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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Vespera (46 page)

BOOK: Vespera
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La
Cerúlea
se acopló a la pasarela y el casco sufrió una sacudida. Se hizo el silencio durante unos momentos mientras se desaguaba el agua de la conexión.

—Como ya te indicamos, la gran thalassarca está fuera, en la zona de pruebas, hasta mañana por la mañana —le dijo Teodoro—. Ella dispuso que uno de los armadores te llevara a hacer una visita esta misma tarde.

—Gracias —dijo Rafael.

—Confío en que sepas valorar lo extraordinario que es esto. —La expresión del capitán era fría, hostil—. Tan sólo invitamos a visitarnos a socios de confianza.

—Por supuesto —dijo Rafael con una expresión igualmente fría, totalmente consciente de que ahora estaba rodeado de enemigos. Incluso con la amenaza de las acciones de Valentino contra los aruwe en Vespera si es que no regresaba, su situación era precaria. Leonata era la única persona allí que le había mostrado alguna simpatía y no le había dirigido la palabra durante todo el viaje.

Cuando hubieron desembarcado, Teodoro puso a Rafael en manos de una armadora mientras Leonata, más privilegiada, salió por alguna otra parte, supuestamente para encontrarse con su hija.

Delante tenían el principal complejo, pintado de blanco: viviendas, salas comunitarias, una biblioteca con las ventanas cubiertas, almacenes, embarcaderos, naves de equipamientos. Era mucho más grande de lo que Rafael se había imaginado; había más de mil personas trabajando allí.

El camino les llevó de bajada por un puente (de piedra, incluso allí afuera) y, más adelante, al centro del principal complejo, un patio con una fuente y mesas, como la plaza de cualquier ciudad de Thetia, y rodeado por una antigua columnata. Todo estaba escrupulosamente mantenido, como una casa de campo envuelta por la fragancia del café molido que el aire esparcía por el patio.

La armadora que Corsina le había asignado seguramente debía de ser la mujer más taciturna y poco comunicativa de todo el clan Aruwe. Todas sus explicaciones y respuestas no eran más que frases lacónicas, secas e irrelevantes.

Le llevó a través de salas de proyectos y de pruebas donde se evaluaba la calidad del sargazo y del agua. Pasaron por talleres de ingenieros donde probaban sistemas específicos de éter, por otros donde los técnicos estaban desarrollando sistemas nuevos y por otra docena más de salas, pero lo hicieron tan rápido que la mente de Rafael no tuvo mucho tiempo para registrar toda aquella actividad. Además, la mayor parte de las cosas eran de éter, y así como los elementales sistemas de combustión resultaban fáciles de entender, el éter y sus miles de usos escapaban a la comprensión de todo aquel que no fuera ingeniero. El diseño de un sistema de éter era un capítulo aparte y el nivel de competencia que se requería era francamente alto.

De hecho, estos ingenieros resultaban siempre un tanto singulares para el común de los mortales. Rafael había conocido a alguno, y mejor que la mayoría; sencillamente sus cerebros funcionaban en un mundo diferente al de cualquier otra persona y nacer con ese don era algo que se estimaría toda la vida. Nunca había suficientes ingenieros con aquellas características.

Más allá estaban los estudios en los que los delineantes dibujaban planos detallados con cada una de las conexiones particulares de éter o plantillas para las partes internas del navio. La construcción de mantas era una tarea enorme y Aruwe producía algo así como una docena al año.

La primera fase de la visita guiada le llevó la mayor parte de la tarde y a continuación, tras el calor del día, su guía le condujo por una de las pasarelas desde donde se veía trabajar a algunos buceadores en el interior de mantas ya desarrolladas, ajustando enchufes y duplicados de madera para sistemas en algunas de ellas, y ensamblando conexiones y conductos de éter en otras.

Allá donde iban, los armadores y los ingenieros permanecían en silencio, apenas haciendo caso de su presencia ni siquiera cuando Rafael formulaba una pregunta y, en tales ocasiones, solían dejar que su escolta fuera quien le contestase.

Rafael cenó solo en su habitación, por decisión propia. Una tarde en completo silencio ya era algo bastante malo, de manera que no quiso una velada igual. Y sin duda los armadores se sentirían mejor sin su presencia. Rafael había percibido su nerviosismo; debían de barruntarse las causas de su presencia allí, y saber que Corsina se había visto obligada a permitirle el acceso y que él era un agente del Imperio que intentaba destruirlos.

¿Cuántos de ellos habrían sido miembros de los clanes rebeldes. Todos habían rebasado la cincuentena, lo que significaba que desempeñaban puestos con responsabilidad, pero no había nadie que pareciera seguirles los pasos. Entonces, ¿en qué medida apoyaban los armadores más jóvenes la causa de las almas perdidas? ¿Quedaría Aruwe como un bastión de la causa, incluso si Jharissa era derrotada?

