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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Vespera (70 page)

—Somos muy pocos para atacar sus puertas —dijo Rafael—. ¿Tienes alguna embarcación aquí?

* * *

Leonata oyó pisadas por delante de ella y se acurrucó a un lado, en la oscuridad, bajo un tramo de escaleras, apretujándose contra el fondo, con la esperanza de que la luz no le alcanzara la túnica, y dejando que los dos individuos (dos oficiales de la Armada, a decir por sus botas) pasaran de largo y desapareciera el ruido de sus pisadas. Ella oyó más gritos a lo lejos. Debían de haber encontrado al tribuno herido.

Eso les enseñaría a no tratarla con desprecio. Eran unos bárbaros para quienes una mujer valía lo que su vientre, es decir, sólo para engendrar guerreros aún más sanguinarios.

¿Cómo podía llegar abajo? Le había costado una eternidad recorrer la mitad del camino alrededor del Patio de los Naranjos y allí estaba ella, escondida en una de las escaleras, esperando una oportunidad para escabullirse. ¡Si pudiera llegar hasta los sótanos!

Se arriesgó a echar un vistazo al patio. No había nadie, y en la esquina opuesta Leonata pudo ver un gran arco, uno que estaba segura de que tendría una escalera que conduciría hasta abajo. Pero ¿cómo cruzar el patio sin ser vista? No sabía quién podría estar mirando desde las ventanas; nunca había estado en aquella parte del palacio, y sobre el patio, en las esquinas opuestas, se elevaban las dos grandes torres del edificio.

¿No habría nadie allí? Tenía que arriesgarse.

Se deslizó el cuchillo por la manga, cogiendo la empuñadura con la mano y caminó con brío a lo largo de la columnata, como si perteneciera a aquel lugar, esperando no encontrarse a ningún tribuno y rezando para que fuera así.

¿De dónde venían aquellas voces? Leonata aceleró el paso, pero entonces oyó el eco y se dio cuenta de que procedían de la escalera tras ella. Si se daba la vuelta, le verían el rostro.

Leonata giró, medio protegida por las columnas de la esquina, pero ahora ofreciendo su perfil a quienquiera que fuera. Dos pares de pisadas. Todos parecían ir por parejas, lo que era maravillosamente sensato además de una faena. Y ella estaba sola.

—¿Quién es ésa? ¡Nadie tendría que ir solo!

Leonata corrió por la última sección de la columnata, se escabulló por el arco y, ¡ah, bendito sea el cielo! había una escalera que conducía abajo, en una ancha espiral. Bajó corriendo, a punto de tropezarse con la túnica, sin hacer caso de las bodegas del primer sótano y llegando hasta el segundo, por el que salió. Oía pisadas corriendo tras ella y gritos de alarma.

Había pasillos por todas partes. Leonata escogió al azar uno a su derecha y corrió por él hasta encontrarse con otra intersección, y otra después, y una segunda escalera a continuación con una esquina oscura con barriles bajo las escaleras. Aquello empezaba a convertirse en un hábito.

Sus perseguidores ya habían llegado al nivel en el que estaba Leonata y Leonata ya no tenía tiempo, así que trepó por la parte de atrás, retiró rápidamente la tapa del barril que estaba más lejos y, rezando para que estuviera vacío, se metió en él con mucha dificultad por lo cerca que estaba de las escaleras. Había un ligero olor a pólvora, pero tenía que aguantarlo. Por lo menos, era lo suficientemente grande.

Trepó un poco por dentro para volver a poner la tapa en su lugar, haciendo una mueca de dolor por el ruido que hizo, y se acuclilló en la oscuridad.

Llegaron por la esquina y se detuvieron para mirar alrededor.

—¡Los barriles!

¡No!

—No ha tenido tiempo —dijo el segundo hombre—. Estábamos prácticamente encima de ella.

Se oyeron más pisadas desde otra dirección, varios grupos, y otra voz.

—¿Qué estáis haciendo aquí los dos? —dijo Silvanos fríamente.

—Buscando a la prisionera, creemos que podría estar en estos barriles.

—¿Os creéis que una gran thalassarca va a esconderse en un barril? ¿Estáis seguros de que están vacíos? ¿O acaso lo sabéis porque os habéis bebido lo que había dentro?

Un ruido. Y luego otros más, mientras alguien deslizaba la tapa de los barriles más cercanos.

—Nada —dijo Silvanos.

—Hay más por detrás —dijo el primer individuo.

El segundo se mostró despectivo:

—¡Ella no es un cadete de la Academia! ¿Te crees que una vieja treparía por todos ésos y se metería en uno de aquéllos con el poco tiempo que tenía? Estás aturullado.

—¡Buena observación! Sea cual sea tu nombre, lugarteniente, sugiero que escuches a Matteozzo, el cual, por lo menos, ha recibido una formación adecuada —dijo Silvanos—. Ahora, ya le habéis perdido la pista. ¿Por qué no tratáis de recuperarla y os apartáis de mi camino?

Se oyeron alejarse dos pares de pisadas y entonces Leonata oyó que uno de los barriles arañaba el suelo, con la tapa.

