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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Vespera (55 page)

—Ríndete —dijo el hombre con aspereza—, o muere.

—Me rindo —dijo Rafael al instante, con el aliento contenido en la garganta. Y sintió otra punzada de terror: si esos hombres pensaban que estaba mintiendo, estaría muerto antes de darse cuenta.

Pero Rafael no estaba mintiendo y el tribuno debió de percibir su miedo. Le dio una fuerte patada a Rafael en la espalda, arrojándole hacia adelante sobre las piedras con la suficiente fuerza para hacerle una buena herida en la cabeza. Rafael consiguió reprimir un grito de dolor. No es que eso fuese a hacerle ganar el respeto del tribuno.

También era inútil tratar de persuadirle de que estaban del mismo lado. Rafael aguardaría hasta que llegara alguien con más autoridad; resistiría hasta entonces. Un individuo de negro y calado hasta los huesos era exactamente igual a otro para aquellos hombres. Por eso Rafael se obligó mentir a pesar de los latidos de su corazón golpeándole el pecho, mientras el tribuno, con una rodilla sobre su espalda, le retorcía las manos por detrás y le ataba las muñecas con una fuerza terrible. Poco después, sus tobillos recibieron el mismo trato y entonces Rafael ya no pudo ahogar un grito de dolor cuando el tribuno le cogió las piernas heridas y se las ató por la espalda a la cuerda alrededor de las muñecas.

El tribuno se marchó, y Rafael se quedó tirado en la calle, manchando las piedras con la sangre que brotaba de la brecha que tenía en la frente y con un dolor enervante que no cesaba en su pierna. La vista se le nublaba por el dolor, pero podía oír otros gritos, una horrible tos con flema en una ocasión, cuando alguien no respondió rápidamente a una pregunta, el alarido de un niño, silenciado rápidamente. De vez en cuando, los tribunos intercambiaban un grito y, una vez, creyó oír otra de aquellas armas de éter de los jharissa que estaba siendo utilizada.

De alguna forma, el dolor no era nunca suficiente para que perdiera el conocimiento, ni siquiera cuando empezaron los calambres en los músculos forzados en aquella posición. Había otros a su alrededor, inmovilizados de manera parecida, y algunos sollozaban desesperadamente por el dolor.

Rafael, al menos, sería liberado cuando Valentino lo reconociera. Lo que esperaba al resto de de los habitantes de Zafiro, o a Leonata o a Anthemia, sólo podía imaginárselo.

Si todavía estaban vivos. Había más gente con vida que muerta, o quizá sólo lo parecía, pero...

Sus pensamientos quedaron ahogados de nuevo por el dolor, a pesar de que trataba de concentrarse en alguna cosa. Apenas podía notar las manos.

Y entonces, un segundo más tarde, otro tribuno se inclinó a su lado y le liberó de repente de aquella terrible presión. Durante un instante, el dolor le estalló como una daga en el cráneo y a lo largo de la espina dorsal, pero luego desapareció para volver cuando le desataron los tobillos y alguien le empujó hacia adelante con fuerza. Rafael cerró el ojo derecho, pues le estaba entrando sangre en él, pero pudo ver a los tribunos recoger a sus otros cautivos, tres o cuatro cada uno, y llevárselos como si fueran ganado.

Por un momento pensó que iban a llevarle a la playa, pero entonces apareció otro tribuno que le agarró la barbilla con fuerza para mirarle el rostro y dio instrucciones diferentes.

No podían estar lejos de la plaza, pero la calle era empinada y la pierna le dolía más a cada paso, tanto es así que fue para él un alivio que le obligaran a ponerse de rodillas cando finalmente llegaron a la plaza.

Rafael levantó la mirada de inmediato. Había unas tres docenas más o menos de tratantes árticos cautivos y todos los representantes de los clanes que habían estado con Iolani menos uno. ¿Quién era el que faltaba? Ah, era el que Rafael pensó que podría ser salassano.

Leonata y Iolani estaban fuertemente vigiladas junto a los restos de la mesa de mando. Leonata estaba pálida, pero sin atar y se frotaba las muñecas. Iolani estaba atada a una columna, con el rostro descompuesto y el cabello alborotado, con un aspecto apenas humano. Un momento más tarde, Rafael se dio cuenta de que también la habían amordazado.

Rafael siguió la mirada de Leonata, y vio a Anthemia inconsciente en el otro lado de la plaza y a un tribuno junto a ella, como si hubiera habido un asesinato. Uno de los ojos del tribuno mostraba un incipiente y enorme moratón. El hombre sostenía dos cuchillos, no uno. ¿Habría matado ella a alguno de ellos? No, por favor. Herido sí, pero ella no se merecía una muerte sobre su conciencia, ni siquiera la de uno de aquellos violentos bárbaros que Valentino adoraba.

¿Qué importaba? Se había acabado. Todo se había acabado, Valentino había capturado a dos altas thalassarcas y a los suficientes representantes de clanes como para involucrar a media Vespera en la conspiración de Iolani, una vez se determinaran las redes de alianzas. Debería bastar para hacer añicos la credibilidad del Consejo y dar a Valentino el pretexto que necesitaba para emprender acciones contra la ciudad.

