Read Un día en la vida de Iván Denísovich Online
Authors: Alexandr Solzchenitsyn
—Eso te preguntaba yo, ¿adonde? —Sujov se pasa la lengua por los dientes.
—Sí, ¿adonde?
Sujov suspira y contesta, casi en un murmullo:
—Nosotros decíamos: Dios desmenuza la luna vieja en estrellas.
—¡Palurdo! —el capitán ríe—. ¡Jamás he oído cosa semejante! ¿De modo que tú crees en Dios, Sujov?
—¿Por qué no? —se admira Sujov—. Cuando El truena... ¡intenta entonces no creer!
—¿Y por qué hace eso el Señor?
—¿Qué?
—Desmenuzar la luna en estrellas. ¿Por qué?
—¿Qué hay de raro en eso? —Sujov se encoge de hombros—. De vez en cuando cae alguna estrella, y hay que reponerla.
—¡En fila, imbéciles! —berrea desaforadamente el centinela.
Ahora les toca a ellos. La décimosegunda fila de cinco de la quinta centuria está desfilando. Buinovski y Sujov detrás. La escolta está confusa, manosean el abaco. ¡No sale la cuenta! Siempre hay algo que falla. ¡Si al menos supieran contar!
Han contado cuatrocientos sesenta y dos y deberían ser, explican, cuatrocientos sesenta y tres.
Una vez más son apartados de la puerta. Habían vuelto a acumularse. Y otra vez:
—¡En fila de aaaa cinco! ¡Primera! ¡Segunda!
Esta segunda cuenta es más fastidiosa, porque el tiempo empleado no se resta de su jornada de trabajo, sino de su tiempo libre. ¡Antes de entrar al campamento desde la estepa te detienen para el cacheo! Todas las columnas de trabajo corren a galope, esforzándose en adelantarse a las demás para llegar antes al registro y así volver más pronto al campo. La columna que llega antes al campo lo pasa principescamente: el barracón comedor la espera, recibe la primera sus paquetes, es la primera en el almacén y la cantina, la primera en el orden a recibir sus cartas o a la censura de entrega de ellas, la primera en la enfermería, en la peluquería, en la Sauna..., la primera en todo.
A veces ocurre que las escoltas nos despiden antes, para llegar ellos también pronto. Un soldado tampoco puede ir de paseo, tiene mucho que hacer y poco tiempo para ello. Y ahora no les salen las cuentas.
Cuando dejaron pasar a la última fila de cinco, a Sujov le pareció que eran tres los que coleaban. Pero no, estaban otra vez ellos dos.
Los contadores al jefe de escolta, con sus abacos. Reflexionan. El jefe de escolta grita:
—¡El brigadier de la ciento cuatro! Tiurin se adelanta medio paso:
—¡Presente!
—¿Se ha quedado alguno de los tuyos en la central? ¡Piénsalo!
—No.
—¡Reflexiona! ¡Te arrancaré la cabeza!
—No; digo la verdad.
Mira de reojo a Pavlo... ¿No se habrá dormido alguien abajo?
—¡Formar por brigadas! —grita el jefe de la escolta.
Habían formado en fila de cinco en fondo, mezclados tal como venían. Ahora comenzó una gran confusión. Aquí gritaban: «¡La setenta y seis, conmigo!», allá: «¡La trece!» y más allá: «¡La treinta y dos!», y como la ciento cuatro está detrás, se reúnen allí. Entonces ve Sujov: toda la brigada ha venido con las manos vacías; han trabajado tanto rato, los infelices, que no hubo tiempo de recoger virutas. Sólo dos llevaban pequeños envoltorios.