—Ya puedes salir; me he desembarazado de ellos —dijo Silvanos en voz baja—. No nos hagas levantar todas las tapas.

Leonata estaba casi segura de que era Silvanos el que estaba al otro lado. Casi, pero no completamente.

Por otra parte, no había manera de que ella sola pudiera liberar a los prisioneros.

Leonata empujó la tapa superior del barril y miró hacia el exterior.

—Realmente impresionante —dijo Plautius, agarrando como siempre sus papeles y con el aspecto de un gato doméstico entre panteras. Había seis, incluyendo a Silvanos, todos de negro u otros colores oscuros, dos de ellos encapuchados—. Aún haremos de ti una agente. ¿Te echo una mano?

—Me metí yo sola aquí, así que creo que podré salir —dijo Leonata con aspereza—. Me gustaría verte a ti intentarlo.

—Quizá hagamos una competición... —dijo Plautius, mientras Leonata se apretujaba para salir, llenándose de polvo por detrás la túnica ya maltrecha.

—¿Cómo supisteis que estaba ahí dentro?

—Matteozzo es uno de los nuestros; él te estaba cubriendo las espaldas. De hecho, yo podría hacerte una pregunta muy similar a ti.

—Rafael me recuerda a tu padre —dijo Leonata.

El hijo de Ruthelo Azrian sonrió levemente.

—Sí, imagino que se le parece.

* * *

Rafael ajustó el último yelmo y apoyó la ballesta rota sobre el lado.

Esto debería valer —dijo mirando la barcaza. Las luces del embarcadero estaban apagadas, pero ellos se habían hecho con algunas antorchas de las casas más cercanas para alumbrarse mientras preparaban la barcaza salassana para hacer su último viaje.

—Estarán vigilando con telescopios y es de noche.

Rafael retrocedió para comprobar que el despliegue de guerreros espectrales tuviera el aspecto correcto; percheros, piezas de madera y mobiliario destrozado, todo ataviado como un ejército de soldados salassanos ocultos en la sección central de la barcaza.

—Ella se merece otro final mejor —dijo Petroz, recorriendo con su mano la vetusta madera barnizada, pisando por última vez la cubierta que había sido pisada durante siglos por líderes salassanos, desde el período previo al ascenso del Dominio. Petroz había comentado antes que ésta era sólo la tercera barcaza del clan en sus ochocientos años de historia.

—Mejor esto a que se pudra o se queme porque algún sirviente se tropiece con una lámpara una noche —dijo Rafael—. ¿Está lista tu raya?

Los últimos soldados salassanos estaban saliendo del embarcadero; ya sólo quedaban unos pocos, entre ellos el sirviente que se había ofrecido voluntariamente para poner la embarcación en su curso y abandonarla después. También estaba Thais, sentada sobre la cubierta un poco detrás de ellos.

—Sí. Te esperaré allí —dijo Petroz—. Berreno, ¿dónde estás? ¿Estás seguro de que sabes gobernarla?

Petroz se dirigió a grandes zancadas hacia la plancha en la parte del embarcadero, dejando a Rafael y a Thais solos sobre cubierta.

Pero...Thais se había marchado. ¿Dónde estaba?

Había una abertura allí, una escotilla en el apretado puente inferior. Rafael se agachó y a través de la escotilla alcanzó a ver el destello de una túnica que desapareció en la oscuridad por la popa, por debajo de las antiguas vigas del embarcadero. El débil ronroneo del motor era aquí más fuerte; debía encontrarse directamente sobre él.

—Sé que estás ahí, Thais —le dijo Rafael.

Ella apareció. Rafael apenas podía verle el rostro con la débil luz que se filtraba por las ventanillas.

—Déjame —dijo Thais.

—La barcaza se va.

—Lo sé. Me voy a quedar a bordo. Necesitaréis que alguien la maneje, digas lo que digas.

Rafael la miró fijamente, casi en la oscuridad total. Todos sabían lo que le ocurriría a la barcaza y había poca esperanza de sobrevivir, incluso para alguien capaz de respirar bajo el agua.

Parecía haber pasado tan poco tiempo desde que estaban sentados bajo la columnata del templo, desde aquellos momentos de paz.

—No lo hagas, Thais.

—¿Por qué, porque no quieres cargar con eso sobre tu conciencia? Ya te he perdonado.

—Porque no quiero que mueras. Porque estaba equivocado, totalmente equivocado. Porque si vives, quizá podamos hallar una manera de liberarte.

—¿Crees que no lo he intentado ya? ¿Crees que todas nosotras no lo hemos intentado? No podemos evitar el control. Me obligarán a destruirte o, si te capturan a ti, harán que yo te quiebre la mente y entonces seré tu dueña durante el resto de tu vida.

—Alguien tiene que parar esto. Tienes más razón para odiar que ninguno de ellos; casi estás de nuestra parte.

—No lo estoy —dijo Thais—. Y nunca podré estarlo.

—¿Ni siquiera vas a intentarlo? Será doloroso para los dos, pero seguramente será mejor que abandonar, ¿no crees?