Fueran cuales fueran los sueños que tenían los vesperanos y las esperanzas que Leonata acariciaba de una república vesperana, habían desaparecido.

«Príncipe de un fragmento de una Thetia dividida.»

* * *

Qué final tan brutal.

Leonata vio cómo arrastraban a Rafael, como un prisionero igual a los demás y apartó la vista rápidamente, dirigiéndola hacia donde se encontraba su hija inconsciente, con una enorme contusión que empezaba a aparecer en su frente. Era una exigua consolación pensar que habían hecho falta cuatro tribunos para reducirla, uno de ellos inconsciente ahora y el otro apuñalado con su propio cuchillo. Aún así, era una cautiva, como Leonata e Iolani. Todo lo que Valentino necesitaba. Y ahora ella ya sólo esperaba el golpe final.

Thetis, había estado demasiado segura de sí misma, segura de que Zafiro estaba a salvo, de que los cuarteles de Iolani estaban demasiado bien protegidos para ser atacados. Corala había sido salvada gracias al aviso del espía de Iolani (quienquiera que él o ella fuese), y Zafiro debería haber estado a salvo.

A salvo de cualquiera, excepto de Valentino. Hombres como él no había más que uno en cada generación, como mucho. Y éste era su enemigo.

Leonata se apartó el pelo mojado del ojo y volvió a frotarse las muñecas, como si así pudiera borrar el recuerdo de las sogas con que se las habían atado. Como si, de alguna manera, todo aquello no fuera más que una pesadilla, la creación de alguna hechicera de la noche que se hubiera escapado del mundo de su infancia.

Incluso ser la víctima de alguna hechicera de la noche sería mejor que la realidad que estaba viviendo. Leonata estaba en la isla de Zafiro, controlada ahora por las tropas del Imperio, esperando a que Valentino hiciera su entrada triunfal, en medio de las ruinas de lo que ella había tardado dos décadas en construir.

Sería mil veces más soportable si Anthemia no hubiera estado allí.

Había sido Anthemia quien las había salvado, a ella y a Iolani, del azote de la ola, obligándolas a salir corriendo. Después, increíblemente, había logrado no perder los estribos detrás de ellas y pudo apartar a Leonata de un edificio segundos antes de un impacto que la hubiera matado. Tras la retirada de las aguas, Iolani apenas tuvo tiempo de volver la vista atrás para buscar a sus tropas antes de que los tribunos descendieran. Entonces, Iolani y Anthemia presentaron batalla y fue cuando empezó de verdad la pesadilla.

Leonata oyó un murmullo de voces y levantó la vista para ver a Aesonia recorrer la plaza poco después, con una expresión triunfal sobreponiéndose a la de extenuación. La habitual multitud de acólitas parecía diferente aquella noche. Eran más numerosas las túnicas verde y azul oscuro que las magas. Éstas, probablemente, habían trabajado hasta llegar al agotamiento... Leonata tomó aliento y observó la figura al lado de Aesonia. Alta donde Aesonia era majestuosa, dura donde Aesonia era regia, pero igualmente magnífica en su túnica azul marino y con la diadema de plata, sonriendo fríamente a los prisioneros reunidos.

Era Hesphaere, abadesa de Sarthes.

Hesphaere se encontró con la mirada de Leonata poco después, y su sonrisa se hizo incluso un poco más amplia. Aún creció más cuando alcanzó a ver a Iolani maniatada a un pilar.

Parecía como si la cordura de Iolani, que ni en sus mejores momentos había sido muy sólida, se hubiera resquebrajado por la tensión acumulada. Su mirada dejaba traslucir el crimen, la cólera y el miedo; más aún: se encontraba más allá de cualquier posible razón o explicación.

Estaba indefensa. Todos lo estaban.

Los tribunos se apartaron para dejar pasar a las exiliadas, inclinándose con verdadero respeto, y Hesphaere y Aesonia se acercaron a Iolani.

—Mía —susurró Aesonia y entonces, sacó la mano como un rayo y le dio una despiadada bofetada a Iolani en la mejilla. La sangre le manó por donde el afilado anillo de Aesonia le había penetrado en la carne—. Estúpida. ¿Creíste alguna vez que podrías enfrentarte a mí? Yo llevé a Ruthelo a su destrucción y él fue una recompensa más grande de lo que tú serás jamás.

Iolani luchaba para zafarse de las cuerdas, pero no había nada que pudiera hacer. Y Aesonia sonreía.

—Pero Ruthelo escapó de mí —continuó ella, con una voz muy baja, apenas audible para nadie—, y tú no. Mataste a mi marido, intentaste matarnos a mí y a mi hijo, y tramaste la destrucción de la abadía de Carmonde. Por eso, cuando tu gente sea ejecutada o entregada a los tribunos, como se hará sin duda alguna, tú no compartirás su destino. Sé lo que temes, Iolani, pero tu castigo será aún mucho peor. No puedes ni imaginarte cuánto.

Iolani abrió más los ojos y, durante un segundo, Leonata vio un terror descarnado, atávico, en el rostro de la joven mujer. La sonrisa triunfal de Aesonia era algo terrible de soportar.

