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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Vespera (68 page)

Un segundo después, explotó la pared del patio, una fila entera de habitaciones destrozadas en un instante, llevándose con ellas una gran sección de la Torre Gaeta. Mientras estaban observando, más allá de la ventana y el balcón, la cúpula de la Gaeta se tambaleó y, después, poco a poco, se vino abajo, hacia el mar, causando un estrépito de piedra derrumbándose que siguió y siguió.

—¡Abajo! —ordenó Bahram y él y Odeinath casi se llevaron a Petroz a empujones por delante de ellos, saliendo a la carrera de aquel precioso estudio con obras de arte y suelo de mármol, un lugar con siglos de historia salassana, y bajando por las escaleras, espiral tras espiral, entre una multitud de salassanos aterrorizados. Por Thetis, que no alcancen los barracones de los soldados.

No podía ver ni a Tilao ni a Daena, pero Tilao era muy corpulento y habría conseguido abrirse paso. Cuando llegaron al nivel del suelo, Odeinath vio un penacho blanco que se dirigía hacia ellos; el legado salassano tenía impreso el horror en su expresión.

—¡A las bodegas! —dijo Petroz—. ¡Que vuestros hombres vayan a los sótanos! ¡Llamad a nuestros aliados!

—Creo que nuestros aliados no están mejor que nosotros —dijo el legado, mientras daba una orden tras otra.

—Al menos dos de aquellos morteros están disparando contra el palacio jharissa —dijo Petroz—. El otro, probablemente contra Xelestis.

El propio palacio de Odeinath, su clan, aunque no había puesto el pie allí durante décadas.

—¡Id abajo! —dijo el legado mientras se producía otro estruendo. Corrieron hacia la entrada de la Torre Calandra y bajaron otro tramo de escaleras mientras el palacio volvía a tambalearse y las luces parpadeaban.

—¡Han alcanzado el palacio chiriano! —gritó alguien, desde arriba de las escaleras. Salassanos. Odeinath debería llamarlos imbrianos, aunque Imbria era simplemente el lugar que gobernaba Salassa. Ellos se sentían miembros de un clan aunque actuaban como tales.

Y estaban muriendo por ello.

Chiria... ¿quiénes eran el clan chiriano? Fueron una vez aliados de Decaris, eran un clan oscuro y pobre, apenas con recursos para mantener dos mantas que justificaran su título, pero un clan muy antiguo. Y ahora, estuvieran o no involucrados, su palacio había saltado por los aires porque daba la casualidad de que estaba en el lugar equivocado.

Había casas por las laderas de Naiad, familias durmiendo que nunca sabrían lo que las había alcanzado si una bomba de mortero les caía encima.

Un centurión salassano abrió las puertas y bloqueó a todos el acceso al interior, excepto a Petroz y algunos pocos, mientras alguien pedía a gritos que se pusieran en funcionamiento los filtros de aire. Una sala subterránea acorazada con un panel de éter, un mapa de la ciudad. Un tipo de sala que todos los clanes solían tener desde la invención del cañón de pulsaciones, pese a que nunca antes había sido utilizada, porque nadie, ni siquiera durante la guerra anterior a la Anarquía, se había atrevido a utilizar la artillería contra la ciudad.

—Pero ¿qué está haciendo? —gruñó Petroz, mientras los guardias activaban los paneles de éter y quitaban las cubiertas de los mapas—. Avisa a la Berenice. Tienen que enfrentarse a esos buques en seguida. Y dile a Arria y Asdrúbal que nos echen una mano.

—No creo que puedan —dijo Bahram—. Creo que la intención de Valentino es destruir este palacio y el de Iolani como lección y, después, pedirá al resto que se rinda.

—¡El palacio de sus propios ancestros! Es el palacio en el que creció su madre. ¿Crees que lo destruiría?

—Eso es lo que va a hacer —dijo Odeinath mientras el suelo volvía a temblar, y las luces de éter parpadearon y se apagaron.

* * *

Rafael observaba desmoronarse la torre, una cicatriz en la belleza del viejo palacio y después miró hacia el norte. No podía ver los otros dos blancos; ambos quedaban ocultos tras las colinas, pero él sabía que uno de ellos, el que desprendía más humo, era el palacio jharissa.

Un palacio en el que se habrían refugiado cientos de familias procedentes de las revueltas en los Portanis.

Y luego percibió voces, inequívocamente, y vio las sombras de gente que dejaba el Patio de la Fuente y se abría en abanico hacia el jardín de diseño formal. Una partida de búsqueda.

—¿A quién buscarán, a ti o a mí? —le preguntó Rafael a Thais.

—No lo sé —dijo ella—. Por favor, antes de que me falte el valor.

Si estaban rastreando la zona en busca de él o de algún otro, ¿sería suficiente el bambú? Silvanos le había hablado de otra salida, pero ¿dónde estaría? La altura del muro sería de unos seis metros, no había manera de escalar por él y Rafael ni siquiera sabía lo que habría al otro lado. Más abajo estaba la carretera que discurría entre los palacios, y bajo ellos, por túneles, en una gran parte del recorrido.

