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Authors: Alexandr Solzchenitsyn

Un día en la vida de Iván Denísovich (17 page)

BOOK: Un día en la vida de Iván Denísovich
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El barracón 7 no es como el 9, que está dividido en dos mitades. En el 7 hay un largo corredor, al que dan diez puertas; una brigada en cada habitación, hacinada en siete yacijas de cuatro plazas. Bien, y además una cabina como letrina y la cabina del más viejo. Sí, y también los artistas habitan en una cabina.

Sujov entró en la habitación donde le había citado el letón. Estaba echado en la yacija inferior, con las piernas levantadas, sobre el larguero, y conversando con su vecino en letón.

Sujov se sentó a su lado. Buenas noches, pues. Buenas, pero el otro no baja las piernas. La habitación era pequeña, de modo que todos se enterarían de quién había venido y por qué. Esto ambos lo comprendieron, y por ello Sujov se limitaba a estarse sentado, vacilando: ¿qué?, ¿cómo va? Vamos tirando. Hace frío hoy. Sí. Sujov esperó a que los otros reanudaran la conversación que sostenían antes (discutían acerca de la guerra de Corea: si entraban los chinos, si habría guerra mundial o no), y luego se inclinó hacia el letón:

—¿Tienes de tu cosecha?

—Tengo.

—A ver.

El letón bajó las piernas al pasillo, se apoyó. Este letón era un tacaño; había que ver cómo llenaba el vaso... siempre con miedo de echar para un cigarrillo de más.

Mostró a Sujov la bolsa del tabaco, la abrió cuidadosamente.

Sujov tomó una pulgarada en la palma de la mano. Sí, era el mismo de la última vez, negro y cortado de la misma manera. Alzó la mano hasta la nariz, olfateó... El mismo. Pero al letón le dijo:

—Parece que no es éste.

—¡Claro que es éste! ¡Es éste! —respondió el letón, furioso—. Nunca tengo de otra clase, siempre es el mismo.

—Bueno, bueno —apaciguó Sujov—, relléneme un vasito; me voy a liar uno, y luego quizá tome otro más.

Dijo «relléneme» intencionadamente, puesto que el letón siempre medía con reserva.

El letón sacó de debajo de la almohada un segundo bolso, más redondo que el primero, y sacó su vasito del armario. El vasito era de plástico, pero Sujov lo había comprobado; cabía exactamente lo mismo que en un vaso de vidrio.

El letón vertió un poco.

—¡Apriétalo, aprieta! —le dijo Sujov, apretando él mismo el tabaco con el dedo.

—¡No necesitas decírmelo!

Iracundo, el letón le quitó el vaso y apretó el tabaco, aunque no tanto. Y siguió llenando.

Sujov desabotonó mientras tanto el chaleco, buscando en el enguatado el billetito, por medio del tacto. Con ambas manos lo fue recorriendo y moviendo hacia un pequeño agujero situado en una parte muy distinta, cosido sólo con dos pespuntes. Cuando corrió el billete hasta el agujero, rompió los hilos con las uñas, dobló el billete dos veces a lo largo (de todos modos, ya estaba arrugado en el sentido longitudinal) y lo sacó por el agujero. Dos rublos; un billete viejo que ya no crujía. En aquel momento aulló uno:

—¡Nuestro padrecito, el del bigote, ya os dará bien! ¡Este no se fía ni de su hermano, e iba a creeros a vosotros, infelices!

Lo bueno del campo de trabajos forzados era que uno podía desahogarse cuanto quisiera. En Ust-Ishma no tenías más que murmurar que fuera no había cerillas, y ya estabas arrestado o te aumentaban diez años la condena. Aquí, por el contrario, grita lo que quieras desde la yacija de arriba, y los soplones no se ocuparán de ti, puesto que el encargado del Ministerio del Interior rehusa darse por enterado.

Sólo que aquí no había demasiado tiempo para criticar.