¿Quería él que Jharissa fuera derrotada? Ya no estaba seguro. Pero no le vendría mal enterarse de todo lo que pudiera sobre Aruwe mientras estuviera allí.

Rafael aguardó a que el complejo estuviera tranquilo y los armadores dormidos, observando el comportamiento de los centinelas en el exterior y esperando la ocasión más propicia. Eran soldados y marineros del buque de Teodoro (al menos los que reconoció), y estaban armados, pero no estaban habituados a mantener vigilancia en su propia isla.

Salió por la ventana, dejándose caer sobre la arena y se arrastró algunos metros hasta una edificación anexa, esperando a que pasara la siguiente guardia. Tenían una regularidad de reloj; después se puso a salvo rápidamente tras un grupo de hornos para cerámica, esperó un poco y, desde allí, se dirigió al bosque.

En el bosque resultaba más fácil esconderse que moverse. Tuvo que recorrer los primeros cien pasos con una lentitud exasperante. Cuando los sonidos de las aves nocturnas empezaron a enmascarar cualquier ruido que él pudiera provocar, ya pudo ir un poco más rápido. Atravesó el bosque hasta que se encontró con una ligera elevación del terreno que ocultaba el complejo principal y, entonces, caminó con mucha cautela por un tramo de playa.

Hacía tanto calor allí como en Vespera, aunque reinaba la placidez y la atmósfera no era tan bochornosa como en la ciudad. Una de las lunas estaba completamente en lo alto, otra era apenas una delgada esquirla rojiza que se elevaba detrás de las colinas por el este.

Las lunas proyectaban una luz pálida y plateada sobre la laguna, kilómetros de agua salpicados por una tracería de construcciones y plataformas con las colmas dominándolo todo, cubiertas por una oscura masa boscosa. El silencio no era completo; nunca lo era en las islas. Los coros de las cigarras y las aves nocturnas creaban un incesante murmullo de fondo.

Detrás de él, en el blanco complejo de edificios, había centenares de armadores, ingenieros y personal de apoyo, gente que había dedicado toda su vida a la construcción de mantas, haciendo de Thetia lo que era.

Gente que había construido las mantas que Ruthelo empleó para hacer estallar la Anarquía muchos años atrás, y que habían hallado alguna razón en la causa de aquel hombre para permanecer leales a ella durante décadas después de su muerte. ¿Era simplemente el recuerdo de lo que habían perdido? ¿O había algo más? La misma palabra «república» se había visto mancillada por lodo lo que había ocurrido y Vespera, aunque era una república en todo, nunca se había atrevido a proclamarse nominalmente como tal. Se había hablado de emplear otro nombre, quizá «confederación», pero había demasiada gente que temía que se repitiera la misma historia, que surgiera alguien lo suficientemente ambicioso y capaz de proclamar una república y después se viera tan constreñido por ella que intentara derribarla para establecer una tiranía.

Como había hecho Ruthelo.

Rafael echó la vista atrás, a lo largo de la línea costera; no vio a nadie, pero aun así retrocedió un poco y se puso detrás de una gran roca antes de sacar algo que no debieron haberle permitido traer. Habían registrado su equipaje, pero el sextante que Rafael había traído para determinar la posición exacta de la isla, estaba diseñado para ser desmontado y escondido. Después de todo, en Vespera podía comprarse cualquier cosa.

Había dudado sobre si llevar su propio telescopio; hasta había llegado a desenterrarlo de entre sus pertenencias y camuflarlo entre su ropa. El simple tacto de su cuero gastado le evocó el rostro curtido y prematuramente envejecido de Odeinath, el chirrido del casco del
Navigator
, las jarcias y los chillidos de los delfines saltando entre las olas de proa.

Y la extraña hermandad de los Xelestis, los verdaderos exiliados, inadaptados y extranjeros en navíos de una época perdida, que seguían vagando por los mares.

Odeinath había mostrado una enorme paciencia, incluso durante aquel último año más o menos, cuando Rafael ya era más un agente de inteligencia que un explorador, cuando su interés por las intrigas del Archipiélago conquistaron finalmente la parte de él que disfrutaba deambulando por el océano, la parte de Rafael que tanto había aprendido de un explorador inconformista convertido en arquitecto.

Al final, sin embargo, decidió no llevarse su telescopio, pero se compró un sextante más pequeño en una discreta tienda próxima a unos proveedores navales y cercana también al piso franco de Silvanos. El cielo estaba allí despejado, sin la débil neblina de la ciudad, de manera que resultó fácil medir la latitud de Aruwe y añadirla a la longitud que él había medido en su habitación una hora atrás, cuando sonó la ultima campana.

