Read Un día en la vida de Iván Denísovich Online
Authors: Alexandr Solzchenitsyn
Por lo visto el aparejador está conferenciando probablemente con los jefes de década.
En un rincón de la entrada está acurrucado el servicio del barracón, agotado. Además: el Schkuropatengo, un tío largo y encorvado, B-219. Está mirando por la ventana y controla aún que nadie le desmonte sus casas prefabricadas. No hace más que suspirar, el tío.
Dos contables, también presos, tuestan pan sobre la estufa. Para que no se les queme, han fabricado una rejilla de alambre. Zesar fuma en pipa y se despereza, sentado en su escritorio. Está de espaldas a Sujov y no le ve.
Enfrente está Ch-123 con su puré, un viejo nervudo, veinte años de trabajos forzados.
—No, querido —dice Zesar suavemente, con voz contenida—. Hemos de ser objetivos y reconocer que Eisenstein es genial. ¿O acaso su «Iván el terrible» no es genial? ¡El baile de máscaras de los pritschniki! ¡La escena de la catedral!
—¡Tonterías —exclama Ch-123, disgustado, deteniéndose un segundo antes de llevarse la cuchara a la boca—. Tanto arte, que no hay arte siquiera. ¡Pimienta y canela en lugar del pan de cada día! Y luego, la puerca idea política: justificar la tiranía autocrática. ¡Insultar la memoria de tres generaciones de pensadores rusos!
Come su puré sin sentimiento, sin verdadera dedicación.
—¿Qué otra versión habrían permitido?
—¡Vaya, permitido! ¡Pues no hable usted de genio! Diga usted mejor que es un pelotillero y cumplió un perro encargo. ¡Un genio nunca adapta su interpretación a los gustos del tirano!
—¡ Ejem, ejem! —carraspeó Sujov, sin atreverse a interrumpir la culta conversación. Además, no se le ha perdido nada aquí.
Zesar se vuelve, alarga la mano para coger el puré, sin conceder ni una mirada a Sujov, como si la ración hubiera llegado volando por los aires, e insiste en su punto de vista:
—¡Pero oiga usted! ¡El arte no es el qué, sino el cómo!
Ch-123 se levanta de un salto y barre varias veces la mesa con el canto de la mano:
—¡Al infierno con su cómo, si no despierta buenos sentimientos en mí!
Sujov aún se quedó el rato que le pareció de rigor, después de haber entregado el puré. Esperaba por si Zesar le invitaba a fumar. Pero Zesar había olvidado completamente la presencia a sus espaldas.
Sujov dio media vuelta y salió sin hacer ruido.
No importaba. No hacía mucho frío fuera, y podría levantar bastante pared.
Siguiendo el sendero, Sujov encontró en la nieve un trozo de hoja de sierra. Aunque no lo destinaba a un uso en particular, lo recogió; nunca se sabe lo que se va a necesitar. Lo metió en el bolsillo de su pantalón. En la central lo escondería. Hombre prevenido vale por dos. Cuando llegó a la central, y la introdujo en su cinto. Luego desapareció hacia donde fabricaban el mortero.
Dentro, la oscuridad le pareció más densa, después de haber estado al sol, y de ningún modo más caldeado que el aire libre. Sólo más húmedo. Todos se apretujaban en torno a la pequeña estufa puesta en funcionamiento por Sujov, y junto a la otra, que servía para secar la arena. El que no había encontrado sitio se sentaba al borde de la artesa; el brigadier estaba muy cerca de la estufa, comiendo su puré previamente calentado por Pavlo.
Los jóvenes murmuran entre sí. Están más alegres. A Iván Denisovitch le susurran que el brigadier ha conseguido buenos porcentajes y ha vuelto de buen humor.
Ahora es cuestión suya lo que valora como trabajo; es su cometido como brigadier devanarse los sesos. ¿Qué han hecho por la mañana? Nada. El arreglo de la estufa no se paga, ni la instalación de la nave de calefacción. Eso lo han hecho para sí mismos, no para la producción. Pero en el informe de trabajos habrá de constar algo. Quizá Zesar ayude un poco al brigadier; éste le trata muy amablemente, y por algo será.