—¡Eh, ya puedes llenar tranquilamente! —rezongó Sujov.

—Bueno, toma un poco más. El letón agregó una pizca encima. Sujov sacó su propio bolso para tabaco y vertió la hebra del vaso al bolso.

—En orden —dijo con decisión, pues no quería consumir tan pronto el ardientemente deseado cigarrillo—. Mide ya el segundo.

Después de haber discutido un poco más con el leton, vertió el segundo vaso, pagó sus dos rublos, se despidió del letón y se fue.

Una vez fuera, se echó a correr, para no descuidar el momento de la llegada de Zesar con su paquete.

Pero Zesar ya estaba en su yacija, ocupado con el contenido del paquete. Las cosas estaban esparcidas sobre la cama y el armarito, sólo que allí no daba la luz, interceptada por la litera de Sujov, de manera que estaba casi a oscuras.

Sujov metió la cabeza entre la yacija de Zesar y la del capitán y alargó a Zesar su ración de la noche.

—Su pan, Zesar Markovich.

No dijo: «¿Qué, lo ha recibido?»... Eso hubiera sido una indirecta referida al haber guardado sitio en la cola, por lo cual tenía derecho a una participación. El ya lo sabía. Mas, aún después de ocho años de trabajos forzados, no se había convertido en un glotón, y no lo sería nunca.

Pero no podía dominar a sus ojos. Sus ojos, los ojos de ave de rapiña de un preso de campo de concentración, ojearon las cosas de Zesar, distribuidas por la cama y el armario, y aunque los paquetes no habían sido desenvueltos todos y quedaba más de un cucurucho sin abrir, la rápida mirada y el olfato de Sujov le dijeron que Zesar había recibido un embutido, leche condensada, un gordo pescado ahumado, tocino, bizcocho de aroma intenso, otro tipo de pastel con olor distinto, azúcar en terrones como un kilo, y al parecer también mantequilla, cigarrillos, tabaco de pipa... e infinidad de cosas más.

Todo eso percibió en el breve momento de decir:

—Su pan, Zesar Marcovich.

Zesar, excitado, confuso como un borracho (todos estaban así cuando recibían un paquete), hizo un breve gesto:

—¡Quédatelo, Iván Denisovich!

La sopa y doscientos gramos de pan además: esto era una cena completa, y naturalmente también la parte completa de Sujov por el paquete de Zesar.

Y en seguida, como si hubiera funcionado un interruptor, Sujov dejó de esperar alguna de las cosas buenas que Zesar tenía extendidas. No hay nada peor que permitir a la tripa que se rebele, y sobre todo inútilmente.

Aquí había cuatrocientos gramos de pan, luego doscientos más y además los doscientos, como mínimo, cosidos en la colchoneta. Es bastante. Doscientos que se zampará ahora, mañana por la mañana conseguirá ciento cincuenta más, y los cuatrocientos se los llevará al trabajo... ¡Qué vida de sibarita! Los doscientos de la colchoneta, que reposan tranquilamente. Una suerte haber tenido la astucia de ocultar el pan en el colchón; precisamente se lo robaron del armario a uno de la brigada 75, y hubo un gran griterío.

