura», pensó Leonata encontrándose con sus fríos ojos azules y desprendiendo con suavidad las manos de Iolani de sus rodillas. Su mano derecha había vuelto a sangrar. Iolani se resistió un momento, pero Leonata sonrió y ella se relajó.

—Es la primera vez que se lo has contado a alguien, ¿verdad?

—Todo mi pueblo lo sabe. Le conté algo a Corsina, a Anthemia menos.

—¿Por qué no nos lo dijiste? —le preguntó Leonata. El mar ya había adquirido su tono verde azulado y los troncos de un bosque de kelp ondeaban a media distancia.

—No sabía lo que pensarías.

—¿Es que te imaginabas que te iba a condenar a ti o a tu pueblo de haber sabido toda la historia?

—Dices eso ahora que somos aliadas desde hace mucho tiempo —dijo Iolani—. Pero ¿qué habrías dicho la primera vez que me acerqué a ti?

Leonata sostuvo la mirada de Iolani durante un largo momento y Iolani asintió con reticencia.

—Lo mismo —dijo ella—, pero yo no te conocía entonces, ni a Arria, ni a Asdrúbal, ni a ninguno de los otros. No creí que quisierais arriesgar la neutralidad de la ciudad por la oportunidad de conseguir algo más.

—¿Cómo pensabas que funcionaba la ciudad? —le preguntó Leonata sorprendida sinceramente. Leonata se había criado en la ciudad, donde el comercio, el riesgo y las complejidades de la Bolsa eran cosas a las que uno se acostumbraba desde niño. El mundo de Iolani había sido muy diferente.

—Lo sé, lo sé. Pero cuando yo llegué aquí todo lo que sabía era soñar y odiar.

—¿Por qué fundaste el clan?

—Fue idea mía. Me ofrecí voluntaria como espía para venir al sur, y entonces me di cuenta de que un clan sería una tapadera perfecta. Tenemos más hielo de lo que la ciudad pueda necesitar nunca.

Y también una gran cantidad de hielo estaba alojada en el alma de aquella pálida e irritada joven mujer, sólo un poco mayor que Anthemia y que había servido al imperio movida por la venganza. Y que ahora se enfrentaba a un sufrimiento inimaginable por haberlo intentado.

—Se cuentan muchas cosas sobre la ciudad en el Imperio —dijo de pronto Iolani—. Dicen que es débil, porque nunca nos atrevimos a hacer lo que hizo Ruthelo. Que es decadente, porque honramos a nuestros artistas y a nuestros músicos y porque somos los dueños de nuestros cuerpos. Que está corrupta porque, con tanto dinero alrededor, ¿quién no lo sería?

—Se suele llamar decadente a quien es más civilizado que uno; y corrupto a quien es más rico que uno —dijo Leonata.

Iolani casi sonríe.

—¿Y débil?

—Nosotros hemos sido débiles. «República» no es más que una palabra. Existen otras que podrían servir igualmente.

—Nos intimidarán para que nos declaremos algo que no somos y Aesonia lo utilizará para propagar más mentiras sobre nosotros. No es digno de nosotros.

De nosotros. Independientemente de lo que pudiera haber sido Iolani, de cualquier cosa que todavía fuera, se había convertido en una vesperana de corazón.

—¿Crees que deberíamos habernos arriesgado y haber actuado antes? —continuó Iolani.

—Siempre hemos estado aguardando. Sólo unos buques más, unos clanes más de nuestra parte. Esperando a que Catilina se hiciera viejo y débil.

—Ya no envejecerá —dijo Iolani, mientras los dedos de Leonata le palpaban la herida de la mano, sin resistirse ya cuando le giró la cabeza para examinarle el corte que le había hecho el anillo de Aesonia en la mejilla, un feo desgarrón.

—¿Te importa si te curo esto? —le preguntó Leonata.

Iolani la invitó con un gesto.

—No sabía que tuvieras tantas habilidades.

—Mi tía Khalia era médica. Siempre insistía en que aprendiéramos algunas nociones básicas de medicina. Incluso tuve una época en la que quise convertirme en uno de ellos, antes de mi época de química, creo. Ser médica de una emperatriz era algo muy glamuroso, muy exótico para una familia de mercaderes.

Leonata empapó la tira de tela y empezó a limpiarle minuciosamente las heridas. Iolani ni siquiera hizo el más mínimo gesto. No era sorprendente, después de todo lo que había soportado.

—En mi familia eran jardineros —dijo Iolani, después de un momento de silencio, imaginándose los árboles sobre ellas—. Se encargaban del cuidado de los jardines de diseño formal en el Estado de Theleris, en Endrema. Mi padre contaba que era una villa construida en una serie de terrazas sobre el mar, con una cascada que corría por el patio central y una terraza desde donde podías observar el amanecer sobre el mar. Mi familia vivía en una casa encima del jardín. Ahora se encuentra en territorio imperial, así que dudo que vuelva a verla alguna vez.

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