—Tus crímenes no se merecen nada mejor —dijo la emperatriz, ahora en voz alta y dirigiéndose a los tribunos congregados— ¡El imperio tendrá justicia!

«¡Qué sabes tú de justicia!»

—Primero tienes que volver a hacerla humana, Aesonia —dijo Hesphaere, casi en tono de conversación, deslizando un dedo por la mejilla de Iolani—. Ahora es como un animal, incluso tuvo que ser amordazada.

—Será porque sabe lo que vamos a hacerle —dijo Aesonia—. Intentó iniciar una guerra civil y pagará por ello.

Se oyó otro murmullo y las dos mujeres se giraron hacia otro grupo de tribunos que llegaba con una figura familiar en el medio. Leonata mascullaba un ruego desesperado por su hija, cuando Valentino entró en la plaza dando grandes zancadas.

El emperador era otro. Rafael lo vio en un instante. Lo que estaba antes en él de manera germinal (el comandante naval, el almirante de talento, el aprendiz de emperador) había florecido en su gloria completa, y el Valentino que ahora inspeccionaba a sus prisioneros podía ser una reencarnación de Aetius IV, tanto por su presencia como por su capacidad.

Rafael estaba arrodillado y maniatado ante él, como un prisionero más. Sabía que si hablaba demasiado pronto podría resultar fatal. Por eso aguantó un poco más, mientras Valentino avanzaba a grandes pasos hacia donde esperaban Leonata y Iolani. La emperatriz y la abadesa se hicieron a un lado con gracia y con discretas reverencias y los tribunos formaron un semicírculo detrás de Valentino, cubriéndole las espaldas. Había otros en los tejados, vigilando, y aún más rastreando las aldeas en busca de más supervivientes, para conducirles como a bestias hacia la orilla.

¡Thais! Rafael alcanzó a verla en el extremo opuesto de las acolitas de Aesonia, mirando a su alrededor tan discretamente hasta que sus miradas se encontraron, mientras Valentino hablaba.

—Altas thalassarcas —dijo directamente Valentino a las dos vesperanas—, vuestra presencia aquí es prueba de vuestra traición contra el Imperio.

—Y tu presencia aquí —replicó Leonata al instante— prueba que eres un tirano. Nosotros no somos ciudadanos del Imperio.

—No malgastes mi tiempo, gran thalassarca —dijo Valentino de manera cortante.

Thais le susurró algo a una compañera acolita y se escabulló, abriéndose paso hacia Rafael entre los tratantes árticos cautivos, ignorando el odio profundo en sus miradas.

—Rafael —le susurró—, ¿por qué estás aquí?

Valentino se giró con rapidez.

—¿Acolita Thais?

Thais hizo una reverencia.

—Mi emperador, uno de tus hombres está prisionero.

Los ojos de Valentino se posaron sobre Rafael durante un largo momento, y Rafael advirtió que ya no podía leerle los pensamientos al emperador, como había sido capaz de hacer desde su primer encuentro. Habían cambiado demasiadas cosas en Valentino.

—Mis tribunos son eficientes —dijo Valentino—. Creo que tienes razón, pero debemos asegurarnos. Traedle. Pero quitadle las cuerdas.

—Lo siento —le susurró Thais, cuando el cabello le ocultó el rostro de la vista de Valentino un segundo. Cogió a Rafael por el brazo, que le volvía a sangrar, y lo condujo, pálido y sereno, hasta Valentino. Los tratantes árticos observaban ahora a Rafael con un odio implacable por su libertad.

Rafael sintió cómo se sonrojaba por ser llevado ante Valentino de manera tan pública y, de repente, comprendió que, después de todo, aquello no iba a ser fácil.

Aun así, sería más fácil para él que para todos aquellos a los que Valentino había condenado a muerte y a la esclavitud, sencillamente porque se atrevieron a oponerse a él. No, peor aún: por haber intentado vengar las terribles injusticias que les habían infligido a ellos y a sus padres cuarenta años atrás.

—Rafael Quiridion —dijo fríamente Valentino—, fracasaste en tu misión, aunque puedo aceptar eso en un hombre leal. ¿Eres leal al imperio?

Rafael vio moverse la mano de Hesphaere, y dos de sus acólitas de Sarthes con túnicas azul oscuro se retiraron. Vio los broches circulares elaboradamente labrados que llevaban y se estremeció.

Magas mentales.

Lo que significaba que si ellas no creían que él era leal, Valentino le condenaría al mismo destino que a los tratantes árticos.

Fue Silvanos quien le enseñó a vérselas con los magos mentales, pero nunca habla tenido que emplear esa habilidad. Y allí, de repente, en la isla de Zafiro, no se trataba de defenderse sino de convencerles a ellos.

—Soy leal al Imperio, mi emperador —dijo Rafael y formó en su mente una visión que sabía que ellas creerían, una visión que a ellas les iba a costar penetrar; la imagen de él mismo en el puesto de Silvanos al lado del emperador en un desfile como el del otro día en Vespera. Valentino de blanco, en pie, ufano, y Rafael a su lado, la sombra del emperador.

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