«Conseguir buenos porcentajes» quiere decir que habrá buenas raciones durante cinco días. Cinco, o digamos mejor cuatro días, pues de los cinco la dirección del campo se embolsa uno como mérito propio, atribuyendo luego a todo el campo, a los mejores como a los peores, la norma garantizada. Como si no se quisiera perjudicar a nadie, puesto que todos van igual. Pero el ahorro es a cuenta de nuestras tripas; no importa, el estómago de un preso es resistente. Hoy vamos tirando, y mañana ya nos hartaremos. Esos son los pensamientos con que se echa a dormir el campo el día que recibe la norma garantizada.
Hay que darse cuenta... Trabajamos cinco días, y comemos cuatro.
La brigada no arma bulla. El que tiene, fuma en silencio. Se han apelotonado en la oscuridad y miran al fuego. Como una gran familia. En realidad es una familia la brigada. Están escuchando al brigadier que está contando algo a dos o tres. Siempre es muy parco en palabras; pero cuando empieza a contar, es que está de buen humor.
Andrei Prokofitch tampoco ha aprendido a comer con la gorra puesta. Sin ella, su cabeza parece ya la de un viejo. El pelo al rape, igual que los demás. A la lumbre del fuego puede verse cuántas canas se mezclan a los cabellos grises.
—Yo ya temblaba delante del comandante, ¡figuraos con el coronel! «Se presenta el soldado Tiurin»... El me miró bajo sus pobladas cejas: «¿Cómo te llamas, cuál es el nombre de tu padre?» Yo respondo. «¿Año de nacimiento?» Yo respondo. En aquel tiempo, en 1930, yo tendría unos veintidós años, era un crío. «¿A quién sirves, Tiurin?» «¡Sirvo al pueblo obrero!» Entonces estalló, golpeando la mesa con ambos puños: «¡Sirves al pueblo obrero! ¿Y quién eres en realidad, canalla!» Yo estoy hirviendo... Pero me domino: «Tirador de primera, citado en la instrucción militar y politi...» «¡Mierda de primera, marrano! ¡Tu padre es un kulak! ¡Mira, un informe de Kamen! ¡Tu padre es un kulak, y tú te ocultaste! ¡Hace dos años que te buscan!» Yo me puse pálido y callé. Durante un año no envié ninguna carta a casa, para que no me descubrieran. No sabía siquiera si vivían, y ellos tampoco tenían noticias mías. «¿Dónde está tu conciencia?», gritaba el otro, haciendo temblar las paredes, «¡ Engañando al Estado obrero y campesino!» Ahora me pegará, pensaba yo. Pero no hizo nada de eso. Firmó una orden: «Dentro de seis horas, fuera de aquí...» Y fuera era noviembre. Me arrancaron el uniforme de invierno, me dieron uno de verano, todo usado, llevado tres veces, y un abrigo corto. Me sentí vacío; no sabía que no hubiera tenido por qué devolverlo todo. ¡Al infierno con la camarilla! Y luego, el cruel certificado: «Licenciado del ejército por ser hijo de un kulak.» ¡Anda a buscar trabajo con semejante papel! Tuve que viajar en tren durante cuatro días, sin que me dieran un billete, ni provisiones para un solo día. Me dieron una última comida, y me echaron del cuartel.
»Por cierto que en 1938, en Kotlas, encontré en el destierro a mi antiguo suboficial. Le habían condenado a diez años. Por él supe que el coronel y el comisario fueron fusilados en 1937. Sin considerar si eran kulaks o proletarios, o si tenían conciencia o no. Me persigné y dije: " ¡Tú reinas en el Cielo, Señor! Tu clemencia es grande, y tu castigo inexorable."»
Después de las dos escudillas de puré, Sujov habría dado la vida por un pitillo. Se decidió a comprarles a los letones del barracón 7 tabaco de su cosecha, con que devolver lo de ahora; en voz baja, dijo al pescador estoniano:
—Oye, Eino. Préstame un liado hasta mañana. No te engañaré.