Bajó corriendo por el sendero tirando de Thais tras él. Allí estaba la zona de los bambúes; efectivamente resultaba impenetrable a la vista, y allí había un sendero entre plantas lo suficiente ancho para que una persona pudiera pasar por él.

—Sigue, cubriré nuestras huellas.

Thais asintió y continuó. Rafael la siguió después, revolviendo la tierra con los dedos para borrar todas las huellas. Lo hizo hasta cuando pasaron bajo un árbol oculto a la vista, abriéndose paso a apretujones entre dos troncos de bambú entre los que no parecía posible que cupiese nadie. Thais franqueó la estrecha abertura sin mucha dificultad, pero Rafael casi se queda atascado y ella tuvo que tirar de él. Ningún tribuno conseguiría pasar por allí con armadura y cuchillos.

Siguieron adelante, rodeando la parte de atrás del matorral. Ya no se oían las voces. Lo que era una mala señal. Cuando se busca a alguien a quien se cree amigo, se hace a gritos, llamándole; cuando se busca a un enemigo, se hace con sigilo.

Allí estaba la abertura, visible lo justo, entre las sombras, y allí también había un sendero que conducía de vuelta al jardín, entre árboles y altos helechos. Un sendero que había sido pisado recientemente.

Pero no un sendero que pudiera pisarse sin hacer ruido. Si lo seguía ahora, tenía una oportunidad de eludir a los rastreadores; si perdía el tiempo ocupándose de Thais, podría ser demasiado tarde.

—No hay tiempo —dijo Rafael—. Vamos.

—Aesonia descubrirá lo que ha ocurrido —dijo Thais.

—¿Puede leerte los pensamientos si estás despierta?

—No, pero puede obligarme a obedecerla. Si me quedo aquí atada, no hay nada que pueda hacer para detenerte. Si voy contigo...

—Asumiré ese riesgo. Delante de mí. Vamos.

Tomaron el sendero hacia abajo, mientras Rafael iba metiendo prisa a Thais, pues él no podía marcar el paso, ya que tenía que estar detrás. Los bombardeos se reanudaron, y ellos echaron a correr. Una carrera que, seguramente, podía ser oída por los rastreadores.

Llegaron al muro y el sendero giró colina abajo justo a su sombra. Ésta era la parte peligrosa. El jardín se estrechaba más allá y en un punto la zona silvestre puede que no tuviera más de veinte pasos de anchura. Si había alguien en el jardín, seguramente los oiría.

Siguieron adelante, bajo la sombra del muro, sobresaltando a algunos pájaros y también a una serpiente roja y amarilla que, afortunadamente, se deslizó fuera del camino sin atacarlos.

Rafael hizo que Thais aminorara el paso cuando llegaron a la sección estrecha. ¿Podían oírse las voces? Rafael se detuvo, pero no consiguió oír nada que no fueran las cigarras y el agua omnipresente. Si estaban allí los tribunos acechándole, él no se daría cuenta hasta que los tuviera encima.

Se oyeron gritos desde la parte de arriba, gritos de alarma. Habían encontrado los cuerpos en el templo. El guardia drogado aún estaría inconsciente durante un rato; Rafael no tenía que preocuparse por eso...

—¡Aquí! —susurró Thais, deteniéndose tras dar un patinazo. A la altura de su hombro había una abertura cuadrada practicada en el muro, como si allí hubiera habido alguna vez una ventana con barras que alguien había quitado. El olor de los cipreses era muy intenso.

Rafael miró a través de la abertura y vio la carretera a unos seis metros por debajo, metiéndose por un túnel. La carretera estaba bordeada por cipreses y, de hecho, era un ciprés lo que ocultaba el agujero, un viejo y enorme ciprés.

—¿Puedes trepar? —preguntó Rafael a Thais, y ella asintió en silencio. ¿Estaba librando una batalla contra Aesonia en el interior de su mente? ¿O, simplemente, lo que en ella quedaba de temple había desaparecido por completo? Ella le había ofrecido lo que podía y él lo había rechazado.

Otra detonación, y más sonidos, demasiado débiles para distinguirlos.

—Tú primero, entonces —dijo él, empujándola hasta la cornisa sin ceremonia alguna. Thais se arrodilló sobre ella un momento mientras, con las manos, buscaba ramas lo bastante fuertes. Después, se encaramó al árbol, que se balanceó ligeramente, e inició el descenso poco a poco y sorprendentemente segura de sí misma. Algo crujió en las proximidades y Rafael saltó hacia la cornisa en seguida. Falló y volvió a saltar. No había duda de que alguien andaba cerca. Se levantó, oyó más ruidos y un movimiento repentino y, sencillamente, se arrojó hacia el árbol abrazándolo alrededor y cayéndose.

Rafael cayó unos tres metros hasta quedarse enganchado en una rama por la túnica. Thais casi había llegado hasta abajo, pero el árbol se balanceaba alarmantemente. Rafael no levantó la vista para saber si los habían visto o no, sino que bajó lo más rápido que pudo para reunirse con Thais. La carretera estaba desierta, lo que no dejaba de ser habitual por allí, ya que los comercios y las casas estaban arriba. Y ahora ¿hacia dónde? ¿Al sur por el túnel?

