Los jardines tenían un diseño formal en la parte inferior, con setos altos, fuentes y arriates geométricamente dispuestos, pero al atravesar un arco en el seto, se encontró en un mundo totalmente diferente. La colina había sido deliberadamente recortada en acantilados y terrazas, con senderos que acababan entre abundantes palmeras y helechos, y por todas partes había riachuelos fluyendo en cada uno de los niveles y entre ellos, en forma de cascadas plateadas, borbotando a los lados de los senderos.
Siguió ascendiendo. Ahora se encontraba rodeado por árboles, y con el tórrido Erythra la atmósfera debajo de ellos era sofocante. Las hojas no cesaban de susurrar levemente con el viento, un constante ruido de fondo, curiosamente similar al de las olas. Miró hacia abajo, pero sólo vio el seto, liso e impenetrable.
Un ruido sobre su cabeza y dos pájaros levantaron el vuelo hacia el cielo, hacia el aire de la noche. Rafael recuperó la respiración y continuó subiendo por el serpenteante camino al lado de un pequeño estanque. El sendero parecía estar estrechándose y las plantas a sus lados se hacían cada vez más altas hasta que, finalmente, se unieron por encima de él, trepando por un arco y encerrándole en un túnel. Rafael se sintió relajado.
Después, el túnel alcanzó la cima de la colina y giró abruptamente, y Rafael vio un templo, a gran altura sobre el mar, una columnata con un estanque, cubierto por una bóveda y un pequeño santuario cerrado que daba a la parte interior de la montaña, ubicado en un claro cuadrado con hierba y árboles en todos sus lados.
No había sendero. Rafael caminó sobre la hierba, cortada hasta el punto de parecer una alfombra, hasta los dos escalones exteriores en el interior de la columnata. Los árboles estaban dispuestos de manera que quedaba una abertura entre ellos hacia el oeste, enmarcando el mar, al que la luz lunar confería un resplandor plateado. Desde el interior de la columnata no podía verse ningún otro edificio. Sólo las aguas de la Estrella Profunda, el mar por detrás, verdes colinas y la plateada luna Ithiri en lo alto, al oeste.
Un lugar para la paz. Un refugio en la ciudad, encima de un jardín silvestre. Había miles de lugares así en Vespera. Su creación era la tarea de los maestros jardineros. El jardín del palacio ulithi y el templo eran verdaderas obras de arte.
La fragancia de las flores aún flotaba en el aire y Rafael cerró los ojos. Casi había soñado con aquel lugar. Estaba seguro. Un templo sobre el mar rodeado de bosque, aunque el templo de su sueño se encontraba sobre una colina desierta.
Pero se parecía bastante.
Se sentó sobre el escalón superior, en el borde de la columnata, y se apoyó contra una columna. Allí, incluso el cálido y seco Erythra resultaba agradable. Rafael quería paz, solamente un rato, para que se apartaran los recuerdos que se amontonaban en su cabeza. Para olvidar el tacto del vidrio, del cuchillo en la mano, los tratantes árticos sobre la playa, la fuerza de la ola.
Y el hielo y el frío, calándole los huesos, perdido en la blancura total de una tormenta de nieve.
Tan sólo unos instantes de paz.
* * *
Valentino giró el pomo, muy lenta y sigilosamente, y entró en la habitación, la austera y pequeña habitación de un sirviente. No había nadie sobre la manta en el suelo. El hombre que había estado allí durmiendo ya estaba en pie y con una espada sobre el pecho de Valentino.
—Detente —dijo Zhubodai.
—¿Aún estoy vivo? —dijo Valentino—. Estás perdiendo facultades.
—Y tú no deberías hacer esto —Zhubodai envainó la espada—. ¿Qué ocurre?
—Es hora de marcharse.
Sólo Valentino y Aesonia sabían que iban a hacer algún movimiento esa noche. Zhubodai no era un traidor; estaban seguros de ello, pero no se lo habían dicho para que pudiera dormir un rato.
