Debido a la
damnatio memoriae
que pesaba sobre Azrian y sus aliados, no se conservaba ni una sola estatua o pintura de ellos.
Mientras tanto, Leonata tenía que hallar alguna fisura en la compacta fachada que Iolani mantenía incluso frente a sus aliados, y ésa iba a ser una tarea mucho más complicada.
* * *
—¿Adonde?
—Al palacio estarrin —dijo Rafael, echando su bolsa al fondo de la góndola y subiéndose después. El gondolero pareció un poco sorprendido, puesto que era igualmente fácil llegar al palacio estarrin por tierra, pero Rafael necesitaba algunos momentos más de reflexión sin ser molestado y no los iba a tener abriéndose paso a través las calles de Tritón. Además, esto confundiría a la legión de espías que, sin duda, le andarían siguiendo el rastro, seguramente más alerta que nunca después de habérselos quitado de encima de camino al Alto Averno. Todavía quería averiguar por qué Petroz le hacía seguir.
Rafael podría haberse hecho con alguna prueba consistente que avalara sus sospechas, pero estaba seguro de su intuición; para él todo encajaba con demasiada claridad como para no ser cierto. Había sacado mucho de Plautius, un poco de los charlatanes empleados de la oficina naval y uno o dos chismes en el Museion. No tanto como le hubiera gustado, ya que la desaparición de Daganos (el hombre a quien había ido a visitar) había dejado una estela de temor incluso en aquellos que debieron de ser sus enemigos.
La góndola navegaba con rapidez a través de las pequeñas olas y estaba bordeando el lado occidental de Tritón. Podía ver el extremo occidental del palacio estarrin delante de él. Ya había allí una lancha, pensó Rafael, aunque una lenta barcaza de mercancías estaba tapándole la vista. Sí, definitivamente era una lancha y había algunas personas en el acceso marítimo.
Una de ellas (se dio cuenta cuando por fin la barcaza se apartó del camino) era Anthemia, sin lugar a dudas. Llevaba una bolsa colgada del hombro, lo que significaba que regresaba a Aruwe con Corsina. La segunda era Leonata, también sin duda, y la tercera llevaba un bastón. Petroz Salassa.
No era el mejor momento, de ninguna manera, pero Rafael necesitaba poner su plan en marcha y no había motivo para demorarlo. Valentino quería resultados pronto y, si Rafael estaba en lo cierto, el emperador ya estaría planeando su venganza por la muerte de Rainardo.
Si supiera qué forma iba a adoptar.
El palacio estarrin se erguía por encima de él, mientras el gondolero dirigía la embarcación hacia la puerta de acceso. Resultaba mucho más impresionante desde el mar, con sus tejados de tejas verdes y sus torres cuadradas casi flotando por encima del agua de la Estrella. ¿Lo reclamarían sus anteriores propietarios, el clan Eirillia, si había supervivientes entre la gente de Iolani? Si se vengaban con éxito, así sería. El dudaba de que las almas perdidas pudieran ponerse al descubierto mientras el imperio tuviera la fuerza para rechazarlos.
Pidió al gondolero que se detuviera en un lugar un poco apartado hasta que Anthemia le hubo dado a su madre y al príncipe de Imbria los abrazos de despedida y hasta que la lancha que la transportaba estuvo a plena marcha ya en la Estrella, en dirección al Cubo, donde le aguardaría la manta que la llevaría de regreso n Aruwe.
Leonata y Petroz se quedaron de pie mirando, uno al lado del otro, cuando Rafael desembarcó y pagó al gondolero, pero ninguno de los dos tomó la palabra hasta que la góndola se marchó.
—¿Por que tendré la sensación de no querer verte? —dijo Leonata.
—No quieres verme —dijo Rafael—, pero necesitas hacerlo.
Rafael dirigió la mirada hacia el agua por donde se había marchado Anthemia y, de repente, le acometió una sensación completamente imprevista de disgusto por todo lo que estaba ocurriendo. Leonata le había tendido la mano de la amistad y su hija también había mostrado interés en él, aunque fuese de otra clase. Y ninguno de los dos era de naturaleza política.
Pero Leonata había decidido presentarse a las elecciones al Consejo de los Mares, y si su hija había tenido libertad o no para elegir lo que estaba haciendo en Aruwe, eso era otro asunto en el que Rafael ahora no tenía tiempo de pensar.
—¿Todavía le haces recados a Aesonia? —le preguntó Petroz—. ¿O te han herido demasiado el orgullo?
—Todavía sigo buscando la verdad —dijo Rafael, encontrándose con la mirada de Petroz.
—La verdad y mi hermana no se hablan desde hace muchos años. Creo que si vuelven a encontrarse, el resultado será fatal.
—¿Para quién?
Petroz se encogió de hombros.
—La verdad que pueda salir indemne del ataque de Aesonia y Sarthes no existe. Pregúntaselo a Ruthelo, si no me crees.
—Va a ser difícil estando muerto.
—Por eso —dijo Petroz—, hay que desenredar las hebras de verdad en los tapices de mentiras que teje mi hermana. Leonata, continuaremos nuestra conversación más tarde. Gracias.
