Read Un día en la vida de Iván Denísovich Online
Authors: Alexandr Solzchenitsyn
—Escúchame. Nuestro pope de Polomnia...
—¡Deja en paz a tu pope! —rogó Alioska, frunciendo incluso la frente de disgusto.
—No, no, escúchame —Sujov se apoyó sobre un codo—. En Polomnia, nuestra parroquia, no hay persona más rica que el pope. Si uno encarga, por ejemplo, cubrir un tejado, le cobramos treinta y cinco rublos, pero al pope le cobramos cien, por mucho que se lamente. El, el pope de Polomnia, mantiene a tres mujeres en tres ciudades distintas, y vive con la cuarta y su familia. Y tiene dominado al obispo de la diócesis, de modo que cuando nuestro pope le da la mano siempre se lleva algo pegado. Y a todos los demás popes que envían los echa; no quiere partir con nadie...
—¿Por qué me hablas del pope? La Iglesia ortodoxa ha renegado del Evangelio. A ésos sí que no los encierran por disidentes.
Sujov fumó tranquilamente, viendo cómo se excitaba Alioska. Apartando el brazo y echándole una bocanada de humo a la cara, dijo:
—Alioska, yo no estoy contra Dios, ¿entiendes? Yo quiero creer en Dios. Pero eso del paraíso y el infierno no me lo creo. ¿Queréis hacernos pasar por tontos, haciéndonos creer que más tarde vamos a parar al cielo o al infierno? Eso no me gusta.
Sujov se tumbó nuevamente de espaldas, arrojando la ceniza cuidadosamente en el espacio entre la yacija y la ventana, para no quemar las cosas del capitán. Se enfrascó en sus pensamientos, sin oír lo que Alioska profería en forma precipitada y confusa.
—Además —dijo finalmente—, que puedes rezar cuanto quieras, y no te quitarán nada de la condena. Desde la diana hasta el toque de queda, tienes que pasar por todo.
—¡Pero no es para eso que debes orar! —Alioska estaba horrorizado—. ¿De qué te sirve la libertad? ¡En la libertad, hasta el último resto de tu fe es ahogado por las zarzas! ¡Aquí tienes tiempo de pensar en tu alma! El apóstol San Pablo ha dicho: «¿Por qué lloráis y laceráis mi corazón? Pues estoy dispuesto a hacerme apresar, y también a morir por el nombre de Nuestro Señor Jesús.»
Sujov miró al techo en silencio. Ni él mismo sabía si deseaba realmente la libertad o no. Al principio la anhelaba mucho, y cada noche contaba los días que habían pasado y los que faltaban para el fin de su condena. Mas pronto se cansó de hacerlo; y luego se supo por rumores que no enviaban a los presos a casa, sino al destierro. ¡Sabía el diablo si la vida sería mejor para él en otra parte que allí!
Puesto en libertad, no tendría más que un solo deseo: ¡A casa!
Y a su casa no le dejarían volver...
Alioska no mentía, se percibía claramente en su voz y se leía en sus ojos: no le disgustaba estar preso en el campo...
—¿Lo ves, Alioska? —explicó Sujov—. Para ti la cosa es sencilla, por decirlo así: Jesucristo dispone que estés preso, y tú cumples condena en nombre de Jesucristo. Pero ¿y yo? ¿No será porque en el cuarenta y uno no estaban preparados para una guerra? ¿Fue culpa mía acaso?
—Parece que no hay segundo control... —murmuró Kilgas desde su yacija.
—Sí... —replicó Sujov—. Hay que marcar con piedra blanca el día que no hay dos controles. Bostezó.
—A dormir, pues.
Precisamente en este momento, en el silencioso y tranquilo barracón se oyó descorrer con estrépito el cerrojo de la puerta interior. Se precipitaron en el corredor los dos que habían ido a llevar las botas de fieltro, y gritaron:
—¡Segundo control!
A sus talones, el vigilante:
—¡Todos a la otra mitad!
¡El que hubiese empezado a dormir! Gruñeron, se levantaron, metieron los pies en las botas. Nadie se quitaba los pantalones enguatados: sin ellos no se hubiera podido dormir bajo la deshilachada manta, a menos de quedarse helado.