El secreto de Aruwe ya pertenecía a otra época. O quizá el método de Rafael era lo que perteneciera a otra época. En cualquier caso, él ya sabía la localización de Aruwe con un margen de imprecisión de unos 20 kilómetros. Se encontraba al noreste de Vespera; Rafael calculaba que a no más de 180 kilómetros de la isla de Zafiro. Podía verificar la ubicación en una carta de navegación cuando estuviera de vuelta en Vespera. Ahora no había prisa. Estaba bastante seguro de que la mayoría de los clanes vesperanos conocían la ubicación de los astilleros, pero le había sido imposible sonsacársela. Y de todas maneras, la clave era cómo navegar hasta allí a través de un bosque de kelp tan denso, con corredores que cambiaban de sitio lentamente con el paso del tiempo y que sólo eran conocidos por los aruwe.

Quienes, con toda seguridad, contribuían a que el kelp se desarrollara tan denso e impracticable como fuera posible, de manera que cualquier buque que tratara de pasar por él debiera perder mucho tiempo y anunciara su presencia mucho antes de llegar.

Plegó el sextante, lo volvió a meter en la caja y guardó ésta en su túnica.

Continuó caminando por una línea delgada de playa y después penetró en el bosque, siguiendo un sendero que estaba prácticamente seguro de que conducía a un mirador que había visto unas horas antes, a unos veinte metros de altura más o menos, en uno de los lados de la colina. La atmósfera en el interior del bosque era bochornosa, húmeda. Las gotas de humedad le corrían incómodamente por la nuca y los insectos zumbaban alrededor de la cara. Había comprado un ungüento para protegerse la piel de las picaduras y había hecho que los químicos trataran toda la ropa que se había llevado. Eso había sido caro, porque quitar el olor requería mucha destreza, pero valía la pena con tal de evitar enfermedades tropicales.

El resto del mundo se reía de los vesperanos a causa de que los químicos y su gremio hermano, los esteticistas, tuvieran un reconocimiento tan alto entre ellos, pero es que el resto del mundo no tenia ni idea de las variadísimas aplicaciones que tenían sus disciplinas.

Por ejemplo, la elaboración de un fármaco que fuera capaz de bloquear la magia de alguien y se pudiera administrar de tal manera que fuese indetectable. ¿Había encontrado ya Leonata el proveedor del silfio? ¿Se lo habría revelado a él en el caso de que así fuera?

Afortunadamente, el sendero estaba seco (Rafael se había olvidado de que en el barro dejaría huellas, a diferencia de en la arena), aunque le sería muy difícil evitar mancharse la ropa si se caía. El sendero se hacía ahora más escarpado, girando hacia arriba por el lado de una elevación, por una pared rocosa. Algunas aves nocturnas se hacían oír con ganas. ¿Habría animales más grandes en la isla? Pensó que no. No en una isla que había sido un astillero de mantas durante quinientos años. Dada la actitud de los aruwe, se sorprendió de que los constructores navales no se las hubieran ingeniado para exterminar a todos los mosquitos aunque, con seguridad, no existía el peligro potencial de los tigres.

Sin embargo, los tigres podían nadar, como los gatos pescadores. Si en Thetia no sabías nadar, tenías un serio problema.

Todo dependía de la distancia a la que se encontraran de la isla más cercana y de si formaban parte de una cadena de islas con alguna conexión practicable. Con un poco de suerte y una carta detallada, Rafael podría hallar con exactitud la ubicación de Aruwe. Lo realmente importante era la ruta a través del bosque de kelp, pero al menos podría localizar dónde se encontraba Aruwe en medio del kelp.

Casi se resbala. Decidió dejar de preocuparse por los tigres, concentrarse en el camino y mantenerse tranquilo. No había razón para que los aruwe hubieran apostado un centinela allí arriba, cuando disponían de miradores más altos y mejores. Tenía más sentido patrullar el complejo principal o, al menos, es lo que deberían hacer los armadores si sabían mínimamente qué es lo que tiene que hacer un centinela.

Ahora el sendero era recto y la luz de la luna se filtraba lo suficiente a través de los árboles como para que Rafael pudiera comprobar que el terreno no estaba alfombrado por un ejército de hormigas devastadoras. Podía divisar el destello plateado del agua a su izquierda, así que debía de encontrarse a escasa distancia del mirador. Se escabulló en el interior del bosque cuando vio que el sendero terminaba por delante y parte de un antepecho de piedra. Pero allí no había nadie, tan sólo una desnuda plataforma de piedra, con la laguna extendiéndose delante de ella.

Si se acercaba alguien, debería verlo y si se apartaba un poco de la parte más expuesta del parapeto, no podría ser visto desde abajo. Había dos entradas. La
Cerúlea
había entrado por el flanco noroeste, según suponía Rafael... sí, allí se encontraba la hondonada entre las colinas, con sus defensas apenas visibles bajo la luz de la luna. La otra debía de estar en alguna otra parte hacia el este, pero allí las colinas eran más bajas y le costó un rato distinguir lo que era una abertura y lo que era meramente una duna de arena inusualmente baja.

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