—¿Ahora? —sonrió abiertamente Zhubodai—. ¿Un ataque nocturno?
—Un ataque nocturno. Despierta a tus dos hombres más sigilosos y reúne a todos los que están esta lista. Da la orden, pero dales tiempo también para que se despierten.
—Sólo a los peleles les hace falta tiempo —dijo Zhubodai, medio en broma. Está hecho. Vamos a sorprender a todos en la cama.
* * *
—¿Rafael?
Se despertó al instante, buscando las ventanas del camarote, y entonces vio la columnata, la hierba, y recordó todo.
—¿Thais? —Sintió una repentina punzada de miedo. Se había dormido. ¿Cuánto tiempo? ¿Había soñado?
Ithiri no parecía estar mucho más baja en el cielo hacia el oeste y las estrellas parecían estar en la misma posición que antes, aunque apenas había reparado en ellas. Podía haber dormido cinco minutos o media hora. La fragancia de las flores parecía incluso más fuerte.
¿Y cómo había llegado Thais hasta allí? Él la miró. Tenía la piel como el alabastro bajo la luz lunar y su cabello cobrizo parecía casi verde oscuro. Sintió la conocida presión sobre su estómago. Era normal que estuviera allí. Ella pertenecía a lugares serenos como aquél. Y era un lugar para compartir con la persona adecuada.
—¿Por qué has venido hasta aquí?
—Me gusta estar aquí arriba. No hay sacerdotisas dándome órdenes. —Tenía la frente húmeda, pero poco después, cuando Thais se acercó y le dio unos toques a él sobre su frente, Rafael entendió que era la bendición de Thetis—. Lo olvidaste. Aunque es más sagrado si lo hace una acolita.
—Sólo si... —empezó él, y la vio sonreír.
—Vale... —dijo ella.
Estaba sentada muy cerca, lo suficiente para que él le tomara suavemente la mano, sintiendo la calidez de su piel, su contacto.
El hielo aún estaba allí, en su mente, sus recuerdos le acechaban, aguardaban, afloraban a la superficie incluso cuando él trataba de refrenarlos. Ella era capaz de apartarlos. Pero no, él no iba a perder el control, no esta noche.
—¿Qué sucede?
—Recuerdos.
—¿La isla de Zafiro?
Lo ocurrido allí era demasiado reciente para ser un recuerdo.
—Más antiguos.
Rafael no podía contárselos, porque ella estaba ligada a Aesonia y creía en el Imperio que él trataría de destruir mañana.
No, ya había pasado la medianoche. Hoy, y él apenas tenía el germen de un plan. No podía permitirse bajar la guardia.
Sus manos envolvieron la mano de Thais y Rafael se la acercó un poco más, siguiéndole las venas en la muñeca con los dedos de la otra mano.
Rafael se dio cuenta de que todas las probabilidades apuntaban a que él no siguiera con vida mañana a esas horas. Todo parecía tan remoto, allí, bajo la luz lunar, sin nada que indicase que se encontraban junto al centro de Vespera. El siniestro palacio ulithi parecía pertenecer a otro mundo, oculto por los árboles.
Y en el caso de que siguiera con vida, o bien sería un ciudadano libre de Vespera, las sombras se habrían disipado y él estaría ya alejado para siempre de esta acolita que estuvo al servicio del Imperio; o bien estaría encadenado en las celdas del palacio, aguardando cualquier tormento que ellos hubieran juzgado apropiado. No había posibilidad de un «cuando esto se acabe».
Thais no decía nada. Le observaba con una ligera sonrisa.
Él se llevó la mano de ella a los labios y le besó los dedos, uno por uno. Thais cerró los ojos.
¿Había algo que pudiera hacer él? Si Aesonia y Valentino resultaban derrotados, quizá muertos, ¿quedaría ella libre para elegir su propio camino? ¿Elegiría ella su propio camino o serían demasiado fuertes sus votos?