Eino miró a Sujov a los ojos. Luego su mirada se volvió, muy lentamente, a su hermano de ocasión. Todo lo compartían, y uno de ellos jamás entregaría una brizna de tabaco sin consultar con el otro. Murmuraron algo entre sí, y Eino sacó una bolsa adornada con una cinta rosa. Sacó una pizca de tabaco de manufactura, la depositó en la palma de la mano de Sujov, evaluó a ojo y agregó unos hilos más. Bastaba justo para un cigarrillo, no más.
El propio Sujov tenía ya periódico. Arrancó un trozo, se lió un cigarrillo, recogió el trocito de ascua que había rodado hasta los pies del brigadier y chupó y chupó. Un vértigo se apoderó de todo su cuerpo. Apenas había empezado a fumar, sintió la mirada de unos ojos verdes a través de toda la nave. Fetiukov. Quizá se habría compadecido y hubiera dado algo a aquel chacal, pero Sujov había visto que Fetiukov ya se procuró algo aquel día. Mejor sería dejarle un poco a Senka Klevschin.
El pobre no escuchaba el relato del brigadier, estaba sentado junto al fuego y mantenía la cabeza inclinada. La lumbre iluminaba el rostro picado del brigadier, que hablaba tranquilamente, como si no fuese su propia historia:
—Las baratijas que llevaba las vendí por la cuarta parte de su valor. Compré de matute dos panes, puesto que había ya cartillas de racionamiento. Quise viajar con el tren de mercancías, pero estaba prohibido por severas leyes. Quien pueda acordarse sabrá que ni con dinero había modo de conseguir billete, cuanto menos sin él; sólo por medio de talones de misión oficial se podía viajar. No dejaban subir a los andenes. En las puertas había milicianos, y los espías de la policía se paseaban por la vía a ambos lados de la estación. El frío sol comenzaba a ponerse, y los charcos se helaban. ¿Dónde iba a pasar la noche?... Escalé un muro de piedra lisa, salté al otro lado, con mis panes, y desaparecí en los lavabos del andén. Esperé allí, por si alguien me seguía. Luego salí como un pasajero, como soldado. Sobre la vía estaba precisamente el tren «Vladivostok-Moscú». Todo el mundo se precipitaba a buscar agua caliente, la gente se golpeaba mutuamente con las teteras en la cabeza. Una muchacha con una blusa azul y una tetera de dos litros se acercó, pero tenía miedo de aproximarse al termosifón. Tenía unos pies diminutos, y podrían escaldárselos o aplastarlos. «Toma, aguanta mis panes. ¡Yo voy a buscar agua!», le dije. Antes de poder empezar a llenarla, se puso en marcha el tren. Ella sostenía mis panes, lloraba y preguntaba qué iba a hacer con ellos; hubiera querido tirar la tetera. «¡Corre!, exclamé yo, ¡corre! ¡Yo te sigo!» Ella delante, yo detrás. La alcancé, le tendí la mano y subimos al estribo. El revisor no me golpeó en los dedos, ni me empujó sobre la multitud. Iban otros soldados en el vagón, y pensó que yo era uno de ellos.
Sujov codeó a Senka en el costado: Toma, fuma el resto, pobre diablo. Le pasó el cigarrillo con su boquilla de madera. No importa que chupe. Senka es un tipo extraño. Como un artista, se pone la mano en el pecho y asiente con la cabeza. ¿Qué más puedes esperar de un sordo?
El brigadier sigue contando:
—Iban seis chicas en un compartimiento reservado. Eran estudiantes de Leningrado, que volvían de sus prácticas. En la mesa había cantidades de comida; de las perchas colgaban los abrigos, balanceándose, y las maletitas estaban metidas en fundas. Ellas pasaban por la vida con la luz verde..., conversaban, reían y bebían té. Preguntaron: «¿Usted? ¿De qué vagón sale?» Yo suspiré y me confié a ellas: «Muchachas, vengo de un vagón en que unos viajaban hacia la vida, y otros hacia la muerte...»