Leonata le sonrió y él se marchó resueltamente hacia el embarcadero. ¿Tenía la suficiente confianza como para regresar por el palacio estarrin?
Dados los últimos comentarios de Petroz, quizá Rafael debería haber sondeado más lo que él y los agentes de Imbria se traían entre manos en Vespera...
—Ven arriba —le dijo Leonata.
* * *
Leonata no había cerrado las persianas y el sol de última hora de la tarde entraba a raudales a través de los tres arcos. Rafael no se sentó y tampoco Leonata le invitó a hacerlo. Fue andando hasta el centro de la habitación y, entonces, abruptamente, se detuvo.
—¿Emprenderá el Consejo sus propias acciones contra Iolani? —le preguntó Rafael—. Sé que no lo haréis por Valentino, pero ella os ha involucrado a todos en una contienda familiar y ha puesto muchas vidas en peligro.
—¿Crees que se lo diría a un agente del emperador? —Lo que significaba: «Sí, va a haber consecuencias.»
—El emperador se sentiría un poco mejor si supiera que Iolani va a perder algo por lo que ha hecho. Un poco menos inclinado a incluiros al resto de vosotros en su venganza.
—Él no va a sentirse satisfecho hasta que Iolani y su clan sean exterminados, sin importarle lo que hagamos nosotros —dijo Leonata.
—¿Y tú? —continuó Rafael, avanzando un paso con cada frase— El Consejo te asignó la investigación de este caso. Sabes que Iolani mató a Catilina y a Rainardo. Ella se ha puesto en el punto de mira del emperador y también ha puesto a Vespera. Y a la independencia de la ciudad, que tenéis en tan alta estima; y a tu clan, al que tienes la obligación de salvaguardar y proteger; y al clan de tu hija, sobre el que no tienes influencia.
Rafael se detuvo a poca distancia del escritorio de Leonata.
—Si nos estás amenazando a mí y a mi clan, es una completa estupidez —dijo Leonata—. Si estás amenazando a mi hija...
—No estoy amenazando a tu hija —le interrumpió Rafael—. Tu hija ya está amenazada, porque tus aliados y socios del clan Aruwe no son otra cosa que marionetas de Azrian. Y como ambos sabemos, ellos son las almas perdidas. Son los restos de Azrian, Theleris, Eirillia. —Rafael se movía alrededor de la hermosa sala decorada con frescos a la que Leonata había impreso su personalidad—.Y de los clanes que permanecieron leales a la República de Ruthelo.
—Si Aruwe decide pactar con Jharissa, es prerrogativa suya —dijo Leonata—. Jharissa tiene que decantarse por uno de los clanes armadores, si quiere mantas.
—Eso es lo que yo pensé al principio. Sólo que no es exactamente así, ¿verdad? Jharissa no eligió Aruwe al azar, o porque a ellos les gustaran los colores del clan Aruwe. Eligieron Aruwe porque era el socio de Azrian y, probablemente, también de Eirilla. Fue Aruwe quien construyó todos aquellos buques de más para Ruthelo. Aruwe, donde entraron a servir los más jóvenes de estos dos clanes con vocación de armadores. Aruwe, que dio cobijo a los supervivientes, después de la derrota de Ruthelo. Aruwe, que es administrado por todos aquellos jóvenes y supervivientes. —Rafael se dio cuenta de que estaba golpeando la mesa con el dedo con cada aseveración que hacía.
Leonata le miró fijamente. Totalmente desorientada por primera vez desde que lo había conocido, estaba entrelazando los dedos por detrás del respaldo de su silla.
—No lo sabías, ¿no es así? —dijo él—. Sabías que había algo extraño y, muy probablemente, sospechabas de qué se trataba. Pero no querías hacer preguntas porque, comprensiblemente, no quisiste abrir viejas heridas. Y cuando Iolani y su gente hicieron su entrada en escena y facilitaron a Aruwe toda esa encantadora tecnología tuonetar, Aruwe te compensó incorporándola en alguna medida en las mantas que construía para ti. Y dándote garantías de que, mientras no les crearas problemas, Jharissa, con sus mantas mejores y más potentes, tampoco te los crearía a ti.
—¿Cómo sabes eso? —le preguntó Leonata, poniéndose en pie detrás de la silla y con los nudillos blancos por la fuerza con la que había aferrado su respaldo—. Eso no puede ser cierto.
—Pero lo es, y Anthemia podrá confirmártelo. Aunque no lo sepas tú, ella sí lo sabe. Pero para ella sólo se trata de una causa romántica. Ella forma parte del único clan de Thetia que ha sido leal a la República de Ruthelo durante todos estos años. El clan que ha mantenido vivos el recuerdo y los hijos de los clanes desaparecidos. Algo conmovedor, Leonata, pero también muy peligroso.
—¿Cuánto de todo esto le has contado a Valentino? —susurró Leonata.
—Todo lo que necesitaba saber. Él ya sabía que Aruwe era aliado de Jharissa.