Si Aesonia moría, las oportunidades que Thais tenía de recuperar su libertad, morían con ella. Si Aesonia vivía... Rafael perdería su alma.
Thais, dulcemente, liberó su mano para acariciar el rostro de Rafael y besarlo; un beso que se prolongó mucho antes de que Thais se apartara, mientras todavía sujetaba la otra mano de Rafael. Él pudo ver cómo una lágrima le corría por la mejilla.
—¿Hay alguna cosa que pueda hacerte cambiar de idea? —le preguntó ella.
—¿Cambiar de idea?
—Vas a traicionarnos.
Rafael se puso rígido. El temor le invadió por un segundo e intentó desprenderse de ella, pero Thais le sujetó.
—Estoy tratando de protegerte, pero no podré hacerlo mucho más y tampoco si vas a traicionarnos.
—No puedo perdonar al Imperio, no con lo que ahora sé.
—Entonces, corre Rafael, huye antes de que puedan capturarte. Yo podré mantenerles alejados mientras tanto.
«Tú tienes un ángel guardián.»
¡No, por Thetis!
Hechiceras de la noche. Las pesadillas que tuvo al llegar, pesadillas que se habían desvanecido. Sueños de aguas cálidas, una luz en el mar. Un templo en una colina sobre el mar, un oasis de sosiego.
Rafael se soltó la mano bruscamente, apartándose del pilar, casi perdiendo el equilibrio al saltar sobre la hierba, desesperado por huir de ella.
Thais consiguió evitar caerse contra el pilar y ahora se encontraba medio de rodillas medio sentada, observándole, en estado de shock.
—¿Rafael?
—¡Qué idiota he sido! —exclamó, hirviéndole la sangre—. ¡Qué terrible, terriblemente idiota que he sido por no haberlo visto antes!
—Yo te he protegido.
—Tú entraste en mi mente. Tú has leído mis pensamientos y has alterado mis sueños. ¡Eres una hechicera del sueño! ¡Eres una abominación!
Rafael no podía recordar las pesadillas, a excepción de los lobos blancos, pero recordaba el terror, el miedo antes de dormir, los gritos en la noche.
—¡No lo soy! —gritó ella desconsolada, poniéndose en pie con dificultad—. ¡No me llames eso nunca!
—¡Eso es lo que eres! —Thais había penetrado en el interior de su mente, de la misma manera que lo habían hecho ellos, muchos años atrás. Rafael no podía defenderse de ella.
Había confiado en ella y la había amado. Y ella había sido la criatura de Aesonia durante todo ese tiempo.
—¡Soy una esclava, Rafael! Ni siquiera tengo control sobre mi propia mente. No tengo libertad excepto cuando ella me la otorga, no tengo otra elección más que obedecerla. No puedo manejar mi propia vida, porque ella me detiene antes de que pueda concentrar mi voluntad para hacerlo. ¿Puedes imaginarte cómo es eso? ¿Crees que la obedezco por mi propia elección?
—¡Eres su criatura!
Las lágrimas corrían por el rostro de Thais, pero Rafael no podía creerla. Thais le conocía lo bastante bien para tocarle la fibra, como había estado haciendo todo ese tiempo, porque Aesonia quería a alguien lo bastante próximo a Rafael para que pudiera atarle a la causa del Imperio, y ¿qué mejor forma de hacerlo que en sueños mediante la intervención de alguien en quien él confiase?
—¿Cuánto tiempo te habría llevado? —preguntó él—. ¿Cuántas noches habrían sido necesarias para que yo estuviera preparado para matar a miles de personas inocentes sólo para satisfacerla?
—¡Rafael, yo te quiero! He intentado mantenerla alejada. De no ser así, ella te habría arrestado.