Cada día la misma comedia. Antes de volver se recogen todas las virutas, astillas o trozos de madera, se atan con un trapo retorcido o con un cordel delgado y se traen. La primera razzia, en la guardia. Si está allí el aparejador o uno de los jefes de década, ordena en seguida: «¡Fuera todo!» Han despilfarrado millones, y ahora quieren compensar con las virutas. Claro que el «trabajador» tiene su propio cálculo. Si cada uno de la brigada no lleva más que un par de maderitas, basta para calentar el barracón. Por lo general, el servicio de barracón reparte cinco kilos de polvo de carbón por estufa; no hay que esperar que eso baste. Por eso se les ocurrió el recurso de romper o aserrar las maderas y ocultarlas bajo las chaquetas. Así escapan al aparejador.
Los de la escolta, por el contrario, nunca ordenan tirar la madera fuera, en la obra; pues ellos también la necesitan, y no pueden llevarla por sí mismos. En primer lugar, no estaría a tono con el uniforme, y además necesitan las dos manos para la metralleta con que puedan disparar sobre nosotros. Sólo cuando nos devuelven al campo, los de la escolta ordenan: «De tal fila a tal otra, arrojar aquí la madera.» Pero son clementes; algo ha de quedar para el inspector del campo y también para los presos, pues si no nadie traería madera.
Día a día, cada preso lleva madera sin saber si se la queda o se la quitan. Así están las cosas.
Mientras Sujov busca astillas en el suelo, el brigadier los ha contado e informa al jefe de la escolta:
—¡La ciento cuatro está completa!
Entonces Zesar se destaca de los chupatintas y se acerca a sus propios compañeros. Enciende su pipa, la lumbre le ilumina el rostro; su bigote negro está cubierto de escarcha. Pregunta:
—Bien, capitán, ¿cómo le va?
El que tiene calor no puede comprender al que pasa frío. «¿Cómo le va?», ¡vaya pregunta estúpida!
—¿Cómo ha de irme? —El capitán se encogió de hombros.— Todo el día trajinando, sin enderezar la espalda apenas un momento.
Esto viene a querer decir: a ver si tienes la buena idea de darme un cigarrillo.
Zesar le da uno, en efecto. En la brigada sólo intima con el capitán; a nadie más se confía.
—¡En la treinta y dos falta uno! ¡En la treinta y dos! —grita todo el mundo de repente.
El ayudante del brigadier de la treinta y dos y otro muchacho salen pitando hacia el taller de reparación de automóviles para buscar al que falta. Entre tanto, corre un rumor: ¿Quién? ¿Cómo? Luego Sujov se entera de que falta el pequeño moldavo, el moreno. Pero ¿qué moldavo? ¿No será el moldavo del que decían que había sido espía rumano, un verdadero espía?
En cada brigada al menos hay cinco espías, pero esos son espías artificiales, fabricados. En las actas constan como espías, pero en realidad no fueron más que prisioneros de guerra. El mismo Sujov es uno de tales espías.
Pero el moldavo lo era de verdad. El jefe de la escolta se vuelve violáceo al mirar en la lista. Después de todo, si se las pira un espía, ¿qué le pasa al jefe de la patrulla de escolta?
Toda la gente, y también Sujov, monta en cólera. Aquel perro, aquella carroña, aquel canalla... ¿qué se había creído el muy marrano? El cielo oscurecido, la luna alumbra ya, fijaos, pronto apretará el frío de la noche... ¡y ese mocoso sin aparecer! ¿No tenía bastante trabajo, el cerdo, verdad? Se le hacía corta la jornada del amanecer al anochecer, las once horas, ¿no? ¡Ya vería cómo lo solucionaba el fiscal!
Sujov se admira de que uno trabaje tanto, que no note la señal.
Se ha olvidado de que él mismo acaba de trabajar de ese modo, y que también se irritó de tener que ir a la guardia. Ahora tenía frío como los otros, y compartía su furor. Si ese moldavo los hiciera esperar media hora más y los de la escolta lo entregaran a la multitud, ¡lo despedazaban como lobos a un cordero!