¡Algunos creen que el destinatario de paquetes es una especie de vaca que ordeñar! Por eso, con la misma facilidad que lo recibe, lo pierde otra vez. El destinatario, naturalmente, se alegra si aún antes del reparto puede conseguir una escudilla extra de puré, y haría cualquier cosa por un cigarrillo de sobremesa. Al vigilante le das algo, al brigadier... ¿y por qué no al encargado del correo? Si quería, podía tener olvidado tu paquete una semana, antes de apuntarlo en la lista. Y el tipo del almacén, al que hay que entregar por la mañana, antes de diana, llevará Zesar su paquete en un saco (para que no le roben nada, para que no pispen los cacheadores, y porque al comandante del campo le da la gana), también hay que cebarlo, porque si no, él te roba poco a poco y más que los demás. ¡Todo el día encerrado con la comida de otros, el marrano, quién va a pedirle cuentas! ¿Y no vas a dar nada a Sujov por sus favores? ¿No habrá que dar algo al encargado de los baños para que te eche una toalla decente..., no mucho, claro, pero algo de todos modos? Y el peluquero, para que te afeite con papel (eso quiere decir, para que limpie la navaja en un trozo de papel y no en tu rodilla desnuda). Que aquí, que allá, pero tres o cuatro cigarrillos siempre los pierdes. ¿Y a los de la guardia, para que te aparten tus cartas y no las extravíen? Al doctor tienes que darle algo, por si algún día quieres hacer marrón y tumbarte a la bartola sin salir del campo. Y al vecino que come contigo del mismo armarito, como el capitán con Zesar, algo ha de caerle, puesto que él te cuenta los bocados que te llevas a la boca; por muy cerdo que uno sea, siempre da algo.

Sea envidioso el que cree que siempre es el vecino quien tiene el bocado más grande. Mas Sujov conocía la vida y su estómago no ansiaba cosas pertenecientes a otros.

Entre tanto se había quitado las botas, subiendo a su litera y sacando el pedazo de hoja de sierra del guante; lo contempló y decidió buscar a la mañana siguiente una buena piedra de tamaño pequeño, para convertir la hoja de sierra en una cuchilla de zapatero. En unos cuatro días, si se aplicaba por la mañana y por la noche, podría hacer un cuchillo, con filo curvo bien cortante.

Pero antes que nada, y sobre todo antes de mañana, debía esconder el objeto. Lo escondería bajo un ensamblaje de las tablas que formaban su yacija. Como aún no había llegado el capitán, a quien le habría caído la porquería en la cara, Sujov levantó su pesada colchoneta, rellena de serrín, mas no de virutas, y puso manos a la obra.

Sus vecinos de arriba, Alioska el baptista y al otro lado del pasillo, en la yacija vecina, los inseparables estonianos, veían lo que estaba haciendo. Pero Sujov no tenía nada que temer de éstos.

Fetiukov atravesó el barracón, gimiendo, encorvado. Los labios manchados de sangre. De manera que habían vuelto a pegarle al ir a por las escudillas. Sin mirar a nadie y sin ocultar sus lágrimas, pasó frente a toda la brigada, trepó y se apelotonó sobre su colchoneta.

En realidad, inspiraba lástima. No resistirá hasta el término de su condena. No sabe adaptarse.

Entonces apareció, de buen humor, el capitán, con la gamella llena de té especialmente preparado. En el barracón había dos barriles con té, pero aquello no era té ni nada. Templado, casi incoloro, una verdadera bazofia, y con el olor del barril, a podrido y a madera escaldada. Era el té para las simples bestias de carga. Mas, al parecer, Buinovski tenía té de verdad, que Zesar le había dado, puro al recipiente y en seguida al depósito de agua hirviendo. Contento, se acomodó bajo el armario.

—¡Por poco me quemo los dedos bajo el chorro! —fanfarroneó.

Ahí abajo, Zesar desenvolvía una hoja de papel, colocaba sobre ella esto y lo otro, y Sujov colocó su colchoneta en su lugar, para no seguir viendo y no ponerse de mal humor. Pero, una vez más, no podían prescindir de Sujov... Zesar se irguió en toda su altura y guiñó un ojo a Sujov:

—¡Denisovich! Oye..., dame diez días.

Eso quería decir: déjame tu navajita. Sujov tenía una, escondida también en la armadura de la yacija. Si doblas el dedo por la falange media, tienes una imagen aumentada de la navajita; pero vaya si cortaba, hasta pedazos de tocino de cinco dedos de grueso. Sujov la había hecho él mismo, como también el mango, y siempre la tenía afilada. Sacó la navaja de su escondrijo y se la dio a Zesar. Este asintió con la cabeza y desapareció otra vez hacia abajo.