Solamente porque Rafael se lo había contado, pero no había necesidad de empeorar las cosas, precisando esto.
—¡Que me pudra antes de volver a ofrecerte mi amistad! —exclamó Leonata—. Eres una serpiente, Rafael, y tú traicionarás a cualquiera que se ponga en tu camino si tus ambiciones lo exigen. ¿Dónde estaba tu lealtad al emperador en el Alto Averno? ¿O se trataba sencillamente de más ambición, porque querías solucionar esto por ti mismo?
—Yo sabía lo que le ocurriría a Glaucio si Fergho y el imperio lo apresaban.
¿Quién pensaba ella que era él? Rafael serviría a la causa que considerara digna. Silvanos y Odeinath no le habían enseñado otra cosa, y si nadie demostraba ser digno...
Si nadie demostrara ser digno, él haría su propia causa y dejaría que los demás trataran de impedírselo. Se había habituado al caos de Vespera, a la vida que debería haber llevado y al poder que siempre había sabido que podía ejercer.
—¿Y eso te preocupaba? ¿O sólo te aprovechas de los buenos instintos de los demás?
—Yo no he venido a aprovecharme de tus buenos instintos —le dijo Rafael—. Como le he dicho a Petroz, quiero la verdad. No las versiones que tú, el imperio o cualquier otro esté dispuesto a darme. Acabaré sabiendo lo que ocurrió. Y tú me ayudarás introduciéndome en Aruwe.
Leonata abrió la boca para decir algo, pero se contuvo. Algo parecido a una revelación le cambió la expresión. Sus ojos permanecieron fijos en él, explorando sus rasgos como si no estuviera segura de lo que estaba viendo.
—Dulce Thetis, ¿cómo es posible que no me hubiera percatado? —dijo Leonata.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Rafael.
—Lo sabrás con el tiempo —dijo Leonata—.Yo te ayudaré a descubrir la verdad. Te destruirá, pero la descubrirás.
* * *
Valentino y los que le acompañaban transportando el féretro se detuvieron todos a una.
—¿Quién es este hombre al que llevas al arrecife de los Almirantes? ¿Qué fue lo que hizo en vida para merecer este privilegio en la muerte?
El exiliado vestido de gris estaba de pie en la puerta de la capilla, flanqueado por su guardia de ocho oficiales navales condecorados que bloqueaban el paso a la procesión funeraria. Alrededor de la pequeña plataforma flotante, un viento brusco levantó la espuma de las olas y ésta salió disparada hacia las nubes. Las islas de Vespera, incluso el mismo lago, eran una sombra verde sobre el horizonte.
A la cabeza de la pequeña procesión, formada por hombres vestidos de gris por el luto, además del sacerdote, figuraba Eugenio, el hijo de Rainardo. Un hombre hecho con el molde de su padre, pensaba con tristeza Valentino, aunque sin su talla. Quizá alguno de los lugartenientes o capitanes de las flotas canteni o imperial que iban detrás sería un heredero más apropiado. Según la tradición, sólo aquéllos con honores de guerra podían poner el pie en la capilla del arrecife del Almirante, de modo que sólo un pequeño séquito acompañaba a Rainardo en este viaje final tras el funeral civil que se había celebrado en el Palacio de los Mares.
—Libró treinta y siete combates en el mar —dijo Eugenio con orgullo—. De éstos, ocho fueron bajo el mando de otro hombre, siete como capitán y veintidós como almirante. De estos treinta y siete, treinta y dos terminaron en victoria, dos sin triunfo alguno y tres en honorable derrota. Como almirante, jamás conoció la derrota y honró a su clan y a su pueblo.
Eugenio leyó la lista con los detalles de todas las batallas que Rainardo había librado durante toda su larga carrera, desde sus refriegas y batallas contra los cruzados como lugarteniente y capitán, incluyendo las batallas navales en Selandrios y Oromel, pasando por sus batallas como comandante de flota contra Ruthelo (una de las cuales era la que había estado estudiando con los oficiales de Valentino hacía muy poco), hasta sus últimas batallas al servicio de Vespera.
—Los que guardamos este lugar le juzgamos digno como almirante —dijo el exiliado, elevando su voz sobre el ruido del viento en los estandartes y en las túnicas de los exiliados—. ¿Quién responderá por su honor y su dignidad como hombre?
—Yo lo haré —dijo Gian, dando un paso al frente al lado de Eugenio. Había sido él quien solicitó a Valentino y al Consejo concederle a Rainardo el más alto honor que un comandante thetiano podía recibir: ser sepultado en el arrecife de los Almirantes, en las aguas marinas al norte del lago de Vespera, el lugar de descanso de los héroes navales durante casi mil años. Todos los grandes almirantes thetianos estaban allí conmemorados, aunque eran poco más de la mitad los que de verdad estaban sepultados en el Arrecife.
—Conocí a Rainardo toda mi vida —dijo Gian—. Jamás faltó a su palabra con sus aliados, ni abandonó a su suerte a sus amigos ni a aquellos que estaban bajo su mando.
—Entonces —dijo el exiliado—, traedlo a su descanso eterno con Thetis.