—¡Malditos cerdos! —barbotó Sujov. Pero en realidad no estaba muy furioso, puesto que todavía no había conciliado el sueño.
Zesar alzó la mano y dio a Sujov dos bollos, dos terrones de azúcar y una rodaja de embutido.
—Gracias, Zesar Markovich —Sujov se inclinó sobre el pasillo—. Para mayor precaución, suba su saco aquí.
Estando arriba no sería fácil que alguno arrebatara algo al pasar, y ¿a quién se le ocurriría buscar en la yacija de Sujov? Zesar alargó a Sujov el saco blanco, atado. El lo ocultó bajo la colchoneta y esperó a que saliera más gente, para no estarse tanto rato con los pies desnudos en el corredor. Pero el guardián le dio un bufido:
—¡Vamos, tú, el del rincón!
Sujov bajó de un salto. Sus botas de fieltro con los trapos para los pies estaban tan bien sobre la estufa..., ¡sería una lástima quitarlas de allí! Tantas babuchas como había hecho, y siempre fueron para otros, y él no tenía. Pero ya estaba acostumbrado, y no duraba mucho.
Durante el día también robaban las zapatillas que encontraban.
Y en las brigadas que habían entregado sus botas de fieltro en los secaderos, los que poseían babuchas se alegraban ahora de no tener que salir descalzos o con los pies envueltos en los trapos.
—¡Vamos! ¡Vamos! —tronó el guardián.
—¿Estáis dormidos, carroña? —agregó furioso el veterano.
Empujaron a todos a la otra parte del barracón, y a los últimos hasta el corredor. Sujov se arrimó al muro vecino a las letrinas. El suelo estaba algo húmedo bajo los pies, y llegaba por abajo una corriente helada del vestíbulo.
Una vez estuvieron todos fuera, los vigilantes y el veterano pasaron a ver si no permanecía alguno oculto o dormido en la oscuridad. Pues si faltan en la cuenta, mierda; y si sobran, mierda también: otro control más. Ahora terminaba y aparecieron en la puerta.
—Uno, dos, tres, cuatro...
Los hicieron pasar rápidamente, de uno en uno. Sujov se apretujó con el número dieciocho y corrió hacia su yacija, apoyó el pie en el larguero y ¡zas! ya estaba acostado.
Así. Los pies metidos otra vez en el chaleco, la manta encima, sobre ella la chaqueta, y ¡a dormir! Ahora traerán a todos los de enfrente a nuestra mitad del barracón, pero eso no va a preocuparnos. Zesar volvió y Sujov le bajó su saco.
Apareció Alioska, una calamidad de hombre, servicial con todos, pero incapaz de procurarse una ganancia extra.
—¡Toma, Alioska! —Le dio un bollo. Alioska sonrió.
—¡Gracias! ¡Pero si usted mismo no tiene...!
—¡¡Come!!
Yo no tengo, cierto..., pero siempre nos arreglamos de algún modo.
¡Y ahora, la rodaja de embutido a la boca! ¡Morderla! ¡Masticarla! ¡Sabor de carne! ¡Y verdadero jugo de carne! Ya lo tenía en la tripa. Se acabó el embutido.
El resto, decidió Sujov, para mañana antes de diana. Se cubrió la cabeza con la manta, aquella manta deshilachada y sucia, sin oír ya cómo se llenaban los pasillos entre las yacijas de presos procedentes del otro lado, para el control.
Sujov se durmió completamente satisfecho. El día de hoy había sido un éxito para él: Escapó al arresto, su brigada no fue enviada a la «Sozkolonie», a mediodía se agenció una ración extra, no le cogieron la hoja de sierra en el cacheo, ganó algo con los servicios prestados a Zesar, y compró tabaco. Y no se puso enfermo; se había recuperado.
Pasó el día, sin que nada lo ensombreciese, casi felizmente. Desde diana hasta el toque de queda, asi eran los dias de su condena, en numero de tres mil seiscientos cincuenta y tres.
Tres días de más: por los años bisiestos...