Los hombres reflexionan. ¿Si se habrá escapado el moldavo? Si se largó durante el día, sería distinto; pero si estaba escondido y esperaba a que los vigilantes bajaran de las torres, podía esperar sentado. Si escapó por debajo de la alambrada sin dejar huellas, explorarían durante tres días la zona y durante tres días no bajarían de las torres. Y aunque fuese una semana, igual. Así es su reglamento, y los presos veteranos lo saben. Siempre que se escapa uno, la vida ya no es vida para los de la escolta, que van a la caza sin comida ni descanso. Mas una vez que han montado en cólera, el preso no vuelve vivo.
Zesar habla al capitán:
—Por ejemplo, cuando los quevedos se enredaron en el aparejo, ¿se acuerda usted?
—Hummm, sí... —el capitán fuma su tabaco.
—O lo del coche infantil en la escalera... cómo rueda y rueda.
—Sí..., pero la vida de marino se presenta de un modo algo teatral.
—Vea usted, estamos acostumbrados a las técnicas cinematográficas modernas...
En la película «Acorazado Potemkin»
—Y los gusanos en la carne, gruesos como lombrices. ¿Eran verdaderamente tan gruesos?
—¡Con la cámara no podían tomarse más pequeños!
—Yo creo que si en nuestro campo nos dieran hoy esa carne en vez del pescado, la echarían en la marmita sin fijarse, y nosotros tendríamos...
—¡Aaaaaah! —bramaron los presos—. ¡Uuuuuuh! Veían salir tres figuras del taller de reparación de coches, luego habían cogido al moldavo.
—¡Uuuuuuh —aulló la plebe junto a la puerta. Y cuando estuvieron más cerca, se desató:
—¡Marranooooo, tío mierdaaaa! ¡Bandido! ¡Perro maldito! ¡Puerco! ¡Carroña! Sujov gritó también:
—¡ Marranooooo!
¡Robar más de media hora a quinientos hombres!
Con la cabeza encogida, avanzaba como un ratón.
—¡Alto! —tronó el guardián. Y anotó—: K-cuatro cientos sesenta, ¿dónde estabas?
Al decirlo, se acercaba alzando la culata del fusil. En el montón aún berreaban algunos:
—¡Andrajoso! ¡Baboso! ¡Pedazo de cerdo!
Pero los demás callaron, al ver que el sargento volvía la carabina.
El moldavo no respondía; encogido, retrocedía ante el sargento. El ayudante de brigadier de la 32 se adelantó:
—Se había subido al andamio de los pintores, el perro. Se ocultó de mí, y con el calor se quedó dormido.
¡Y dos golpes con el puño en la mandíbula! ¡Dos más en el pecho!
Con esto le apartaban del sargento.
El moldavo se tambaleó hacia atrás, y entonces saltó el húngaro de la treinta y dos y le dio una patada despiadada en el trasero; sí, despiadadamente.
Eso ya no era lo mismo que hacer de espía. Cualquier tonto puede hacer de espía. Un espía lleva una vida bien regalada. Pero ¡intenta sobrevivir diez años de trabajos forzados en un campo de castigo! El de la escolta bajó el fusil.
Y el jefe de escolta bramó:
—¡Fuera de la puerta! ¡De cinco en fondo!
¡Esos perros cuentan otra vez! ¿No está todo bien claro? Los presos rezongaron. Toda su rabia para con el moldavo se transfirió ahora a la escolta. Rezongaron y no se movieron un paso de la puerta.
—¡Eeeeh! —gritó el jefe de la escolta—. ¿Queréis que os haga sentaros en la nieve? ¡En seguida os haré sentar en la nieve hasta mañana por la mañana!
Era capaz y lo haría. No sería la primera vez. Y hasta se había dicho alguna otra vez: «¡Cuerpo a tierra! ¡Fuego a discreción!» Todo eso había pasado y los presos lo sabían. Empezaron a retirarse de la puerta.
—¡Atrás, atráas! —los apresuró el centinela.
—¿Quién os manda apretujaros en la puerta, bestias? —gritaban los de detrás a los primeros, venenosamente, cediendo ante la presión.
—¡De cinco en fondo! ¡Primera! ¡Segunda! ¡Tercera!