No. Al norte, hacia la ciudad. Rafael no conocía bien el orden de los palacios para recordar si había algún clan que apoyara su causa hacia el sur. Quizá Alecel, pero eran un clan pequeño y era posible que no les hubieran atacado.

Al otro lado del agua, el humo salía del palacio salassano. Tres torres y el muro del sur estaban en ruinas y se oían gritos. Dos detonaciones más a lo lejos. ¿Aún seguían disparando sobre el palacio de Salassa?

Continuaron corriendo. Thais como una autómata y Rafael forzándose hasta donde su aliento le permitía. Llevaba la túnica y el pelo llenos de restos del ciprés y el polvo del árbol se le había metido hasta la garganta. Ahora estaba resollando. Le ardían los pulmones, y tuvo que detenerse y utilizar el inhalador dos o tres veces antes de poder seguir. El dolor se alivió, pero era un aviso. Si lo ignoraba demasiado tiempo, tendría una hemorragia pulmonar.

Ya habían salido de la avenida de cipreses. A la izquierda tenían la corta carretera que llevaba hasta las puertas de tierra del palacio ulithi, ocultas afortunadamente tras los árboles. Rafael pudo ver los muros y las torres del palacio arriba y a lo lejos, con numerosas ventanas que daban hacia donde estaba él. Creyó ver una pálida figura colgando desde la ventana en el mismo extremo superior del la Torre del Geómetra y un poco más abajo, la enorme bandera imperial ondeando con fuerza con el soplo del Erythra.

Por delante había un embarcadero de
vaporettos
, para uso de las casas que se hallaban colina arriba, pero no pudo ver ninguna góndola, tan sólo una pequeña embarcación a remos.

—¿Saben lo que he hecho? —le preguntó a Thais—. ¿Lo saben ellos?

—Aesonia sintió algo —dijo ella—. Cuando ibais a matarme. Ellos han encontrado los cuerpos, así que debe saber lo que ha ocurrido.

De manera que si pasaba por las puertas, le apresarían. Rafael había escapado pero con el coste de poner los muros del palacio entre él y los prisioneros. ¿Estaría Silvanos esperando su ayuda?

Rafael tenía que volver al interior.

—Asumiré ese riesgo —dijo, con más decisión de la que sentía de verdad, y se encaminó hacia las puertas. Puede que Aesonia aún no hubiera dado la alarma general y cuando lograra estar dentro, podría esconderse.

—¡Allí están!

Un grito desde la carretera. Alguien estaba al lado de los cipreses y había más figuras que estaban bajando. Demasiado tarde.

Siguió corriendo, mientras veía la larga carretera bordear la ensenada. Habría casi dos kilómetros (normalmente muy transitados) hasta llegar al palacio de Salassa, el cual sólo se hallaba a unos cientos de pasos a través del agua. ¿Por qué estaría allí esa barca pequeña amarrada?, se preguntó Rafael. A esta hora, no había embarcaciones en el agua. Las casas y tiendas del paseo marítimo, y los barcos atracados allí estaban completamente desiertos, pues nadie se atrevería a salir en medio de aquel caos.

Rafael corrió hacia la embarcación y Thais le siguió, como si ella no supiera qué era lo que tenía que hacer. Era una embarcación de un solo remo, sin la elegancia ni la velocidad de una góndola, pero lo realmente importante es que podía ser manejada por una sola persona. Era la mejor alternativa que tenían, porque él no aventajaría corriendo a los tribunos por la carretera.

Los dos se subieron y Rafael empujó la embarcación, diciendo a Thais que se sentara en el medio para equilibrarla. Después cogió el remo y se puso a remar con furia. Delante de él, había barcos navegando por debajo del palacio de Salassa y Rafael oyó ráfagas de disparos. ¿Estaban luchando allí?

Fueron despegándose de la orilla y, cuando los tribunos llegaron a la parada de
vaporettos
, ya había tres o cuatro esloras entre Rafael y la orilla. Continuó remando con frenesí y orientando la barca hacia la orilla oriental de Salassa. Aquéllas debían de ser lanchas armadas salassanas intentando evacuar a gente.

Entonces Rafael vio cómo el agua de repente retrocedía y se tragaba a una lancha salassana a media velocidad, arrastrándola bajo las olas y dejando tan sólo una masa de burbujas, como si una garra submarina de la Estrella se la hubiera llevado. Aesonia no le habría visto todavía. ¿Le haría eso Aesonia a él a pesar de llevar a Thais consigo?

—Sí —dijo Thais, haciéndose eco de sus pensamientos—. Sí, ella sería capaz.

Rafael siguió remando. Sus perseguidores habrían regresado corriendo al palacio ulithi en busca de refuerzos en los muelles. Sólo quedaba una lancha armada allí, el resto debía de haber partido antes para proteger los barcos cargados de tropas.

Otra detonación, un estruendo atronador y la última torre en pie del palacio de Salassa se desmoronó, cayendo hacia el interior, hacia el otro lado de la carretera, sobre las tiendas y las casas que había detrás del palacio. Quizá sus habitantes habían tenido tiempo de escapar.

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