—No tienes idea de lo doloroso que ya es —dijo Thais—, y para empezar, yo nunca tuve tanto orgullo como tú; nunca necesité tener el control de mí misma y de todo lo que me rodeaba. Para ti sería diez veces peor. De esta manera, yo conseguiré ser libre y podré ayudar a derrotar a Aesonia. Es una elección mejor que la que tuve en el jardín. No me la niegues.

Rafael asintió con un gesto, intentando grabar el rostro de Thais en su memoria. Su mirada parecía haber vuelto a cobrar vida, e incluso con la túnica hecha jirones y el olor de ciprés, ella parecía ser la de hacía años.

—Te perdono —dijo Thais—. De verdad, no para mortificar a Aesonia. Vence por mí. Eso es todo lo que te pido.

—¿Todo lo que pides?

—Y el mundo en bandeja para mañana por la mañana. No es mucho, ¿no? —Ella le sonrió con aquel gesto juguetón tan suyo y Rafael la cogió y la abrazó, sintiendo sus cabellos contra su mejilla, sin poder creer que nunca iba a volver a ver aquella sonrisa.

Entonces se separaron lo justo para besarse en la oscuridad de la barcaza salassana, con el olor de los cipreses envolviéndolos.

—Recuérdame —dijo Thais por fin y retrocedió. El motor rugió por encima de ellos y Rafael regresó hacia atrás por la escalera de cámara, vio su rostro una última vez y luego subió hasta el puente y se dirigió hacia la orilla. Observó cómo la barcaza se iba distanciando poco a poco del embarcadero. Estaba intacta, pues había permanecido cerca de la torre más grande, la que se había derrumbado hacia tierra y no hacia el exterior. Siglos de historia y una risueña acolita sarthiena que nunca volvería a ver.

A continuación, aspiró suficiente droga para anestesiar sus pulmones completamente y corrió por una escalera medio bloqueada con escombros, donde estaban aguardando Petroz y los otros junto a los que quedaban de los clanes de Salassa y Chiria.

El no la vería morir.

* * *

Valentino observó la barcaza rodear el cabo y acelerar en cuanto tuvo el paso despejado de restos del palacio salassano y con las figuras apenas visibles de los soldados en su sección central. Las otras tres lanchas armadas salassanas que quedaban aceleraron por delante de ella, dejando anchas estelas sobre las aguas de la Estrella en dirección a la compuerta y a la única lancha ulithi que allí quedaba.

—¿Puedes ocuparte de eso? —le preguntó Valentino a Aesonia, desde el balcón de la Torre de la Brújula mientras veían aproximarse la barcaza.

—Naturalmente —dijo ella—. ¿Estás seguro de que no preferirías que desembarcaran y ocuparte tú personalmente?

—Tengo cosas mejores que hacer que desperdiciar las vidas de mis hombres en aras de una venganza perfecta —le respondió Valentino.

Incluso de una venganza contra su tío Petroz y el traidor de Rafael, quienes de alguna manera se las habían arreglado para hacerse con la victoria desde las mismas fauces de la derrota con la ayuda de un puñado de soldados de Chiria. No importaba que hubiera matado a tres cuartas partes de la guarnición salassana. Algunos de ellos, incluido Petroz, seguían con vida, y Petroz era el que de verdad importaba.

Valentino se cortaría una pierna antes de volver a confiar en Correlio Rozzini para cualquier cosa. Ni siquiera los tribunos y los canteni habían puesto el arrojo suficiente, aunque lo cierto es que habían luchado por dinero y los mercenarios nunca lo ponían.

Su ejército era abrumadoramente superior en número. Y a sus otros ataques habían ofrecido gran resistencia. Los tratantes árticos aguantando sobre los escombros de su palacio y Estarrin y los otros clanes contraatacando con guarniciones irrisorias. ¿Qué les había prometido Leonata? ¡Se suponía que eran blandos y decadentes!

—Huele a desesperación —dijo Aesonia.

Valentino se sacó el telescopio y estudió la barcaza. Sí, había soldados en ella, aunque el alcázar estaba sospechosamente vacío. Ellos no querían exponerse más de lo necesario... pero incluso sin la magia de Aesonia, el cañón de éter que habían instalado sobre las torres defensivas sobre el Patio de la Puerta sería suficiente para despachar aquella vieja barcaza de madera.

Las lanchas armadas habían llegado casi al muelle, acercándose a la embarcación ulithi. El fuego brilló a través del agua y el capitán ulithi giró su embarcación a una velocidad increíble, mientras las llamas pasaban rozándole la popa. Él devolvió el ataque, y Valentino sonrió al ver que la principal embarcación salassana se hundía y algunas figuras en llamas se arrojaban al agua desde ella. La segunda lancha atacante giró rápidamente describiendo un ocho, esquivando otra masa de llamas y apuntando con su lanzador de pulsaciones, pero el capitán ulithi vio su oportunidad, giró de nuevo en redondo y se dirigió directamente sobre la embarcación salassana a velocidad de embestida.

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