También la navajita significaba ganancia adicional. Después de todo, la posesión de un cuchillo se castigaba con arresto. Y luego: déjanos tu cuchillito, para cortar embutido, pero tú te chuparás el dedo, eso sólo podía hacerlo uno que no tuviese conciencia humana de ninguna clase.

De manera que Zesar volvía a estar en deuda con Sujov ahora.

Después de haber ocultado el pan y arreglado el escondite del cuchillo, Sujov sacó su bolsa de tabaco. En seguida sacó una porción igual a la que había tomado prestada, y se la largó a los estonianos por encima del pasillo: muchas gracias.

El estoniano distendió los labios en una especie de sonrisa, murmuró algo a su hermano, y en seguida liaron un cigarrillo: a ver qué tal sabe el tabaco de Sujov.

¡No es peor que el vuestro; probadlo tranquilamente! A Sujov también le hubiera gustado probar, pero una especie de relojería en su interior le avisó de que ya no debía faltar mucho para el control. Aquélla era la hora en que podía presentarse de repente un guardián en el barracón. Para fumar había que salir al corredor, y Sujov se imaginaba que en su yacija no tendría tanto frío. En realidad, en el barracón no hacía calor ni por asomo, las mantas estaban escarchadas por dentro. Por la noche temblaban de frío, mas de momento aún parecía soportable.

Sujov no tenía nada que hacer, y comenzó a picar de la ración de doscientos gramos, escuchando a su pesar lo que hablaban entre sí el capitán y Zesar al tomar el té.

—¡Coma usted, capitán, coma sin cumplidos! Tome de este pescadito ahumado. Tome del embutido.

—Gracias; se lo acepto con gusto.

—¡Úntese esa rebanada con mantequilla! ¡Auténticos panecillos de Moscú!

—Casi resulta imposible creer que en alguna parte sigan haciéndose panecillos. ¿Sabe usted? Esta súbita abundancia me recuerda que, estando yo una vez casualmente en Arkangelsk...

Los doscientos hombres de su mitad de barracón hacían un ruido de mil demonios, mas a pesar de ello Sujov oyó que fuera golpeaban el carril. Luego Sujov notó algo más: en el barracón había entrado el vigilante Kurnossenki, un tipo bajito y sonrosado. Llevaba un papel en la mano, y de su conducta se deducía que no había venido para sorprender fumadores y llevarlos al control, sino que buscaba a alguien.

Kurnossenki leyó una vez más su billete y preguntó luego:

—¿Dónde está la ciento cuatro?

—Aquí —le respondieron.

Los estonianos ocultaron los cigarrillos y aventaron el humo.

—¿Dónde está el brigadier?

—¿Qué hay? —preguntó Tiurin desde su yacija sin darse mucha prisa a levantarse.

—¿Han redactado las declaraciones los interesados?

—¡Están escribiéndolas! —replicó Tiurin con firmeza.

—Ya debían estar entregadas.

—Mi gente no tiene mucha cultura; no resulta tan sencillo —se refería a Zesar y al capitán. Era un tío estupendo el brigadier; nunca se quedaba corto en las respuestas—. Ni pluma, ni tinta hay aquí.

—Debería haber.

—¡Todo lo robaron!

—¡Oye, brigadier, como sigas hablando demasiado, la tomaré también contigo! —dijo Kurnossenki, bonachón—. ¡Mañana por la mañana, antes de diana, las declaraciones habrán sido entregadas! ¡Y todos los objetos no permitidos, entregados en el depósito de propiedad personal! ¿Entendido?

—Entendido.

«¡El capitán tiene la suerte de cara!», pensó Sujov. Y el propio capitán no se da cuenta de nada, cuenta sus trolas de marino y come embutido.

—Bien, y ahora —dice entonces el guardián— ¿tenéis aquí a un Sch-311?

—Voy a mirar en la lista —dice el brigadier para camuflaje—. ¿Cómo puede uno recordar esos malditos números?

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