—¿Incluso tienes la capacidad de amar? —dijo Rafael, retrocediendo otro paso mientras, perdida ya la compostura, Thais se le acercaba, una criatura de la traición y la esclavitud, una encarnación de la voluntad de la emperatriz.
—¿Es que no soy humana a tus ojos?
—¡Eres una hechicera de la noche!
Las hechiceras de la noche le habían enviado lobos blancos para acecharle en sus sueños.
—¡Ellos me hicieron ser una de ellas! —dijo Thais—. Porque yo era conflictiva, como tú. Pero yo no podía marcharme ni convertirme en lo que ellos querían. Yo tenía diecisiete años y se me llevaron de la habitación en medio de la noche a un lugar sobre acantilados negros y, durante cuatro meses, viví en una pesadilla, mientras estaba despierta y mientras dormía, hasta que al final ellos entraron en mi mente y me doblegaron. ¿Crees que yo quería eso?
¿Eran verdades o mentiras? Rafael no lo sabía. Thais le conocía demasiado bien. ¿Cómo creaban a las hechiceras de la noche? Como fuera, ellos lo hicieron y la muchacha que él conoció en Sarthes ya no existía.
—¡Por favor, no lo hagas! —dijo Thais, dejándose caer de rodillas sobre la hierba, algo que era obvio que iba a hacer, porque las exiliadas habían elevado la sumisión aparente a una forma de arte. Su intención era que él se compadeciese para volver a penetrar en su mente e incluso seducirle.
—¿Por qué no puedes aceptarme? ¿Por qué no soy humana?
Seducirle era lo que ella había tratado de hacer durante toda la noche. Era más fuerte la fragancia de las flores cuando se despertó, y todo lo que Rafael había estado haciendo era tratar de justificar sus deseos.
—¡Porque eres capaz de manipular mi mente y no tengo defensas contra ti! No tengo magia, ningún control sobre mis sueños ni magia mental, nada.
—Yo no te he manipulado la mente; he intentado protegerte.
—Me has protegido porque querías que yo fuera un esclavo de Aesonia. —Rafael se apartó de ella aún un paso más.
—Tú no conoces el significado de esa palabra. No sabes lo que es eso.
—Yo sé lo que es no tener ese poder, tener cuatro años y estar sometido a la maldad de una hechicera de la noche cada vez que me dormía, saber que cualquier noche podría ser mi última noche y que podían castigarme con pesadillas sin ninguna razón en absoluto.
Rafael no sabía si aquéllos eran recuerdos o conjeturas, pero lo que sí recordaba eran los lobos y el frío.
—Quizá la parte de ti que una vez fue Thais quisiera protegerme —dijo Rafael, sacándose el puñal de la manga y avanzando hacia ella con sus pensamientos convertidos en un torbellino de recuerdos y pura furia por haberla creído y haberse enamorado de una criatura semejante—. Pero me protegiste porque era práctico, y si Aesonia te hubiera pedido que me inocularas pesadillas, lo habrías hecho.
Thais tenía los ojos abiertos como platos por el terror, pero permaneció inmóvil. Cuando volvió a hablar su voz sonaba mortecina, resignada.
—Mátame entonces y libérame.
—Creo que no será así —dijo una voz desde el túnel.
* * *
—Se hará como dices —dijo Merelos, y su imagen de éter parpadeó y se desvaneció.
Valentino asintió con un gesto en señal de satisfacción. La última de su órdenes había sido dada y su secreto aún seguía intacto. Todavía había gente durmiendo en el palacio, el personal ulithi y otros sin la relevancia suficiente para ser despertados. Pero muy pronto los barcos dejarían los muelles, allí y en el palacio Canteni, para recoger a los grandes thalassarcas y traerlos hasta allí, y se haría más difícil mantener a la ciudad en la ignorancia. Sin embargo, si eran lo suficientemente discretos y amenazaban con castigos lo bastante contundentes contra los clanes de los grandes thalassarcas, sería posible llevarlos allí sin alborotos.