Silencio en la nave. La estufa alumbra.
—Ellas se lamentaron: «¡Oh!» y «¡Ay!», y parlamentaron entre sí... Luego me ocultaron bajo sus abrigos en la tercera litera, y así pasé hasta Nowosibirsk... Dicho sea de paso, unos años más tarde pude agradecérselo a una de ellas, en la comarca de Petschora. En 1935 la complicaron en el asunto Kirov y hubiera sucumbido en los trabajos forzados, pero yo la destiné al taller de costura.
—¿Podríamos mezclar el mortero? —preguntó Pavlo al brigadier, en un susurro. El brigadier no le oyó.
—Cruzando el campo por la noche, llegué a casa, y de noche volví a marcharme. Cogí a mi hermano pequeño y me lo llevé a regiones más cálidas, a la comarca de Frunse. No teníamos nada para comer. En Frunse encontramos una banda de vagabundos, alrededor de un caldero, en el que hervían alquitrán. Me dirigí a ellos: «Escuchad, descalzonados: Os dejo a mi hermanito como aprendiz, para que le enseñéis a salir adelante en la vida» Ellos le recogieron... Ahora lamento no haberme quedado con aquellos vagabundos...
—¿Y no volvió usted a ver a su hermanito? —preguntó el capitán. Tiurin bostezó.
—No; jamás he vuelto a verle. Bostezó de nuevo y agregó
—¡Bien, hijos! No os entristezcáis. Ya nos las arreglaremos aquí, en la central. Los encargados de mezclar el mortero pueden empezar. No esperéis a que suene la sirena.
Así es la brigada. Ni el comandante del campo puede obligar a los «trabajadores», aún en horas de trabajo; pero aún durante el descanso, el brigadier puede decir: «Vamos, a trabajar», y se le obedece. Porque él es quien nos alimenta, el brigadier. Y no nos obliga por capricho.
Si suena la sirena durante la mezcla del mortero, ¿van a parar los albañiles?
Sujov suspiró y se puso en pie.
—Voy a picar hielo.
Cogió una pequeña hacha y una escoba para el hielo; y para trabajar de albañil, un pequeño martillo, una regla, cordel y una plomada.
El sonrosado Kilgas miró a Sujov, torció el gesto y pensó: «¿Por qué se levanta antes que el mismo brigadier?» Claro que Kilgas no necesitaba devanarse los sesos para hallar el modo de alimentar a la brigada. El calvo podía pasar con doscientos gramos de pan y aún menos, viviendo de los paquetes que recibía.
A pesar de ello, comprendió y se levantó. La brigada no iba a esperarse por su causa.
—¡Espera, Vania! ¡Ya vengo! —barbotó.
¿Verdad, gordinflón, que si trabajaras para ti mismo te habrías levantado mucho antes?
Sujov se había dado prisa para pescar la plomada antes que Kilgas, pues era la única que había en el almacén de herramientas. Pavlo preguntó al brigadier:
—¿Bastará con tres albañiles, o enviamos a otro más? ¿Quizá no nos llegará el mortero? El brigadier frunció la frente, y reflexionó.
—Yo mismo me pondré a trabajar como cuatro. ¡Tú, Pavlo, quédate aquí con el mortero! La artesa es grande, pon seis hombres a trabajar; tres sacarán el mortero terminado y otros tres mezclarán el mortero fresco. ¡No paréis ni un minuto!
—¡Ah! —Pavlo se levantó de un salto. Era un mozo joven aún; sangre ardiente, impulsada por bollos de harina ucranianos y no maleada por el campo todavía—. ¡Si usted levanta pared, yo mismo mezclaré mortero! ¡Veremos quién produce más! ¿Dónde está la pala más grande?
¡Así es la brigada! Pavlo había corrido por los bosques, asaltando por las noches los puestos del ejército, y se le envió aquí para que aprendiera a doblar la espalda. Pero para el brigadier, es cosa distinta.
Sujov y Kilgas han subido arriba y oyen a Senka que los sigue sobre la rechinante escalera. El sordo ha adivinado de qué va.