La luna lucía con toda su fuerza; el halo rojizo había desaparecido. Estaba ya en la cuarta parte de su carrera. ¡La noche estaba perdida...! ¡Maldito moldavo! ¡Maldita escolta! ¡Maldita vida!
Los de delante, que estaban ya contados, se volvían poniéndose de puntillas para ver si en la última hilera había dos o tres. De esto dependía ahora toda la vida.
A Sujov le pareció que quedaban cuatro en la cola. Se quedó yerto del susto: ¡uno de más! ¡Otra vez a contar! Luego se vio que Fetiukov, el chacal, había ido a pedirle su colilla al capitán, no cuidando luego de volver a su lugar, y pareciendo estar de más.
El jefe accidental de la escolta sacudió a Fetiukov, rabioso.
¡Le estaba bien empleado!
En la última hilera había tres hombres. ¡Todo estaba en orden, gracias a Dios!
—¡Fuera de la puerta! —insistió el guardián.
Pero esta vez los presos no gruñeron, al ver que salían los soldados de la guardia y se colocaban al otro lado de la puerta.
De modo que les darían la salida.
No se veía a ninguno de los jefes de década libres de servicio, ni al aparejador; todos llevaban su madera a la vista.
Se abrió el portal, y en seguida apareció detrás el jefe accidental de la escolta, con el controlador.
—¡Primera! ¡Segunda! ¡Tercera!...
Si ahora estaba bien, bajarían los centinelas de las torres.
¡Y desde las torres, ahí atrás, hasta aquí, había que caminar un buen trecho! Cuando saliera el último preso de la zona de obra y todo fuese bien al contar, sonaría el teléfono en todas las torres: ¡Retírense! Y si el jefe de la escolta no era tonto, daba la señal de retirada en seguida, por saber que el preso de ningún modo podía escapar y que los guardianes de las torres ya alcanzarían la columna. Si era estúpido, tendría miedo de que su gente no bastara contra los presos, y esperaba.
El jefe de la escolta de hoy era uno de esos idiotas. Esperó.
Durante todo el día los presos estaban fuera, con aquel frío de perros, casi reventando de frío. Y luego, al terminar, debían estar casi una hora de pie, castañeteando los dientes. A pesar de ello, no los estremecía tanto el frío como la rabia: ¡Toda la noche al cuerno! Ya no podrían emprender nada en el campo.
—¿Cómo conoce usted tan bien la vida diaria en la flota inglesa? —preguntó alguien de la fila de atrás.
—Pues, verá usted, estuve casi un mes en un crucero inglés, donde tenía camarote propio. Iba en una flotilla de escolta, como oficial de enlace. Y cuando la guerra ya hacía tiempo que estaba terminada, imagínese, el almirante inglés (en mala hora se le ocurriría) me mandó un regalo como recuerdo: «En señal de gratitud.» Yo me asombro y maldigo... Y aquí... todos en un montón... Encerrado con bandoleros, vaya diversión.
Extraño. Extraño, si uno se fija en lo que hay a su alrededor. La estampa pelada, la vacía zona de trabajo, la nieve reflejando la luz de la luna. Los de la escolta forman a los lados, cada diez pasos, con el arma dispuesta a hacer fuego. El negro rebaño de esos presos, y con una chaqueta guateada, como todos, un hombre, Sch-311, que no concebía la vida sin galones, que había sido buen amigo de un almirante inglés y que ahora acarreaba cubetas de mortero con Fetiukov.
Eso podía ocurrirle a un hombre...
Bien, ahora estaba completa la patrulla de escolta. Sin «oración», seguimos adelante:
—¡De frente, ar! ¡Hop, hop!
Eso os habéis creído vosotros, hop, hop. Nos hemos quedado los últimos, de manera que no hay razón para que nos demos prisa. Como de mutuo acuerdo, todos los presos tenían la misma idea: Antes nos habéis retenido, ahora os retendremos nosotros. También tendréis ganas de estar bajo techado...